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Un milagro de leche y pan

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Dos fueron los azares que obligaron a mis padres para inscribirme en el colegio de los salesianos: el primero, descubrir que yo había sobrepasado la alarmada edad para entrar en la escuela obligatoria; el segundo, la cercanía del colegio, si se puede llamar cercanía al hecho de que el centro de estudios estuviera enfrente de la casa. Sobre el primero, habría que añadir que mis padres eran hiperprotectores: si hubiera sido por ellos, ninguno de sus hijos habría salido de casa. Accidentes, secuestradores y enfermedades acechaban, como fantasmas, al trasponer su umbral. Sobre el segundo, debo confesar que tuvo una consecuencia fatal: yo era uno de los que llegaba tarde al colegio, precisamente porque quedaba tan cerca que siempre me atrasaba. Además, nunca me gustó la escuela, y utilicé todos los trucos posibles para faltar a clases. Años más tarde, Michel Foucault y Herbert Marcuse me concederían la razón.

Por costumbre, por pereza y por rutina, estudié todo el ciclo obligatorio en el colegio salesiano, que pasó de llamarse “Santa Cecilia” (por el nombre de la avenida en donde surgía) a “Don Bosco” (por el nombre del fundador de la orden). Ese prolongado comercio con las cosas salesianas me convirtió en una especie de  experto en el santo piamontés, y en los detalles de su vida y obra, así como en las casi mágicas historias que se contaban sobre él. Mamá Margarita (la madre del Santo, que no lo abandonó nunca) era como una abuela lejana para todos nosotros, y era también el apodo infaltable para las señoras que ayudaban a la obra salesiana. Apenas una de ellas se veía con regularidad por el Colegio, adquiría ese rango honorario y burlón. Lo único que me quedaba por saber de Giovanni Bosco era lo más importante: su doctrina magisterial, cosa que aprendí ya en edad adulta.

El 31 de enero es la fiesta de Don Bosco, por el sencillo motivo de que, en esa fecha, en 1888, murió el fundador de la orden salesiana. Cuando éramos niños, ese día era muy esperado, también aquí por dos motivos: el primero y más obvio era que no había clases; el segundo, pedestre y terrenal, era que los curas salesianos nos regalaban un par de vasos de leche chocolatada junto con un gigantesco pan dulce, que, por misteriosos motivos, en el país llaman “pan dormido”. Nadie tan venal como los niños, que no conocen ideologías ni abstracciones, sino la satisfacción concreta de los pasteles y los juguetes. Así que, a primera hora de la mañana, vestidos con el traje y corbata que fungía de uniforme festivo del colegio, nos presentábamos en ayunas a escuchar una misa soporífera y letal, comulgábamos todos en cuanto nuestros maestros nos estaban viendo, y luego salíamos en desbandada a recibir el ansiado regalo de leche y pan. Nuestra codicia era elemental. Ese día había partidos de fútbol y por la tarde, una numerosa y rumorosa función de cine, generalmente películas de tema religioso: “El manto sagrado”, “El coloso de Rodas”, “Quo vadis?”, “Ben Hur”, y como era cine gratis, íbamos de lo más contentos. El cura encargado del proyector, pasaba la mano delante del foco cuando los protagonistas se besaban, no fuera ser que indujera a los malos pensamientos y al pecado.

El estudio en el Colegio de los salesianos no fue un paseo, pues todavía no había llegado la época en que los maestros vivían aterrorizados por padres de familia que consideraban a sus vástagos una especie más intocable que un panda chino. Al contrario, los desamorados padres de ese período llegaban con los maestros y les decían: “Aquí le entrego a mi hijo con todo y nalgas”, lo cual era una clara autorización para que el sadismo magisterial imaginara todo tipo de castigos y vejaciones hacia los pequeños salvajes, a quienes, más que educar, había que domesticar. No puedo olvidar a un Consejero, cargo que no consistía en dar paternales consejos, sino en erogar cuanto castigo era necesario para someter a dóciles e indóciles. Ese consejero había inventado nombres de golosinas para dolorosos castigos: Coca Cola podía ser una serie de correazos en el trasero; hojaldra podía ser un coscorrón bien asentado; papas fritas, buenos jalones de orejas. Y así. Colaboraban con entusiasmo los maestros laicos, cuyas refinadas puniciones retaban a la imaginación. Uno, para ejemplo: con una tira de hule, lastimar el pabellón de la oreja de los castigados, y el dolor era agudo y lancinante. El más común, poner los dedos en puño, yemas hacia arriba, y recibir allí un reglazo muy doloroso. El motivo del castigo podía ser llegar tarde, hablar con un compañero, decir un chiste, no saber la respuesta a una pregunta y también, por si las dudas, un capricho del maestro.

Leíamos la vida de Don Bosco en atractivos libros ilustrados y allí nos enterábamos de los principales episodios de su existencia: recoger a los niños de la calle, en una Turín lodosa y primitiva; educar a esos niños para que pudieran ser peritos industriales y vender mejor la mano de obra; ofrecerles alojamiento y comida; darles deporte y distracciones los fines de semana. Esto era la obra social, encomiable, de Juan Bosco. De hecho, sustituyó al estado en una de sus funciones esenciales: garantizar techo, estudio y comida a los ciudadanos. Su otra actividad fue la de comunicador social: publicaba folletos y panfletos para combatir a los competidores evangélicos, y más aún, a los masones de la ciudad. Era, también, un mago: sabía hacer trucos y malabarismos, con los que atraía la curiosidad de los jóvenes. Y además, tenía un aureola de misterio: Turín es un centro universal de esoterismo: Don Bosco hacía milagros por las calles y un perro gris, salido de la nada, lo protegía de los asaltos. Lo único que no nos contaron fue que murió joven, muy joven, a causa del incansable trabajo y de la entrega a su obra social. No llegó a ser el párroco panzón de las caricaturas. Y no pasó de cura a obispo, ni a arzobispo ni a cardenal. Su entrega a los demás no le permitió hacer carrera.

Muchos años después, cuando ya había salido del Colegio, supe la pedagogía de Don Bosco, que si se aplicara haría de los colegios salesianos un ejemplo de magisterio universal. En una época en que abundaban los castigos corporales, Juan Bosco prohibió, de la manera más firme, el regaño y la punición física. Su método cabe en media página: con el alumno hay que dialogar, dialogar hasta el cansancio, hasta conocer las profundidades de su alma. No hay malos alumnos, sino seres que esconden algún sufrimiento y que esperan la aparición de un maestro que los sepa escuchar y guiar con el ejemplo. En verdad, un solo castigo consideraba Don Bosco. El peor castigo para un joven, decía el santo, debería ser la mirada de desilusión de su maestro. Más allá de toda religión, más allá de toda ideología, más allá de tantas teorizaciones, Juan Bosco imaginó una pedagogía del amor.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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