Por Dante Liano
Los números constituyen, entre las creaciones abstractas del ser humano, una de las manifestaciones más transitadas por imágenes, metáforas, símbolos y alegorías. El número 1 puede significar todo, lo Uno, lo Universal. Sin embargo, cuando se trata de beber un cálido trago de sediento licor, se dice: “uno no es ninguno”, con esa deliciosa doble negación del español, imposible en lengua inglesa, que sentenciaría, tajante: “one is no one”. Y el que afirma “Mi nombre es Ninguno” es Ulises, quien se refugia en la niebla del tuerto anonimato delante del amenazador Polifemo. Uno es el universo pero también es la multitud. “¿A quién le compraste ese peine?” “A uno que los vendía en el mercado”. Uno es el principio rector del cosmos, es Dios, y al mismo tiempo nada, nadie, nunca.
Más triste, el destino del 2. Porque dos es la duplicación del 1, que, se ha dicho, no es ninguno. El 2 es dos veces ninguno. Uno de los resultados más melancólicos del mundo es llegar segundo a todo. Ser el segundo en una competición equivale a una forma elegante de haber perdido. Ser el segundo hijo lo sabe la lengua española, creadora de la palabra “segundón”, el que pudo haber recibido toda la herencia y se quedó con un puño de moscas en la mano.
Más que el 1 y el 2, el 3 se alza con el trono de la perfección absoluta. En la tradición occidental cristiana, el 3 era el número perfecto, porque representaba a la Santísima Trinidad, esto es, a Dios mismo, uno y trino simultáneamente. Hasta el descubrimiento de América, que vino a revolucionar el mundo, el 3 representaba a Dios pero también al mundo, porque tres eran los continentes: Europa, Asia y África. América fue un terremoto conceptual, porque descalabró la perfección del universo conocido. Generó grandes e interminables debates escolásticos en las universidades y en los conventos, ejercicio de espejos paralelos.
Saltemos el 4, porque es dos veces dos, o sea, la duplicación del fracaso. Sin embargo, en la tradición judía el 4 contiene el nombre de Dios, el Tetragrámaton, palabra impronunciable que contiene solo vocales, y porque el nombre de Dios es inefable. Se escribe con 4 letras, pero se desliza su pronunciación al secreto del tabernáculo. Y saltemos el 5, figura de gordo o embarazada y el 6 por repetitivo.
Vamos al número más simpático de la primera decena: un número que compite con el tres como símbolo de la perfección. Estoy divagando sobre el maravilloso número 7. (Los blogs autobiográficos son aburridos, pero no puedo callar que nací en un domingo 7 –famoso en español por un dicho: “que en todo se mete”–, a las 14 horas (dos veces siete), después de que mi señora madre había satisfecho un antojo de embarazada, comerse un tamal dulce. El 7 ha sido el árbol que me ha cobijado en la vida, porque todas las casas en las que he vivido han llevado el número 7, y las dos excepciones son múltiplos de siete). El siete es símbolo de buena suerte, en casi todo el mundo, y por ignotos motivos el 7 es sinónimo de “culo”, que en Italia equivale a muy buena suerte, en España se dice sin reticencias y en América Latina, colonizada, abochornada y reprimida, no se dice me duele el culo, sino me duele el siete, si te duele.
En realidad, la inspiración de este blog es un número que no voy a mencionar. Debo tal inspiración a un rey de España, que tampoco voy a mencionar, pero que se llamaba Alfonso. Ese número inefable es el enemigo del 7, pues dícese que trae mala suerte. Tanto, que en las filas de asientos de una compañía aérea española, la fila con ese número no existe. Se atribuye la mala fama de tal número al hecho de que la última cena le trajo muy mala suerte a Jesucristo. De esa cena salió el traidor Judas a delatar a su divino maestro. Y luego se ahorcó. Es decir, el numerito le trajo también mala suerte a Judas. En Italia, si al componer una mesa se advierte que los invitados corresponden al número de los comensales de la última cena, se hacen micos y pericos para que el número aumente o disminuya. Pero la apoteosis de este número (y motivo de este blog) es recordar al innombrable rey de España, que asumió el poder en 1902 y apenas fue coronado, dio inicio a los estragos de su infausto número. No aludo a los desórdenes sociales que agitaron a España durante su reinado: huelgas, asesinatos de obreros y patronos, asesinatos de primeros ministros y un golpe de Estado de manual. Me refiero a su vida personal. Sufrió siete atentados, uno de ellos en el año y día del número que, aciago, lo agobiaba. Dos de sus hijos murieron pronto, porque, hemofílicos, no sobrevivieron a sendos accidentes. Otro quedó sordomudo. Pero lo peor de todo fue la fama: entre la gente, viendo la cantidad de desgracias que lo aquejaban, corrió la voz de que no solo tenía mala suerte, sino que la esparcía y contagiaba a los demás. Quizá, cuando en 1931, fue expulsado de España al declararse la Segunda República, sintió un gran alivio, libre al fin de la maldición popular y del número que la generaba.
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