Por Dante Liano
Uno de los imitadores más conocidos de Italia solía repetir, con gran éxito, un sketch sobre Gianni Minà. Remedando un modo de hablar muy característico, subrayado por el zezeo típico de Gianni, decía: “Ayer eztuvimoz zenando un grupo de amigoz. Eztaban Diego, Gabo, Mohammed, Eduardo, Robert, Lula, Betto y yo”. El público reía con gusto, porque el chiste estaba en reconocer a los protagonistas de la anécdota. Diego era Maradona; Gabo, García Márquez; Mohammed, Cassius Clay; Eduardo era Galeano; Robert, De Niro; Lula, el actual presidente de Brasil; Betto, el teólogo de la liberación. Lo cómico residía, también, en la verdad de la broma: Gianni era un periodista italiano que podía jactarse de su amistad con los grandes de la cultura del mundo. En particular, con los latinoamericanos, porque estaba enamorado del continente americano. También del Norte de América, donde tenía amigos entre los más destacados exponentes de la cultura norteamericana.
Minà había comenzado como periodista deportivo y había llegado a ser director de uno de los diarios más importantes de ese sector. También se distinguió en la radio y la televisión, siempre en el sector deportivo. Existe una serie televisiva, elaborada para la RAI, en donde Minà cuenta la historia del pugilato mundial: Facce piene di pugni (Rostros llenos de puñetazos). Una joya, que siempre se le pedía que reeditara, y que siempre dejó para después. Porque, a un cierto punto de su vida, Gianni descubrió América Latina. Hubo, de por medio, un matrimonio y el maravilloso México surrealista y revolucionario que seduce a los europeos. Minà se deleitó con la lectura de los clásicos modernos de América Latina. ¿Cómo hizo para hacerse amigo de personajes herméticos como Gabriel García Márquez? Quizá el secreto de su óptimo periodismo estaba en una intuición fuera de lo ordinario, que lo hacía descubrir talentos antes de que se manifestaran a plenitud. Por ejemplo, a finales de los años ’60 se encontró con un cuarteto de Liverpool que iniciaba su carrera. Se hacían llamar “Los Beatles” y eran, todavía, un grupo rock más. Minà los metió en una Fiat 600 y juntos recorrieron Roma, antes que se volvieran célebres e inalcanzables.
Otra anécdota legendaria, cuando había abandonado la crónica deportiva y ya era reconocido como un gran periodista cultural, fue la vez que, una noche, tenía como invitado, en Roma, a Robert de Niro. Por una de esas casualidades con que la vida nos sorprende, Minà recibió una llamada de Gabriel García Márquez. Pasaba por la ciudad y quería verlo. Lo comentó a De Niro, quien no quiso perder la oportunidad de conocer al gran escritor colombiano. De esa cuenta, esa noche Gianni Minà tuvo una cena con dos de los más grandes artistas del siglo XX. Lo singular del caso, es que esos encuentros no eran extraordinarios en la vida de Minà. Eran su vida ordinaria.
Una noche, en Reggio Emilia, durante la Fiesta Nacional de l’Unità, Gianni presentó, a miles de personas atentas y rigurosas, una mesa redonda en donde hablaron Rigoberta Menchú, Eduardo Galeano, Frei Betto, Lula (que se presentaba como simple sindicalista, muy lejos todavía de soñar ser el Presidente de Brasil) y otras personalidades. Fue un encuentro mágico y memorable. Rigoberta, como siempre, conversaba con alegría y humor, admirable resiliente después de las desgracias que había sufrido; Galeano lanzaba sarcasmos rioplatenses que centraban como una flecha irónica a sus adversarios; Frei Betto era serio y afectuoso, un sacerdote, al fin y al cabo; Lula era un obrero sencillo, que un poco disimulaba la mano en donde faltaban dos dedos tronchados por una prensa industrial. Ninguno parecía darse cuenta de ser un personaje; había autenticidad en su abrazo hacia los más pobres y desvalidos de la Tierra.
Una característica tenía Gianni Minà y puede ser vista como una virtud o como un defecto. No era hombre de medias tintas. Leal a sus ideas y a sus amigos, se embarcaba con toda la pasión del mundo y contra viento y marea en empresas dignas del Caballero de la Mancha. Con alguna exageración, todo lo que provenía de América Latina (y que, simultáneamente, combatiera contra las añejas dictaduras militares que afligían al continente) le parecía magnífico y espléndido. Lanza en ristre y morrión con celada en la cabeza, se lanzó a deshacer entuertos y atacó a gigantes que lo capturaron con sus aspas y lo lanzaron por el viento. En efecto, cambiados los tiempos y los poderes, Minà sufrió el ostracismo de la radiotelevisión italiana, ya embarcada en programas de variedad y cabaret, a imitación de las emisoras privadas.
Al advertir que el interés por América Latina estaba menguando en Italia (para muchos, había sido una especie de moda cultural), Gianni se lanzó en una iniciativa en contra de la corriente. Creó una sección editorial llamada “Continente desaparecido”, en alusión al entusiasmo evaporado de tantos fervorosos perseguidores de lo nuevo, y publicó a los mejores autores del continente. También allí, Minà dejó una enseñanza. No basta con publicar un libro, en espera de que los dioses bajen a consagrarlo. Hay que saber promoverlo. Por años, Gianni Minà recorrió, incansable (o quizá, superando el cansancio) toda la península italiana, en las grandes ciudades, pero, sobre todo, en los pueblos pequeños, siempre sedientos de eventos y buenas lecturas. A donde iba, llenaba aulas, librerías, auditorios. Porque poseía un don inapreciable: el carisma. Apenas tomaba un micrófono y se dirigía a su vasto público de admiradores, se transformaba y arrebataba a la gente. Porque la fascinación venía de adentro, de un entusiasmo ético por el rescate de los abandonados, de los desposeídos, de los más pobres del planeta. Difícil adscribirle una ideología o una pertenencia sectaria. Gianni Minà apostó siempre por la redención de los seres humanos, por antiguos ideales como la libertad, la igualdad, la justicia. De allí venía su inagotable fascinación.
Publicado original en Dante Liano blog