Esta historia es un vistazo a la Nicaragua machista y rural, diversa y valiente, excluyente y resiliente. Es un relato en primera persona contado en conjunto entre su protagonista y Jacob Ellis, activistas LGBTIQ+, que quieren decirle al mundo cómo viven las personas trans en su país y cómo luchan para salir adelante.
Mi nombre es Yasuri Potoy Ortiz y nací en la isla Ometepe, en medio del lago de agua dulce más grande de Nicaragua y de Centroamérica, y al lado del volcán Concepción y el de Madera. Por mis venas corre la sangre de gente humilde y trabajadora, que respeta la naturaleza y ama su tradición.
En mi niñez viví varias situaciones que marcaron mi vida para siempre. Unas fueron tristes, como a los 6 años, cuando me cayó una olla con agua hirviendo y por las quemaduras estuve internada por un mes en el hospital infantil conocido como ‘La Mascota’. O los ataques de epilepsia, que fueron frecuentes después de un golpe que recibí cuando me caí de un árbol, y que en una ocasión casi me cuestan la vida, pues no había un hospital o clínica cercana a la cual me pudieran llevar.
Pero lo más duro fue durante la primaria, en el colegio. Siempre fui víctima de bullying. Los otros niños me decían ‘cochón’, ‘maricón’, ‘playo’ —como se llama despectivamente a las personas homosexuales en Nicaragua—. Esas palabras eran muy hirientes y yo me sentía muy lastimada, al punto de tener que negar mi identidad de género y mi orientación sexual. Pensaba que solo así podía parar los ataques, tratando de aparentar —según mi inocencia— ser como los otros niños.
En algunas ocasiones, mi hermana, que es dos años mayor, me defendía y hasta intercambiaba golpes con otros chicos. Sin embargo, el miedo y el dolor nunca me abandonaron.
En la adolescencia mi expresión física estaba por definirse y darse a conocer por completo, pero mi voz no tuvo un cambio radical como suele ocurrir con los adolescentes varones. Al contrario, se tornó más femenina y bastaba con que dijera una palabra para que los demás asumieran que yo era homosexual.
Pero lo que marcó mi vida para siempre ocurrió en el segundo año de secundaria, a los 15 años. Entonces conocí a un chico gay, que fue hasta mi casa para invitarme a participar en un concurso de belleza. Y ahí empezó la historia de reconocer mi verdadera identidad.
Yo nunca antes había participado en un concurso de belleza, pero me sentía motivada a participar para ganar el premio, que eran 1,500 córdobas -unos 78 dólares de ese entonces-; para aquellos tiempos parecía una buena plata. Recuerdo que se acercaba el Día de la Madre y yo quería darle un buen regalo a mi mamá, que ha sido incondicional conmigo. Con esa motivación decidí aventurarme a participar. En ese evento me pude reconocer por completo.
El nacimiento de Yasuri
El gran día del concurso viajé 6 kilómetros de mi pueblo, Altagracia, en autobús hasta Urbaite. Me sentía ansiosa y a la vez con miedo, ya que todavía era una niña. Al llegar conocí a otros chicos gays de Masaya que eran travestis y a quienes después nunca más volví a ver.
Ese día me preguntaron si yo tenía un nombre para participar en el concurso y respondí que no. Así que ellos me pusieron el nombre de Mística Yasuri Johnson.
El organizador del evento nos dio el vestuario y el maquillaje, y así empezó mi transformación. Tras dos horas de preparación, incluyendo la perforación repentina de mis orejas para ponerme los aretes, estaba lista para verme en el espejo. Aun puedo recordar esa imagen. Basta con cerrar los ojos y revivir ese momento:
Por primera vez en la vida me ví mujer, me reconocí mujer y fuí mujer, pudiendo expresar y poner un nombre a lo que desde niña sentía.
La feminidad que reflejaba mi cuerpo en el espejo me emocionó y mi identidad quedó firme. Y al mismo tiempo sentí la solidaridad de las otras chicas. Una me ayudó a vestirme y además me dijo que tenía un rostro muy hermoso. Eso me reconfortó. En ese momento ya sentía que formaba parte de un grupo, que era aceptada y, sobre todo, que por fin mi identidad estaba clara para mí.
Pero en el mismo momento en que nací como Yasuri también conocí el miedo de ser una mujer trans y estar expuesta a la violencia, solo por mi apariencia, en un ambiente machista.
