Por Dante Liano
Un ejemplar maltratado, releído, subrayado de amarillo y naranja por todas partes, de la Historia de la literatura hispanoamericana, de Enrique Anderson Imbert, me restituye un pasaje casi anecdótico de la literatura chilena (y de paso, algún recuerdo de juventud). A finales del siglo XIX, el patriarca de la crítica literaria de ese país austral sentenció, para ilustración y ejemplo de generaciones, que Chile no sería nunca un país de poetas. No había terminado de enunciar su estentóreo dictamen cuando aparecieron, en sucesión, Gabriela Mistral y Pablo Neruda. En verdad, la historia literaria está llena de esos errores y los que narran esa historia se solazan en ellos. André Gide que rechaza a Marcel Proust o Guillermo de Torre que no entiende a García Márquez son ejemplos repetidos de equivocaciones fragorosas. La poco feliz carrera de la crítica literaria está llena de esos errores, más llamativos, por pintorescos, que sus numerosos hallazgos.
La sólida y estupenda Gabriela Mistral, maestra de generaciones, recorrió América Latina desde los años 20 del s. XX. Fundamental para su formación, colaborar con la empresa educativa del mexicano José Vasconcelos le permitió saber que una revolución social sin cultura no echa raíces. Métodos nuevos y audaces, nacidos de la urgencia de cambio, contrastaban con la pedagogía cansina y tradicional arrastrada por la grisácea tradición didáctica de sus colegas (y antagonistas) de Santiago de Chile. En los años 30 del ‘900, Mistral hizo una gira por Centroamérica, en donde Augusto César Sandino, general de hombres libres, la nombró “Benemérita del ejército defensor de la soberanía nacional”, y recibió varios homenajes. Uno de ellos, por la Universidad de San Carlos de Guatemala, que la consagró “Doctor honoris causa”.
Quiere la leyenda que el dictador Jorge Ubico, enterado de la llegada de tan ilustre huésped, mandó a la frontera al que era considerado el poeta nacional guatemalteco: don Rafael Arévalo Martínez. Don Rafael dirigía la Biblioteca Nacional y era un recio alfeñique de sólida hipocondría. Delgado como una caña de bambú, los quevedos no ocultaban el fuego de una mirada que habría querido aventuras, osadías y extremos, pero que se debía refugiar en una vida doméstica con recia esposa y 8 hijos, de la biblioteca a la casa y al contrario. ¿Habrá temblado el frágil poeta ante la empresa de recibir a una gran mujer americana, de sólida fama en todo el mundo? Nunca lo sabremos.
Sabemos, de cierto, que Mistral y Martínez recorrieron la distancia entre la frontera y la capital en un ferrocarril de viejos y dilatados tiempos, cómodos y lánguidos, magníficos caracoles que dan, parafraseando a Asturias, “un paso hoy y otro mañana”. El gobierno puso a disposición de Gabriela Mistral un chalet a orillas del lago de Amatitlán, que en la época era refugio de las familias de alcurnia del país. Don Rafael había salido de casa con una pequeña maleta, y había advertido a su esposa que estaría fuera 15 días, por orden del dictador. Gabriel Mistral era un alma sensible; don Rafael un iluminado. ¿De qué hablaron, qué se dijeron, cómo transcurrieron esos días? Un par de cosas ciertas hay. La primera, doméstica y chismosa, es que después de los primeros quince días, se le acabó la ropa limpia a Don Rafael. Así que regresó a su casa en la capital y cuando estaba por regresar a Amatitlán, su esposa le dijo: “Rafael, si sales por esa puerta, nunca más te permitiré entrar”. El poeta no se fue.
Arévalo Martínez había nacido en 1884. Gabriela Mistral, en 1889. Arévalo Martínez tenía 49 años. Mistral, cinco años menos. Las fotos, que parecen haber sido tomadas hace siglos, nos muestran a un hombrecillo flaco, esmirriado, con un fino bigotito petimetre, con lacios cabellos negros partidos a la mitad, anteojos finos, de no exagerada miopía, un hombre menudo en todo, con una expresión desvalida, como si estuviera pidiendo auxilio. Las fotos de Gabriela Mistral son bastante conocidas. La mujer es robusta, escueta, sin coquetería alguna, cabellos grisáceos y rotundo rostro mestizo cortado a tajos para una vigorosa escultura, con un traje sastre que evoca más a la directora de una escuela, a una ministra de gobernación, que no a una sensible poeta y delicada mujer, como en efecto lo era.
Del encuentro entre ambos, quedan tres testimonios. Una carta de Mistral, antes de conocerlo, que lo retrata con entusiasmo después de la lectura de “El hombre que parecía un caballo”:
¡Qué talento tan fascinante tiene en Ud. su Centro América! Debería un gobierno honrarse con editarlo. Ud. es un clásico vivo, una mente tan fina como la de Darío. Pena grande que su salud esté quebrantada, que no siga Ud. escribiendo para honra de nosotros: una verdadera desgracia.
Queda también un estupendo relato de Arévalo Martínez llamado “La signatura de la esfinge”. El poeta había tenido la iluminación de escribir una serie de cuentos en los que encontraba, en los seres humanos, la lectura de su personalidad en clave animal. En “El hombre que parecía un caballo”, había descubierto la semejanza del poeta colombiano Porfirio Barba-Jacob con un equino (y la amistad se rompió). En “La signatura”, escrita después del encuentro con Mistral, se reproduce el diálogo entre Elena y el profesor Cendal, experto en arcanos y símbolos. La protagonista se queja de un presunto ostracismo, que le es provocado por su potente personalidad. El profesor Cendal elabora una descripción minuciosa de la mujer y al final tiene una revelación casi mística: Elena es una leona. No parece una leona, sino que lo es. Su “signatura” es “la signatura de la esfinge”. ¡Cómo no pensar en Mistral!
También queda un misterioso poema, uno de los mejores de Arévalo. Se llama “Balada del amor maduro” y dice así:
BALADA DEL AMOR MADURO
Una dulce noche de la dulce vida,
Con el alma triste toda conmovida
Por el raro encuentro de un callado amor,
Estando ya viejo, yo tuve a mi vera,
Ceñida a mi brazo, vieja compañera
Que a beber me daba juvenil licor.
Una noche llena de estrellas, de halago
De aromas nocturnos, del rumor de un lago
Que se debatía bajo de mis pies,
Tuve entre mis manos, de esperar urgentes,
Otras viejas manos, suaves y calientes
Que ya no pudieron librarse después.
¡Esperamos tanto, oh, hados obscuros!
Unas horas antes, aún no maduros
Porque estos encuentros son de eternidad,
El lagar del tiempo, como dos racimos
Verdes, nos desecha si nos reunimos…
¡Es la hora! Las almas no tienen edad.
En crecer vivimos hasta hoy ocupados
Tenemos la talla necesaria, ¡oh hados!;
Pero no un día antes ni un día después.
Todos los instantes dejaron sus huellas
En nuestras conciencias, fragmentos de estrellas
Y esperó este lago que está a nuestros pies.
¿Qué pasó entonces, en el chalet del lago de Amatitlán? En realidad, no importa. Cuando la hierática poeta chilena pensó en viajar a Guatemala, no podía saber que tendría un encuentro intenso y enriquecedor. Nosotros, en cambio, sabemos que, de ese encuentro, hay un cuento y una poesía que restan en la memoria de nuestra literatura y que nos hablan de tiempos otros, con vidas lentas y pasiones perdurables, de memorias y de susurros, de un lago y dos poetas.
Publicado originalmente en Dante Liano blog