Por Héctor Silva Ávalos
“Quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”. La frase la pronunció el 14 de agosto de 1985 Julio César Strassera, el fiscal argentino que acusó a nueve militares de su país de crímenes de lesa humanidad -desapariciones, asesinatos y tortura- cometidos entre 1976 y 1982 durante una de las dictaduras más brutales que haya conocido América Latina.
Antes, durante el alegato final después de casi cuatro meses de juicio, Strassera dijo: “Lo argentinos hemos tratado de obtener la paz fundándola en el olvido y fracasamos… Hemos tratado de buscar la paz por vía de la violencia y del exterminio del adversario y fracasamos… A partir de este juicio y de la condena que propugno nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido, sino en la memoria, no en la violencia, sino en la justicia”.
Ricardo Darín, el actor argentino más respetado de su generación, da vida a Strassera en la película: Argentina 1985, del director Santiago Mitre, el primer largometraje de ese país que trata a profundidad los juicios a los militares que dirigían el general Jorge Rafael Videla y el almirante Emilio Eduardo Massera, jefe de la Armada y de la Escuela de Mecánica de la Armada, la ESMA, uno de los centros de detención, desaparición y tortura más grandes del país.
Argentina 1985 es una película contada con las claves cinematográficas del cine de drama judicial, sobre todo como las ha confeccionado Hollywood, con un arco narrativo que parte de la presentación del caso y los protagonistas para terminar en la dramatización del litigio en la corte. Pero esta es una película que, desde la presentación de su protagonista, el fiscal Strassera que interpreta Darín, se aleja de cualquier pretensión efectista para adentrarse en el dilema existencial del fiscal acusador, un funcionario gris al que la historia puso en un lugar crítico, un sitio en el que la duda, la tibieza y la cobardía no podían caber. De ese dilema, que es el de ponerse a la altura de ese llamado de la historia o dejarlo pasar, parte la narrativa de la película. Y funciona muy bien por las capacidades incontestables de Ricardo Darín.
Uno de los momentos más importantes de la película, que es también el de este juicio que abrió el camino a la justicia transicional y restaurativa, primero en Argentina y luego en América Latina, es la entrega del alegato final, ese en que Strassera aboga por condenar a los militares para que una paz basada en la justicia sea posible.
El gran logro, en la escena que recrea la lectura, es que la actuación de Darín permite que el protagonista sea el alegato mismo, no el fiscal Strassera. Ese texto del alegato es, dicen especialistas en derechos humanos, una de las argumentaciones fundacionales de la justicia restaurativa latinoamericana. Si se lo lee entero, el argumento del fiscal aparece como una especie de manual jurídico en el que se asientan los alegatos de todos los fiscales y abogados que, después de él, pidieron castigar a uniformados y funcionarios civiles que participaron en atrocidades similares a la de los oficiales argentinos a lo largo del continente.
Citando a juristas europeos, Strassera reivindica el uso de las leyes penales para buscar retribución -una venganza controlada la llama- para las víctimas. La lógica, dice el fiscal, es que toca al Estado buscar esa retribución para que la misma no se ejerza de cuenta propia, fuera de la ley. No está, esa parte, en el alegato que pronuncia el actor Darín en la película, pero hay que rescatarla.
También aborda el texto de Strassera la respuesta al que es acaso el mayor bulo al que han acudido los asesinos, los torturadores y sus cómplices: que las barbaridades se cometieron en situaciones de guerra interna, en la que ellos, vendiéndose siempre como héroes, combatían a un enemigo, la subversión, que amenazaba con destruir a la patria. No, dice el fiscal: “Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan hechos políticos o contingencias del combate”.
Y sigue: “Yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral”.
El gran mérito de Ricardo Darín, en su actuación en Argentina 1985, es la mesura, que tampoco parece fácil de alcanzar al revivir un alegato como este, un drama humano como este. Y el gran mérito del director de la película, Santiago Mitre, es crear el lenguaje cinematográfico que permite a Darín lograrlo. No hay aquí musicalizaciones, encuadres efectistas de la cámara o gestos actorales innecesarios; lo que hay es un gran actor entregando un gran texto.