Esa noche tuve dos cambios de vestuario. Uno era un traje casual ajustado al cuerpo, de mangas estilo campana y color brillante, y el otro era un vestido de noche estilo princesa. Ya nos habían dicho en el evento que no utilizaríamos traje de baño, ya que no sabíamos lo que nos podía pasar en una comunidad tan conservadora y un público poco abierto a la diversidad.
Todas disfrutamos del evento, pero teníamos cierto temor de ser golpeadas o agredidas si las cosas se salían de control.
En el transcurso de la noche, en aquel local, que era muy pequeño, las personas ya no cabían. Algunos se subieron a una cerco para poder observar el evento de belleza desde afuera. En esa localidad nunca se había realizado un evento gay, que no eran comunes en toda Nicaragua, ni bien vistos por la sociedad y menos por las autoridades religiosas.
Siempre he sido elocuente para expresarme, lo cual me permitió tener una excelente participación en el escenario. Recuerdo que no sentía temor, ni pena. Había una voz interior que a gritos exigía ser escuchada y fue así que las personas quedaron admiradas por mi participación. Aunque al final obtuve el segundo lugar en el certamen, había ganado mucho más que eso.
Sobre todo, había ganado mi identidad.
Pueblo chico, infierno grande
Aun con el segundo lugar del concurso yo debía recibir un premio en efectivo y eso me llenaba de mucha felicidad, ya que le iba a poder obsequiar algo bonito a mi mamá para el Día de la Madre.
Cuando fui con la persona que organizó la fiesta, me dijo que no había ganancias por el evento y que con los ingresos sólo había alcanzado a pagar los costos de organización. Yo me sentía estafada. La noche anterior aquel local había estado abarrotado de personas y seguro que el dueño del local tenía suficiente dinero para recompensarnos. El único premio que obtuve fueron 5 córdobas -unos 25 centavos de dólar-, lo que costaba el pasaje del autobús para regresar a mi casa.
Fue una noche agridulce. Yo ya me sentía mujer, pero inmediatamente después me enfrenté al machismo que sufren las mujeres en mi país y la región. El organizador del evento se aprovechó de las participantes y no quería reconocer nuestro esfuerzo. Y es que ser mujer en una sociedad patriarcal es estar en una clara situación de desventaja todo el tiempo. Eso me dolió porque yo había ido a ese concurso para ganar dinero y agradar a mi mamá con un regalo, que de otra forma era imposible de comprar.
Entonces vivíamos en una situación económica muy difícil, y por eso no se celebraban ni cumpleaños ni fechas especiales; nunca tuvimos pasteles de cumpleaños ni regalos de Navidad, tampoco ropa nueva para Año Nuevo.
Al llegar a casa, mi mamá ya estaba enterada de que yo había participado en el evento y en el pueblo todos hablaban sobre eso. “¿Y ahora qué va a pensar la gente de vos?”, me dijo. En mi tierra se cumple el dicho “en pueblo pequeño infierno grande”. Y es porque las noticias vuelan y pasan de boca en boca con rapidez. Yo le respondí que la única opinión que me importaba era la de ella. En realidad, me sentía avergonzada por haber llegado con las manos vacías a casa y me dolía saber que “el regalo” de cumpleaños que le dí a mi mamá fue el escándalo que se armó en el pueblo.
Este hecho tuvo una gran relevancia en la comunidad. Recuerdo que los directores de mi colegio me hablaron durante media hora sobre la Biblia y sobre moralidad. Al finalizar todas sus prédicas mis palabras fueron: “Corríjanme cuando incumpla las normas del colegio, pero fuera de él lo que yo haga es personal y eso se debe respetar”.
Con el tiempo, ese hecho fue quedando en el olvido, pero siguieron los ataques a mí.
Seguí creciendo y las burlas eran mayores. Soy una mujer con rasgos indígenas en el rostro y también por eso me discriminaban. Me decían que era una ‘cacique’ y otras cosas, como si tener sangre indígena fuese algo malo. En medio de toda esa hostilidad logré terminar la secundaria y no tenía ganas de volver a enfrentarme a las burlas. Así que durante los dos años siguientes no hice nada. Había descubierto mi identidad, pero también el odio de la sociedad a las personas diferentes. Eso me había inmovilizado.
En medio del ocio observaba que las personas que se habían graduado conmigo se seguían superando gracias a sus estudios universitarios. En ese momento sentí la necesidad de crecer y no quedarme estancada. Así que decidí entrar a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua), una universidad pública y con reconocimiento.
