Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Dante Liano

Siempre creí que el Poeta era un español castizo. Ahora descubro que somos paisanos, yo de provincias y él de la capital. No me equivoqué, en cambio, sobre su edad: el Poeta tenía diez años más que yo, y cuando se es joven, uno ve como ancianos a los que, ancianos, parecen contemporáneos. Yo creía que era un español castizo porque hablaba como si hubiera nacido en Madrid, con la zeta atrapada entre los dientes y una “s” final muy pronunciada, casi una “sh”. Usaba, como todos en esa época, la melena larga, una barba estudiada y gafas de montura negra, una especie de disfraz de intelectual. A los 35 años, era ya un escritor muy conocido, y yo había devorado sus libros, con admiración, por el inusual verso clásico que solía frecuentar. Publicaba una revista, “Literatura y negocios”, en donde aparecían muchas poesías enmarcadas en un decorado de anuncios publicitarios. Con su carisma hispánico, había persuadido a varios negociantes del centro para que anunciaran en la revista y con eso financiaba la publicación. Un golpe de genio.

Adriaen Brouwer

Lo conocí hace muchos años, y por casualidad. Yo había ganado un premio literario en un lejano concurso, ex aequo con un salvadoreño que recibió el galardón de manos de su torturador, pasado de jefe de la policía a diplomático. Esas cosas centroamericanas. Algún día contaré esa historia. Ahora, en cambio, quiero solo recordar al Poeta que combinaba libros y comercio. Después de la premiación, nos fuimos a la fiesta, en donde abundaba la comida típica, la música y el ron. Me fui a acostar hacia las dos de la mañana, cuando comenzaron a volar la sillas de metal. Estaba por dormirme cuando tocaron a la puerta de mi habitación. Recuerdo el “Hotel Reposo”, sobrio y muy frío. Me levanté, los pies descalzos contra las baldosas heladas, y abrí la puerta. Era el Poeta. “Dame posada”, me dijo. “Es que este año no tuve premio y me vine de colado. Dejame dormir en el sofá de al lado”. Estaba cayéndose de borracho. Le cedí el sofá y se desplomó al instante.

Horas más tarde, en plena madrugada, me despertó. “Compañero, compañero”, no sé si sabía mi nombre. “¿Si, poeta?”. Tenía una cara de angustia álgida y mortal. “Compañero, préstame diez quetzales…” En esa época, diez quetzales eran diez dólares. “Me estoy muriendo de la goma”, continuó. En mi país, llámase “goma” a la “resaca”. “Necesito tomarme otro trago, para estar bien”. Caminé sobre las baldosas de hielo, saqué mi billetera y le di los diez quetzales. El Poeta salió a la calle como si fuera un duende nocturno. Lo más pintoresco de todo es que, tres meses después, me lo encontré en un congreso literario, me reconoció y me dijo: “¡Te debo diez quetzales, compañero!”. Y me los pagó. Borracho pero honrado.

Dejé de verlo por largo tiempo. Escribía obras de teatro, y, cada tanto, veía en los periódicos el anuncio de una nueva representación. En eso, llegó un dictador feroz y militar a la Presidencia de la República, y la persecución de los intelectuales se volvió sistemática y sin atenuantes. La gente desaparecía por docenas y la dictadura podía jactarse de no hacer prisioneros políticos: los mataba a a todos. Los intelectuales que no desaparecieron o murieron se fueron al exilio. También el Poeta y su revista comercial. Supe que se había ido a República Dominicana, lugar de refugio de muchos desterrados. No sé qué hacía allí, ni si había continuado allí su actividad poética.

En ese país caribeño, de clima cálido y naturaleza tropical, cementerio de muchos europeos y estadounidenses que van a transcurrir los escasos años de la jubilación, el Poeta tuvo un golpe de suerte que todavía ahora me parece increíble. El Poeta se sacó el gordo de la lotería y conoció, por primera vez en su vida, la holgura de la riqueza. Todo buen capitalista sabe que, cuando se ha acumulado un tesoro de monedas, no hay que meterlas debajo del colchón, ni enterrarlas en una botija. El buen capitalista invierte con el fin de multiplicar su dinero. El Poeta pensó que la mejor manera de invertir el premio mayor era la de lanzarse como candidato a la Presidencia de la República. Había adquirido la nacionalidad dominicana, por lo que pudo inscribirse en el Tribunal Electoral.

Imaginación no le faltaba: era poeta. Por eso, decidió hacer una campaña electoral innovadora, que comprendió la compra de espacios en la televisión, jingles en la radio, entrevistas en los periódicos, y como todo eso le pareció demasiado tradicional, alquiló un avión y se lanzó en paracaídas sobre Santo Domingo, con gran clamor de los medios de difusión. Con estas y otras actividades logró tres resultados: ser famoso, acabar con toda su fortuna y perder las elecciones. Volvió a su condición natural de poeta pobre y honrado, pues ya se ve que el connubio entre poesía y negocios no era muy fructífero.

Conté esta historia a algunos amigos, en una mesa de literatos que celebraban el fin de una reunión. Descreído, uno de ellos hizo lo que todos, en estos tiempos. Fue a verificar mi relato en Internet, en su móvil. Se puso serio. “¿Cómo dijiste que se llamaba el Poeta?”, me preguntó. Le repetí el nombre, más bien se lo silabee. “¿Sabías que murió hace 4 años?”, me preguntó. No lo sabía. “Aquí está”, me dijo, “una noticia en el periódico”. Me pasó el móvil y pude leer, en los titulares de un diario local: “Conocido Poeta muere en el naufragio de su barco”. Entonces me acordé de todo, y pensé, sin decirlo a nadie, en el extraño destino, no la fama y el renombre, que espera a los que escriben poesía en nuestros países.

Publicado originalmente en Dante Liano blog

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