Pero si Argentina 1985 quería ser una película extraordinaria tenía que solventar otro reto con la misma solvencia con que resuelve el asunto del alegato final; tenía que encontrar el tono dramático adecuado para entregar los testimonios de las víctimas, que, aun más que la intervención final del fiscal Strassera, están al centro del significado histórico del juicio a las juntas militares argentinas. Poner a las víctimas como los sujetos más importantes de la acción penal en estos casos, nos ha enseñado la historia posterior de la justicia transicional, no siempre ha sido fácil. No ha sido fácil, primero, para las víctimas.
Al principio de la película, cuando entiende que será el fiscal a cargo del juicio a las juntas, Darín entrega esta línea del fiscal Strassera: “La historia no la hacen tipos como yo”. Conforme la narración avanza, entendemos algo trascendental: el motor que en realidad termina moviendo a Strassera y a su equipo de abogados jóvenes -los viejos o más fogueados estaban demasiado ideologizados o acobardados para trabajar en esto- es el valor de las víctimas y sobrevivientes de pararse frente a sus torturadores a contar sus historias. También aquí la entrega de los intérpretes es exacta, alejada del melodrama, cercana al dolor seco.
Uno a uno, los testigos pasan frente a la cámara, con el gesto apropiado para mostrar su dolor. Lo que dicen, y cómo lo dicen, es devastador.
Laura Paredes se llama la actriz que interpreta a Adriana Calvo de Laborde, una de las víctimas de la junta que testificó en el juicio. Ella cuenta cómo sus torturadores la vieron parir en un carro patrulla y luego, recién parida y desnuda, la obligaron a trapear los pisos de un recinto militar sin permitirle abrazar a su bebé. Es uno, solo uno, de los cerca de 800 testimonios recogidos por el equipo de Strassera.
“Este juicio y esta condena son importantes y son necesarios para las víctimas que reclaman y para los sobrevivientes que merecen esta reparación… Se trata de que a partir del respeto por la vida y del sufrimiento de cualquier ser humano restauremos entre nosotros el culto por la vida”, dice el fiscal en su alegato final.
Al salir del cine, cuando uno es un centroamericano de la generación que creció en las guerras de los 80, uno sale golpeado. Sobre todo porque se entiende que hay, en nuestra esquina del mundo, muchos más Videlas y Masseras libres que el puñado a los que los Strassera centroamericanos han logrado meter presos. Y porque se entiende también que la lógica perversa de matar, torturar, encarcelar y aniquilar sigue muy viva entre los herederos de aquellos esperpentos uniformados.
Sí, hubo una Guatemala que fue capaz de poner a sus víctimas al centro y aprovecharse de su valentía para condenar por genocidio a un dictador de nombre Efraín Ríos Montt. Y también hubo una Guatemala que soñó con un lugar como el describió Strassera, un país que, de a poco, logró salir de sus “niveles tribales”. La Guatemala de hoy, sin embargo, la que persigue a sus fiscales y sus jueces, ha vuelto a vivir dirigida por el poder de los brutos.
También hubo esperanza en El Salvador, donde la ola de esperanza llegó primero a Centroamérica tras las guerras internas con los Acuerdos de Paz de 1992. Hubo intentos de poner a las víctimas al centro, pero los brutos volvieron a ganar. Y hoy, también, muchos de esos brutos gobiernan bajo un estado de excepción en el que también, so pretexto de “contingencias del combate”, se encarcela, se tortura y se mata. Y hoy, como no ocurría hace 70 años en el país, gobierna un hombre que se entiende como un héroe que, por bien de la patria, debe de gobernar de forma indefinida. “Desde 1983, Argentina vive en democracia ininterrumpida”, dice un cartel al final de Argentina 1985. Eso, en 2022, ya no puede decirse de El Salvador.
“Nunca más”, pidió Strassera. En Centroamérica la atrocidad sigue ocurriendo y por eso es importante volver al valor de las víctimas, las viejas y las nuevas, y a lo que promulga el alegato final contra un poder que se entiende invulnerable.