Yo quería estudiar, pero me invadió un miedo que no me dejaba tranquila. Por las noches soñaba que me señalaban, que se burlaban de mí; tenía mucho miedo a ser discriminada por la sociedad que no acepta la diversidad. Pero me armé de fuerzas y me dispuse a trabajar mis miedos.
Entre la tolerancia y la violencia
He sido humanista y eso me motivó a elegir la carrera de Enfermería. Así que en 2014 logré ingresar a la universidad y encontré un mundo de tolerancia, pero no de aceptación. Había apertura a las personas sexualmente diversas e incluso recuerdo que participé en un certamen de belleza llamado Miss Top Model Gay Universitario, que logré ganar en el 2016, cuando cursaba mi tercer año de la licenciatura.
La universidad no era totalmente abierta e incluyente para la población LGBTIQ+, aunque sí se podría decir que era tolerante. Sin embargo, también conocí una faceta de la discriminación y violencia a la diversidad.
En los pasillos, los estudiantes machistas me miraban de forma despectiva, se burlaban de mí y me insultaban. Recuerdo intercambiar unas cuantas palabras con algunos chicos y chicas que me quisieron lastimar. Una de mis mejores amigas fue una docente que siempre aceptó y respetó mi identidad de género; siempre me llamó con el nombre de Yasuri. Otros catedráticos intentaron entenderme, pero a la vez se resistían; hubo uno que me reprobó porque no toleraba mi identidad.
En fin, yo siempre estaba en una posición más vulnerbale que mis compañeras y compañeros a quienes se consideraba “normales” (cisgénero y –heterosexuales). Y sabía que tendría que acostumbrarme a eso.
En el área administrativa de la universidad también pasé por humillaciones. La responsable del programa de becas una vez me dijo que, si era seleccionada para recibir una beca, me enviaría a las casas de varones porque yo no era una mujer. “Quiera o no, usted es un hombre”, me dijo.
Las agresiones de las personas me parecían aterradoras, pero la violencia llegaba hasta el ámbito institucional. Según el reglamento de la carrera, solo las mujeres podían tener el cabello largo y los varones debían llevar un corte masculino. A mí no me reconocían mi identidad como mujer, por lo que tuve que cortarlo. Fue muy duro porque para muchas mujeres trans, el cabello representa un valor que se relaciona con nuestra identidad. Por eso entendí que mi esencia no se define solo por mi cabello sino por lo que yo siento y por mi fortaleza interna, y al final lo corté.
En medio de tanta oscuridad, también hubo días de mucha luz. Y así como enfrenté con valor las violencias, también recibí apoyo de mis compañeros de clase y otros amigos.
Mis cómplices en estos amargos momentos me daban fortaleza y nunca se burlaron de mi apariencia. Otra aliada era mi prima, ya que al ser estilista, siempre buscaba un corte de cabello que fuera femenino y que se ajustara al reglamento de la universidad.
En la colonia donde vivía había un chico que era víctima de las drogas. Ese tipo de jóvenes que la sociedad llama ‘antisocial’, pero que para mí fue un gran aliado y compañero; recuerdo que un día me saludó delante de un grupo de 10 adolescentes del barrio, les dijo que yo era su amiga y que nadie se atreviera a hacerme daño porque se las verían con él.
Lo recuerdo con cariño y dolor porque fue una de las tantas víctimas humanas que el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo asesinaron a través de la policía y paramilitares el 30 de mayo del 2018.
La huída de una Nicaragua convulsa
Nicaragua salió a las calles en abril de 2018 para protestar contra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Yo me uní a la insurrección cívica de abril, pues al ser casi una enfermera, sabía que podía ayudar a quienes salían lastimados o golpeados en medio de la persecución que hacían policías y militares contra la disidencia.
Creo que por mi posición en los servicios de emergencia siempre fui tratada con respeto, aunque las otras compañeras trans también eran bienvenidas en los movimientos ciudadanos y hacían importantes aportes en la logística de la alimentación.
Yo estuve a cargo de la farmacia y pasaba todo el día ordenando medicamentos y entregando pedidos de los diferentes puestos que se había habilitado. Esa fue la mejor escuela que pude tener. Mi último puesto médico fue en la zona del kilómetro 14 carretera a Masaya; ahí atendí a muchos pacientes.
