Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Fernando Espina

Conocí a Mario Roberto por sus columnas en elPeriódico, allá por 1997. Yiansh las llevaba a la facultad de derecho para que las leyéramos juntos, pues soñábamos con un país más justo. Nos gustaba mucho su estilo directo y su forma crítica de ver el mundo. No escribía para quedar bien con nadie. Ni siquiera con el lector. Siempre incomodó a un montón de gente, pero no por eso dejaban de leerlo.

En 2007 me escapé de la oficina para asistir a la ceremonia en la que le entregaron el Premio Nacional de Literatura. Compré dos copias de Señores bajo los árboles e hice la cola para que me firmara uno para Yiansh y otro para mí. A la carrera, mientras los firmaba, le dije que un grupo de amigos queríamos pedirle una orientación. Me vio raro. Me dijo que tal día, en tal lugar, presentaría sus libros de secundaria. Que ahí podíamos hablar.

Acudimos con Yiansh a la cita. Escuchamos su presentación. Cuando se desocupó nos sentamos a tomar un café. Le contamos que no nos perdíamos sus columnas, que éramos abogados, que queríamos hacer algo bueno por el país participando en política y para eso queríamos formarnos en pensamiento crítico. Por eso estábamos ahí pidiéndole orientación sobre qué leer y cómo formarnos políticamente.

Nos escuchó atentamente pero inquieto, le costaba estar quieto, siempre se tocaba los dedos, se movía en la silla o paseaba los ojos de un lado a otro, como vigilando su entorno. Nos contó que vivía entre Estados Unidos, España, Costa Rica y Guatemala. Dijo que él nos podía dar una lista de libros para estudiar, pero que en su experiencia era mejor que cada uno leyera los libros y que nos juntaramos a discutirlos un par de horas, mientras él estuviera en Guatemala. Lo único que nos pidió fue: no ser más de 10 y que todos leyéramos el texto acordado.

Unas semanas después estábamos Mónica, Gaby, Betina, Yiansh, Pensa, Justo, Fer Jeréz, Moya, Dino y algunos que ya no recuerdo, sentados en el comedor de su casona de la Avenida Elena, iniciando el grupo de estudio que duró, al menos, siete años.  Estudiamos economía política, historia, filosofía y filosofía política, literatura y psicoanálisis, siempre todo relacionado con el pensamiento crítico. Con el tiempo algunos salieron y otros se sumaron, pero siempre hubo un grupo que se mantenía: Yiansh, Mónica, Heini, Justo, el Gato, Vicente, Rocío, él y yo. Nos llamaba el núcleo duro.

Del grupo de estudio surgieron varias cosas más: cineforos, conversatorios, charlas, marchas, la unidad de la izquierda, manifestaciones, pronunciamientos y un amicus curiae en las elecciones de 2015. Al extremo que tuvimos que ponernos un nombre: Grupo intergeneracional o IG, pues habían integrantes de 20 años, otros andábamos por los 30 y otros por los 60. Roberto siempre se sintió parte del grupo, no el líder, ni el maestro. Él era un miembro más, nunca hubo ningún tipo de jerarquía.

De todas las cosas que hicimos en el IG, hoy me concentraré en dos que me constituyen y que explican mi cariño, admiración y lealtad hacia Roberto: El análisis crítico a Pro Reforma y el Espacio Intergeneracional.

Lo de Pro Reforma fue en 2009. En una noche de estudio, mientras platicamos sobre su columna contra ProReforma, molesto e indignado nos dijo: “Si fuera abogado haría un análisis más profundo del tema para explicárselo a la gente”. Era una indirecta muy directa. Lo discutimos un rato y acordamos hacer un análisis de la propuesta, aplicando lo aprendido sobre pensamiento crítico. Yiansh, Pensa, Mónica y yo hicimos la parte legal. Fue la primera vez que analicé un texto legal desde el pensamiento crítico, leyendo entre líneas, cuestionando el trasfondo filosófico e ideológico de la propuesta. Desde entonces nunca volví a ver las leyes ni las instituciones públicas de la misma forma. Gaby y Justo aportaron desde las ciencias políticas. El Gato, Marcela y Heini, escribieron las conclusiones en un texto con lenguaje claro y comprensible.

El análisis fue bien recibido y muy popular. Roberto estaba contento y orgulloso. Le escribían para pedirle que fuéramos a explicarlo, pues lo mencionó en varias de sus columnas. Fuimos a todos los lugares a los que nos invitaron, incluído al Congreso. Gaby y Justo fueron a algunos departamentos en nombre del grupo. Años después, en una comunidad en San José Chacayá, mientras esperaba mi turno para explicar algunos aspectos legales en un COMUDE, una organización indígena expuso a la plenaria, en un idioma maya, nuestra presentación en power point sobre Pro Reforma. Sonreí pero no dije nada. Esa había sido nuestra intención, darle herramientas claras y sencillas a la gente para que hiciera su propio análisis.

