Por Edgar Esquit
La idea de Independencia de Guatemala en 1821 es un recurso cultural y político de las clases dominantes que, aún en el siglo XXI, intentan usar la idea de nación creada en el siglo XIX, para imponer sus intereses políticos y capitalistas. A lo largo de dos siglos, el discurso alrededor de este hecho –la Independencia- ha sido trivial y su producción simbólica es simplista. No obstante, la Independencia como proceso político y social que reestructura los sistemas de dominación colonial y los mecanismos de violencia sobre la gente pobre, ha sido impresionante y extraordinaria a lo largo de los dos siglos de formación estatal; por ello es importante comprenderla.
Para las elites del país, la noción de Independencia pretende marcar un antes y un después en el imaginario sobre la existencia de Guatemala como una nación y su progreso. En la realidad se ha constituido en una etapa más de la dominación colonial, porque los grupos que la dirigieron y la prolongaron en los años subsiguientes se constituyeron como gente extraña, colonizadores, que impusieron su dominación sobre pueblos y comunidades racializadas e inferiorizadas.
Junto a esto es importante decir que, durante los últimos 200 años, muchos de estos sectores -las elites criollas, las elites ladinas, la oligarquía y los militares- también estuvieron bajo el control o trabaron alianza con grupos poderosos de países como Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Esto quiere decir que, si los criollos se independizaron de España en 1821, rápidamente entraron dentro del círculo de otras elites occidentales quienes, finalmente, establecieron sus formas de dominación y explotación sobre el resto de la población. En este sentido, las elites de Guatemala, no fueron víctimas del dominio extranjero, sino sus aliados convenientes, para la explotación del resto de gente que habitaba o habita el país. Durante dos siglos, la oligarquía y los militares sacaron provecho de su papel de intermediarios internacionales o de capataces de la finca llamada Guatemala, que así era o es considerado este país, desde fuera.
En los siglos XIX y XX, las elites gobernantes hablaron mucho sobre el progreso, la regeneración, el orden y la preeminencia de la ley. Esos conceptos que vinieron desde lugares como Estados Unidos o Francia, fueron repetidos en Guatemala como frases huecas pues no tenían contenido teórico o filosófico y, mucho menos, un lugar en la realidad. Esas palabras fueron usadas como piezas o comodines de una política formal, mentirosa e hipócrita que buscaba enmascarar o cubrir los mecanismos violentos a través de los cuales se construían las relaciones entre personas y grupos. En la realidad, la gente era forzada a vivir en condiciones inhumanas; en el trabajo, por ejemplo, no predominaron los contratos sino la coacción, la intimidación e incluso la muerte; el hecho general fue así, la violencia en lugar de la libertad, la segregación en lugar de la autonomía, el racismo en lugar de la igualdad y la dignidad. La ley misma fue elaborada como un mecanismo al servicio de la violencia, no como la construcción de derechos para la convivencia.
Junto a todo esto, algunos sectores de la elite intentaron crear la idea de Guatemala como una nación, es decir, como una hermandad. Esa colectividad tenía un Estado, una entidad que representaba el contrato o el acuerdo de los ciudadanos para vivir unidos en el mismo territorio y espacio político. Esa idea que parece interesante, sin embargo, nunca ha respondido a la realidad. Las ideas sobre nación y Estado, por un lado, han servido para reproducir la riqueza de los poderosos de este país y, por otro, para mantener al resto de la población bajo control. Esto es así porque las personas que hablan de la nación guatemalteca desde sus lugares privilegiados, en realidad nunca han sabido escuchar a los campesinos, a las mujeres, a los mayas, a los trabajadores asalariados, no han sabido entender sus historias, opiniones e intereses. Muchas de ellas enunciadas a través de gritos de dolor, angustia y enojo a lo largo de los últimos 200 años.
La idea de nación como hermandad o como unidad solo intenta cubrir una realidad llena de injusticias, de violencia, de desigualdad y de muerte. Es muy fácil advertir todo esto al comparar los discursos de los poderosos con la vida cotidiana que experimenta cada persona. Por ejemplo, en muchos de los libros que usan los niños en las escuelas de educación primaria se pueden leer pequeños párrafos en donde se habla de Guatemala o de Centroamérica como espacios de fraternidad, como países en donde la gente lucha por sacar adelante o hacer grande a su nación, todo es paz y armonía. En esos discursos no se habla de cómo, durante estos últimos doscientos años, la mayoría de las mujeres no han tenido derechos de ciudadanía y que, a pesar de sus muchas formas de protesta, la mayoría de ellas siguen siendo tratadas como sirvientas, en muchos momentos y a través de múltiples mecanismos.
A pesar de la violencia en la que ha transcurrido la vida de la gente en Guatemala y aún, con los discursos que intentan borrar la realidad y el pasado de las comunidades y los pueblos, éstos siguen narrando sus propias historias. Así, es importante dejar claro que la narrativa y los intereses de los ricos no predominan siempre. Ellos muchas veces logran infundir miedo e imponer sus símbolos de poder y de nacionalidad oligárquica, no obstante, en otros momentos pierden el control y sus discursos encuentran replicas contundentes desde la vida cotidiana de la gente o desde posiciones políticas claras o evidentes de los sectores subordinados y explotados.