En medio de las protestas, que fueron reprimidas con brutalidad por el régimen, todas las personas podíamos ser un blanco de ataques. Pero las personas trans siempre éramos un blanco mucho más vulnerable. Las fuerzas armadas pensaban que podían cometer con nosotras las peores humillaciones y torturas, y nos amenazaban con exponer nuestra desnudez o burlarse de nuestra genitalidad, o incluso con violarnos o desaparecernos.
Sé que algunas compañeras lo pasaron muy mal en la cárcel. Yo sufrí acoso, difamación y amenazas en las redes sociales; todo el tiempo me decían que le harían daño a mi familia y a mí. Es algo que impactó en mi vida y que para superar tuve que recibir atención psicológica. Igual, sabía que cada día el riesgo era más grande.
Quedarme en Nicaragua no era una opción. Mi única alternativa era exiliarme para salvar mi vida. Si no lo hubiera hecho, creo que sería una más de las mujeres trans presas políticas.- Igual había sido víctima de la expulsión de mi universidad y la única esperanza de retomar mis estudios era en un país diferente. Ahora, en el exilio, aunque me siento más segura, no es fácil estar lejos de casa y lejos de mi círculo cercano. Además, no dejo de sentir cierto miedo e inseguridad porque sé que, a pesar de la distancia, ser un rostro visible de constante denuncia puede significar una sentencia de muerte ante un régimen dictatorial. De cualquier forma, lucho para salir adelante.
Tengo en mente a las señoras amigas de mi mamá, que decían: “pobrecita la Yasuri, ¿cómo va a hacer para salir adelante, si ellos son tan pobrecitos?”, “¿cómo va a terminar sus estudios si para eso se necesita mucho dinero?”. Y sí, tenían algo razón. No era fácil. Muchos días aguanté hambre, tuve que dormir en el piso y lloré de la desesperación, pero tuve la dicha de contar con muchas manos amigas que me dieron ayuda para seguir adelante.
En el 2018 yo estaba cursando mi quinto año de la Licenciatura en Enfermería con mención en Obstetricia y Perinatología. Pero mis estudios y mi carrera me fueron arrebatados, solo por salvar vidas y por no ser indiferente a las injusticias. Yo quería y quiero un cambio en mi país, para que prevalezca una sociedad diferente que se fundamente en el respeto, la democracia, justicia y goce pleno de los derechos de todes por igual.
Yo cuento mi historia porque sigo luchando por una mejor Nicaragua, más justa, incluyente y diversa. Ahora, a las personas trans aún nos miran de forma despectiva entre los grupos conservadores. Frente a sus ojos somos seres malditos, que cargamos con el estigma de ser portadoras de enfermedades, piensan somos la escoria de la sociedad y nos agreden tanto que somos excluidas o auto-excluidas de la sociedad; desde niñas o adolescentes nos cierran las puertas de la educación.
Si tan solo se tomaran el tiempo de conocernos y de reconocer nuestras capacidades, la historia sería diferente. No somos culpables de nuestra realidad, somos víctimas olvidadas a propósito, por la ignorancia de la sociedad.
Esta es una síntesis de mi vida. Yo tuve la fuerza para salir adelante. Fui atacada por ser mujer trans, discriminada por mis rasgos indígenas, pero me llenan de mucho orgullo, y obligada a refugiarse por la violencia política. Pero reconozco que hay muchas chicas trans que deben enfrentar obstáculos que les impone la sociedad y no les permiten avanzar.
Quise compartir mi historia, no para re victimizarme, sino para alzar la voz por la comunidad trans, sobre todo la que proviene de hogares humildes o por la que no tiene un hogar, también por las que no cumplimos con los estándares de belleza impuestos por el mismo sistema, por las que le han cerrados las puertas de la educación por su identidad de género y por las que muchas veces son invisibilizadas dentro de la misma comunidad LGBTIQ+.
Jacob Ellis nos cuenta la historia de Yasuri Potoy Ortiz, como parte de un proceso de formación para el fortalecimiento de capacidades en comunicación en el marco del proyecto Libre de Ser. Jacob forma parte de la Mesa de Articulación LGBTIQ+ en el Exilio (MESART). En la construcción de esta historia contó con el acompañamiento y la mentoría del periodista Javier Estrada y con la mano creativa del diseñador e ilustrador Diego Xocop, quien elaboró las ilustraciones que la acompañan.
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