El Espacio Intergeneracional surgió en 2008. El dueño de Radio Nuevo Mundo, su amigo el Chino González, lo llamó para ofrecerle, gratis, una hora en la radio los jueves a las 4:00. “A mi no me interesa ni puedo cubrirlo, pero sería un ejercicio interesante para ustedes. Ahí pueden compartir con la gente lo que han ido aprendiendo”, nos dijo. Lo platicamos y decidimos entrarle entre todos. Ninguno tenía experiencia en radio. Roberto participó como invitado en los primeros programas. Al principio sentíamos interminables los 15 minutos de cada segmento. Luego no nos alcanzaban. En uno de los primeros programas fui el único que llegó a tiempo. Abrí el programa, saludé, introduje el tema y me bloqueé, no supe qué más decir, así que decidí abrir la línea telefónica. No había terminado de decirlo y ya Roberto había llamado para auxiliarme. Estaba pendiente de nosotros, acompañándonos. Yo sentía que se podía contar con él y por eso le respondía de la misma forma. Él me consideraba su abogado, dejó dicho que me contactaran a mí para cualquier trámite relacionado con su muerte.

El programa de radio fue un éxito. Tuvimos tanto rating que la radio vendió ese horario y nos cambió de día y hora. Recibíamos llamadas de diferentes lugares. Nos escribían cartas. Recuerdo una en la que nos contaban de un grupo de amigos, de una comunidad en Quetzaltenango, que se reunían para escucharnos.

Por el programa de radio nos invitaban a conversatorios para hablar sobre la realidad nacional desde nuestro punto de vista crítico o para explicar desde una perspectiva histórica lo que nos había llevado a ser el desastre que como país somos. En uno de esos conversatorios, en las manifestaciones de 2015, conocí a Gladys, una periodista que me invitó a participar en Sin Filtro, un programa de análisis político que transmitía Guatevisión. Debido a Sin Filtro se hizo común que desconocidos me saludaran en los supermercados o en restaurantes. Me agradecían por ponerle voz a sus ideas y a su sentir. Se sentían respaldados, como que no estaban solos en su forma de ver el mundo. En una ocasión estábamos almorzando con mi familia, cuando de pronto se sentó en nuestra mesa una desconocida pero muy simpática señora. Me rodeó con uno de sus brazos y me dijo: “¿Cómo está mi analista comunista?” (Yo de comunista no tengo nada, pero entendí que para muchos era la forma de llamar a quién cuestionaba y criticaba el sistema) “Así te llamamos de cariño”, me dijo. Por el programa de televisión empezaron a llamarme de grupos ecuménicos, budistas, parroquias, iglesias evangélicas, órdenes de monjas (Hasta a Nicaragua fui), escuelas y colegios, para conversar sobre la realidad nacional desde el punto de vista crítico que yo había desarrollado gracias a todos los años de estudio y de las experiencias en el Grupo Intergeneracional.

Cuento lo anterior para explicar que entre estudios, charlas y discusiones sobre pensamiento crítico fui entendiendo que el sistema político solo cambia de administradores pero nunca de dueños. Que desde la política partidista iba a estar al servicio de los dueños de la finca y nunca del pueblo. Roberto decía que había que ser intelectuales orgánicos del pueblo. Que la batalla más importante era la de las ideas. Que la historia de Guatemala había sido escrita por los vencedores. Que era importante que la gente viera que se podía pensar de otra forma y expresarlo en espacios públicos como columnas, programas de radio y televisión. Decía que sin una masa crítica de ciudadanos estaríamos siempre condenados a ser gobernados por los mismos. Que un buen gobierno para el pueblo sólo podría llegar y sobrevivir si el pueblo estaba con él, por eso había que trabajar primero en el pueblo y que lo político llegaría cuando fuera el momento.

Debo confesar que aunque parece fácil de entender y de aceptar, no lo es. Yo  busqué a Roberto para que me ayudara a ser un buen político y cuándo entendí que ese no era el camino, mi mundo se desmoronó. Sentí como que me partían por dentro. Tuve que construirme de nuevo. Recuerdo bien que cuando entendí la situación le pregunté ¿Y entonces qué queda? ¿Qué hacemos? “Hay que hacer lo que se puede hacer, sin sufrir. Hay que empujar lo que se pueda empujar en el camino del pensamiento crítico, sin sufrir. La situación del país no es culpa tuya ni es tu responsabilidad arreglarla. Por compromiso ético uno no puede vivir bien mientras hay gente sufriendo injusticias. Encontrá el lugar en donde te sentís cómodo y desde ahí aporta. ¿Y al final qué queda? al final solo queda el hedonismo. Disfruta la vida. Pasala bien y sé fiel con vos mismo”, me dijo.

Con el tiempo comprendí el sentido de sus palabras, me fui liberando de cargas y responsabilidades autoimpuestas, propias de un ser con conciencia social en un país como Guatemala. Abandoné la idea de ser político y le tomé el gusto a ser un predicador de barrio del pensamiento crítico. De todas las cosas que aprendí y viví con Roberto, irme por la libre es la que más agradezco. Ese ha sido y seguirá siendo mi norte.

Cómo me gustaría ir el miércoles 4 de octubre al Cine Lux, Centro Cultural de España, a las 5.00 de la tarde a ver el Documental in Memoriam  “Siempre por la Libre” Mario Roberto Morales, realizado por la USAC. Si usted puede, amiga o amigo lector, hágalo por mí.

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