Por un lado, las clases y pueblos dominados, a lo largo de los dos últimos siglos, desarrollaron y desplegaron acciones a través de sus organizaciones comunales o gremiales, cuestionando los sistemas de dominación. Desde el siglo XIX hasta la actualidad, muchos campesinos y trabajadores del campo cuestionaron los sistemas de trabajo forzado, por ejemplo, huyendo de las fincas y dejando los trabajos a medias (los finqueros y capataces calificaron estas acciones como pereza, no quisieron verla como protesta). En otros momentos, aprovecharon las coyunturas políticas para enfrentar los sistemas de dominación, como sucedió durante la caída del presidente Manuel Estrada Cabrera en 1920. En esos años, los jornaleros agrícolas de diversos lugares de Guatemala aprovecharon la coyuntura para protestar en contra del sistema de deuda por trabajo, tan extendido en las fincas.
Los trabajadores del campo, trataron de usar los argumentos estatales para pedir derechos. En los escritos que mandaban a los gobernantes (a los jefes políticos o al presidente), muchas veces exigieron ser tratados como ciudadanos, tal como lo establecía la Constitución. Intentaron usar el lenguaje del poder para mostrar que ellos tenían derechos pero que, en la realidad, eran tratados como sirvientes. Así lo hicieron varios kaqchikeles de Tecpán, en 1920, cuando afirmaron que en diferentes fincas eran tratados como parias y no como ciudadanos, afirmaron que, como tales, se les había quitado todos los derechos que la Carta Magna les había otorgado. Pidieron al nuevo gobierno de Carlos Herrera, 1920-1921, que de ese momento en adelante no fuesen tratados como cosas sino como humanos y según lo definían las leyes del país.
Durante los dos últimos siglos, muchos líderes de las comunidades indígenas implementaron mecanismos culturales y políticos para vivir en autonomía, frente al poder de la iglesia, las fincas, los ladinos o el gobierno de Guatemala. Las formas de organización política local fueron espacios de construcción de la vida comunal en donde los indígenas trataban de darse una vida propia a pesar de que estaban asediados por múltiples enemigos. En diversos momentos de los siglos XIX y XX, los líderes comunales desafiaron al gobierno de Guatemala con el fin de mantener su propio sistema político. Al mismo tiempo, la gente de las comunidades también mostró que eran objeto del racismo (maltrato se decía) y por eso exigieron respeto y dignidad. La lucha de los mayas contra el racismo revelaba que Guatemala era una entidad racializada y que el poder de los ricos también se estructuraba sobre ese maltrato (racismo) hacia los indígenas.
Junto a todo esto también es necesario decir que los grupos subalternizados, a pesar del trabajo que hacen las elites por imponer sus discursos históricos universalizantes o únicos, mantienen sus propios discursos sobre el pasado de las familias y las comunidades, palabras que son difíciles de borrar. Esos imaginarios históricos de la gente permanecen y son poderosos en los momentos de lucha, pero también en la vida cotidiana. Las narrativas sobre la vida comunal, sobre la relación de los humanos con la naturaleza, la vida de los antepasados y su vinculación con los hombres y mujeres de la actualidad, son historias poderosas que hablan no solamente sobre la forma de mirar el mundo sino de cómo construirla, es decir, sobre política. Las narraciones históricas dominantes sobre la nación y el Estado tratan de desalentar estas narrativas comunales definiéndolas como subsidiarias de la historia estatista o nacionalista, usando conceptos como tradición, mitos, leyendas, cuentos, etc. Es decir, intentan sacarlas de su contexto para despolitizarlas y con eso domesticarlas definiéndolas solamente como producciones culturales menores y no como herramientas o recursos políticos de los grupos dominados.
La forma en que los pueblos indígenas y otras colectividades enfrentan la vida y el poder de las elites nos muestra que los espacios de vida, tanto el territorio como las comunidades, son lugares heterogéneos. Si hay algo que celebrar en la actualidad, deber ser la diversidad de formas de vida y la lucha de las personas y las comunidades por mantenerse vivas a principios del siglo XXI; esto es a pesar de la nación criolla y el Estado violento de Guatemala. No es posible celebrar o conmemorar una nación cuya historia se ha entrelazado con la violencia y la imposición de una forma de ser, colocada encima de los mundos diversos. Si la acción es construir y pensar hacia el futuro, lo primero que hay que hacer es cuestionar el Estado y la nación criolla, construidas en el siglo XIX. Esas entidades que buscan perpetuarse en el siglo XXI a través del neoliberalismo y las ideas vagas y dudosas sobre multiculturalismo e interculturalismo. Lo que debe prevalecer hacia futuro es la autonomía de los pueblos y los derechos de hombres y mujeres de existir en la heterogeneidad, sin los límites que impone el Estado y la Nación criolla patriarcal colonial guatemalteca.