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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Dante Liano

En los años sesenta y setenta del siglo pasado, el cine italiano era visto con admiración, en todo el mundo. Nadie se perdía una película de Antonioni, aunque fueran de difícil entendimiento (quizá porque eran de difícil entendimiento). O todo el cine precedente: el fundamental neorrealismo que tan bien mostraba los pliegues de una sociedad que estaba por despegar con el fenómeno del boom. No era solo la cuestión social: también una estética sobria, densa, humana. Conjugar lo escueto y lo conmovedor era la magia de Ladrones de bicicletas  o de Humberto D.  ¡Cuánto se discutió en las aulas universitarias sobre las películas de Pasolini y cuanto se amó el genio de Fellini! Muerte en Venecia sigue siendo una escuela de estética y de refinamiento. Por eso, la llegada de Ecce bombo, de Nanni Moretti, en esa época un jovencito irreverente que se había atrevido a filmar un manifiesto generacional con una super 8 y sin presupuesto. Sus “escenas madre” eran lecciones de minimalismo e ironía: la pasión por el fútbol, la avidez de Nutella, la dependencia de la madre, el estupor ante la política de la izquierda, vista como un acomodamiento a la sociedad burguesa. Escenas que serán el leit motif de su cinematografía. La crítica lo vio como a un díscolo genial y esperó cada nuevo film para decretar el inevitable resbalón. No fue exactamente así.

No fue exactamente así porque Moretti acompañó a su generación con representaciones que daban cuenta de su propia evolución. Cierto, el cineasta habla mucho de sí mismo, pero, al hacerlo, de alguna manera habla también de sus coetáneos. La generación de Moretti tuvo la presunción de cambiar el mundo y, de alguna manera, el mundo la cambió a ella. ¿Una derrota o una constatación del peso de la realidad? Hay una escena, en Palombella rossa, en donde los miembros de una Casa del Pueblo están viendo el final del Doctor Zhivago , cuando, desde un tranvía, Zhivago, anciano, ve a Lara y la llama, pero ella no lo escucha. El público, emocionado (el primero, el personaje interpretado por Moretti), le grita a la protagonista que se detenga, que vea a Zhivago, pero el film va hacia su inexorable final, mientras los espectadores se quedan agobiados y desilusionados. Una alegoría de lo que estaba sucediendo fuera de las puertas del cine. La historia imponía sus rigurosas leyes, a despecho de los deseos de los soñadores.

El necesario diálogo entre utopía y realidad podría ser una de las formas de lectura de El sol del porvenir, reciente film de Moretti. La narración comienza cuando un director de cine (Moretti, faltaría más) prepara una película ambientada en Italia, años 50, en un pueblecito en donde domina el Partido Comunista. En un gracioso diálogo, el director aclara a un joven y estupefacto miembro de su staff que el PCI fue el segundo partido comunista del mundo, con dos millones de inscritos. El muchacho no puede creer que haya habido comunistas en Italia. Protagonista del film es el óptimo Silvio Orlando, que representa un secretario de partido fiel a las directivas del Comité Central. No menos óptima, Barbora Bobulova representa a los militantes. Secreto homenaje a Fellini, al pueblo llega un circo húngaro, en un gesto de hermandad internacional. Irrumpe aquí la historia. Estamos en 1956, y la Unión Soviética invade Hungría. El dilema es arduo: ¿apoyar las justas aspiraciones de libertad del pueblo húngaro o seguir las indicaciones del Comité Central y aceptar la invasión? La pregunta podría parecer banal. La respuesta que da Moretti no lo es para nada. Siempre irreverente, dramático y jocoso, autoirónico y pasional, el director italiano demuestra que sus películas poseen la gracia y el ángel que solo pocos artistas poseen.

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