El plebiscito y los apabullantes resultados en favor de una nueva Constitución son una etapa más de un proceso que se inició hace décadas, pero que tuvo a la ola de protestas iniciada el año pasado como un elemento fundamental. Los resultados muestran que, más que una polarización en la sociedad, lo que hay es un aislamiento de las elites.
El pasado 25 de octubre, más de siete millones de chilenos y chilenas votaron sobre si redactar una Constitución que reemplace la establecida durante la dictadura de Augusto Pinochet y cuál sería el mecanismo para hacerlo. Con 77% y 78% respectivamente, la decisión fue que se redacte una nueva Carta Magna y que el órgano encargado sea 100% elegido por la ciudadanía. Es decir, se votó por una Convención Constitucional frente a la propuesta alternativa de una comisión mixta integrada también por los actuales parlamentarios.
El plebiscito es una etapa más de un proceso que se inició hace décadas, con grupos que han tratado de una forma u otra de modificar el legado constitucional de Pinochet. Así, en los años recientes, vimos ejemplos como la campaña «Marca tu voto» en las elecciones de 2013, en la que 10% de los votantes escribieron «AC» en sus papeletas para señalar su preferencia por la creación de una Asamblea Constituyente (que es el equivalente a la Convención Constitucional aprobada). Luego, durante su segundo mandato, Michelle Bachelet logró la participación de más de 200.000 personas en cabildos y discusiones dentro del proceso de Encuentros Locales Autoconvocados, en los que los participantes discutieron sobre la Constitución que querían. El resultado fue un proyecto de texto constitucional presentado en los últimos días del gobierno de Bachelet y rápidamente descartado por el nuevo gobierno de Sebastián Piñera.
Pero el gatillo de todo este proceso lo dieron las protestas iniciadas el 18 de octubre de 2019 contra el alza del transporte público en Santiago, que rápidamente pusieron en cuestión la creciente desigualdad social que se arrastra en Chile. Después de un mes de protestas ininterrumpidas y con los militares en la calle, la elite política propuso una salida institucional consistente en un plebiscito y una potencial nueva Constitución.
Una amplia coalición por una nueva Constitución
Uno de los puntos más sorprendentes del resultado fue la magnitud del porcentaje obtenido por las opciones a favor de la nueva Constitución y la creación de una convención constitucional completamente elegida para este propósito. Ambas opciones lograron atraer a votantes más allá de los sectores más progresistas o de (centro)izquierda. Según datos de la encuestadora Cadem, que hizo un sondeo online entre las 19:30 y las 20:30 el día de la elección, detrás del «Apruebo» se encontraron sectores de la oposición, independientes y hasta un tercio de quienes se identifican con la derecha. Si bien hubo un sesgo generacional en favor de los más jóvenes, la opción «Apruebo» ganó en todos los grupos etarios, al igual que en los diferentes niveles de ingreso. Incluso, yendo a distinciones más finas, la opción por una nueva Constitución también tuvo mayoría entre los evangélicos, un grupo que se asocia a posturas más conservadoras y que estuvo en el candelero luego que varios de sus líderes más visibles salieran a hacer campaña por la opción «Rechazo».
Pero ese triunfo apabullante del «Apruebo» es, a la vez, el mayor desafío para quienes quieren encauzarlo en una movilización efectiva durante el proceso constituyente. A diferencia de lo que estamos acostumbrados, la coalición de votantes detrás de la nueva Constitución es la más amplia que se ha construido en la historia de Chile. Esto lleva a que los métodos tradicionales de la política del siglo XXI, que apela o bien a la excesiva diferenciación de las audiencias o bien al ejercicio de dicotomizar la sociedad entre «ellos» y «nosotros», se queden cortos. Es casi como si la «cadena de equivalencias» sobre las cuales se plantean las teorías de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sobre el populismo de izquierda ahora tuviera que hacerse cargo de electorados que escapan de los sectores progresistas u oprimidos.
Es cierto que muchos de los análisis muestran cómo el «Rechazo» logró ganar en las tres comunas más adineradas del país, que se encuentran en la esquina nororiente de Santiago, pero eso desconoce dos elementos claves que no permiten hacer una inferencia tan clara entre datos agregados y comportamientos individuales. Por una parte, dos de estas tres comunas tuvieron una distribución más cercana a 50% entre ambas opciones, mientras que en la elección presidencial de 2017 Piñera alcanzó allí 75%. Haciendo las salvedades de una posible falacia ecológica, esto es consistente con los resultados de las encuestas y muestra que incluso dentro de la elite –y del electorado clásico de la derecha– hay un segmento que sí está convencido del cambio constitucional.
El segundo elemento para considerar es que la magnitud de la derrota de la opción del «Rechazo» nos puede confundir respecto del hecho que esta tuvo una representación heterogénea en distintas zonas del país, lo que también plantea dudas sobre la distribución territorial de estos apoyos y cómo se comportarían en una eventual elección para la convención constitucional. En estricto rigor, lo importante es comprender que la derrota de la derecha no es tanto por haberse reducido como por haberse dividido. Y de una forma bastante fácil puede volver a juntarse en virtud de objetivos electorales.
Polarización o aislamiento
Ahora bien, esta diferencia entre los sectores más ricos del país y el resto no debe ser ignorada. Como se plantea más arriba, esta diferencia se viene reflejando en resultados electorales virtualmente desde el retorno a la democracia. Sin ir más lejos, mientras 56% de la población en Chile votó por terminar con la dictadura en 1988, el ex-distrito 23, conformado por las mismas comunas mencionadas (Vitacura, Las Condes y Lo Barnechea) mostró 59% de preferencias por la permanencia del dictador en el poder por otros ocho años. En Chile, tanto en el plano electoral como en el social, la elite ha estado a contrapelo del resto de la población.
Durante los últimos años, diversos analistas han hecho hincapié en la existencia de una creciente polarización política en Chile. Para ello, suelen usar como referencia el debate de las elites políticas, las discusiones en medios sociales como Facebook o Twitter o lo que se puede observar por los medios de comunicación. Sin embargo, cada vez que se han utilizado datos de encuestas o de otras metodologías de investigación de ciencias sociales, los resultados son menos claros. Es por eso mismo que es posible plantear que lo que vive Chile hoy es un fenómeno triple: una polarización de las elites, su aislamiento de las masas y la (re)politización de la ciudadanía.
Partamos de la polarización. