Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Dante Liano

El film Oppenheimer, de Christopher Nolan, recupera la biografía del físico norteamericano a quien se atribuye la incierta honra de la paternidad de la bomba atómica y, abre, al mismo tiempo, una serie de interrogaciones técnicas, políticas y éticas. En cierto sentido, la película hace añorar los dorados tiempos en que la duración de un film era rigurosamente de 90 minutos, lo cual obligaba a los directores (excepto Bergman, Fellini o Visconti, que merecían esa exención) a la óptima virtud de la síntesis, y regalaban al espectador la posibilidad de ver dos películas en una sola función. Dicho intermedio (perdónese el descenso a uno de los privilegios de ir al cine) permitía salir a tomar un café, comprar otra bolsa de papas fritas, visitar el baño y actividades afines. Nolan nos atornilla por tres horas a la butaca más o menos cómoda y nos sepulta con una banda sonora cuya edición habrá sido semejante al montaje de la parte visual: eficaz, atronadora, convincente. Es de aquellas películas en las que el masticable rumor de alguien que devora pop corns suena como un vasto sacrilegio. Cada vez que estalla una bomba atómica (y explotan varias a lo largo de la acción) uno siente olor a quemado.

Minuciosos críticos han señalado que la película se acerca mucho a la verdadera historia de Oppenheimer. Leo en Business Insider que, aunque parezca incongruente, el genio de la física tenía debilidades muy humanas, y trató de envenenar, por envidia, a su maestro de Cambdrige, Robert Blackett, al inyectar cianuro en una manzana. No se sabe si la sustancia era cianuro, pero los efectos habrían sido letales si Blackett se hubiera comido ese simbólico fruto. Quien mordió la manzana y no la terminó fue otro asistente, que no sufrió consecuencias. Las sufrió Oppenheimer, porque las autoridades universitarias se enteraron del incidente y estaban a punto de tomar medidas cuando los padres del físico norteamericano los suplicaron, de modo que todo se redujo a la expulsión y a la recomendación de visitar a un psiquiatra. El médico le recetó terapias y fármacos, que Oppenheimer no siguió. Se puso a leer la Recherche, de Proust, y confirmó las virtudes de la biblioterapia: los varios volúmenes proustianos calmaron sus antiguos furores. Leo, también, que las dos mujeres más importantes en la vida de Oppenheimer fueron su esposa Kitty y Jean Tatlock . Todas las demás, y no pocas, causaron fuertes desavenencias en el matrimonio del físico. La relación con la psiquiatra Tatlock fue tan intensa como se relata en el film. También es cierto que Tatlock perteneció al Partido Comunista y que hay serias dudas sobre su muerte por envenenamiento. Kitty estuvo siempre al lado de Oppenheimer, aunque sufrió por largo tiempo de depresión y alcoholismo. No la ayudaba su marido, también amante de las fiestas y del whisky. Otros detalles hay, pero resultan ociosos ante el poderoso resultado de la película de Nolan. Como en Interstellar, el director cinematográfico aprovecha de la trama para plantear asuntos más delicados. Una extensa serie de hechos se despliegan en horizontal, pero existe también una dimensión vertical en el film, lleno de preguntas y reflexiones.

Nolan propone, como cuestión central de su obra, las consideraciones sobre la ética que parecieran haber atormentado a Oppenheimer después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. El padre de la bomba atómica conjeturó unos 20 mil muertos a causa de la explosión. En realidad, murieron 214 mil personas, sin contar las que fallecieron después, por los efectos de las radiaciones. ¿Influyó el número de muertos en la conciencia de Oppenheimer? Es difícil calcularlo. En realidad, parece ser que el problema ético que se planteaba no era tanto el del número de víctimas causado por su invento, sino la posibilidad de que el arma se siguiera usando. En efecto, uno de los argumentos principales para la construcción de la bomba atómica no fue, como se discutió en la época, terminar la guerra velozmente, anticipando la hecatombe con dos bombardeos catastróficos y aleccionadores. No preocupaba al alto mando norteamericano la cantidad de bajas japonesas, militares o civiles. En efecto, días antes de Hiroshima y Nagasaki, habían bombardeado Tokio con armas convencionales y habían muerto 100 mil habitantes de la ciudad. Lo que verdaderamente preocupaba a Oppenheimer era que los rusos lograran desarrollar la tecnología nuclear. Sabía, por sus contactos, que Eisenberg, en Alemania, no estaba en condiciones de fabricar la bomba atómica para el régimen nazi. Por tanto, no hubo titubeos éticos ni para fabricar la bomba ni para lanzarla sobre las dos ciudades japonesas. Y tampoco hubo remordimientos después.

El encuentro con el presidente Truman, en donde el mandatario hace ver (la historia relata que usó palabras soeces) a Oppenheimer que quienes verdaderamente mandan son los políticos, y los científicos solo juegan un papel de peones en el tablero de ajedrez de los conflictos, resulta muy significativo e instructivo. Lo mejor de la película está en seguir de cerca las contradicciones de Oppenheimer, comunista en la juventud y afanosamente anticomunista en la madurez. Su lucha por la limitación del uso de armas nucleares contrasta con la actitud que toma cuando Enrico Fermi le hace ver que la bomba atómica podría provocar una reacción en cadena infinita, con la destrucción del planeta. Un diálogo es estremecedor: “¿Qué posibilidades hay de que eso ocurra?”, pregunta. “Menos que cero”, le responde Edward Teller, que años después fabricará la bomba H. “Sería mejor que fuera cero”, cerró Oppenheimer. Y, sin embargo, se arriesgó a destruir el mundo. La razón, en un hombre verdaderamente complejo y genial, era que la ambición lo dominaba. Muchos describen su actitud, después del éxito de la explosión en Los Álamos, como arrogante y dominadora. Quizá no era tanto una cuestión de conciencia, sino una cuestión de poder.

Alguien ha descrito el poder como “hacer que otra persona haga algo solo porque lo digo yo, no porque haya una razón para ello”. Y, en otra ocasión, un importante político llegó tarde a una cena, y los comensales se deshicieron en excusas porque no le tocó la cabecera de la mesa. “No se preocupen”, respondió el hombre. “La cabecera de la mesa se encuentra donde estoy yo”. Oppenheimer, en la base secreta de Los Álamos, podía decir lo mismo. Con una ligera variante: en ese momento, él era el centro del mundo. Al recibir el ansiado encargo de fabricar la bomba más aniquiladora de la historia, Oppenheimer sabía que estaba recibiendo un poder supremo: el poder de la muerte. Cuando explotó la bomba, el físico citó una frase del Bhagavad Gita, libro sagrado de los hindúes: “Ahora yo soy la muerte”. En su desmesurada genialidad, Oppenheimer había aprendido el sánscrito para leer ese libro en la lengua original. Parece ser que se identificó con los héroes de ese relato sagrado y que sentía, como ellos, que era solo un instrumento de los dioses para la realización de sus fines divinos. La megalomanía lo asistió toda la vida y quizá por eso pudo sostener el peso de haber creado uno de los peores instrumentos para acabar con la vida de la gente. Al final de La guerra y la paz, luego de extensos, feroces e interminables derramamientos de sangre, asistimos a la derrota del ejército de Napoleón y a la reconstrucción de la Rusia devastada por las tropas francesas. Un clima idílico sigue a los años de angustia y sufrimiento, y Tolstoi reflexiona sobre la victoria de la vida sobre todas las cosas (fiel a sus ideas redentoras), a pesar de la maldad humana, de las torpezas y de las voluntades de muerte. Al final, vence la vida. Entre Oppenheimer y Tolstoi, quizá sea mejor el gran novelista.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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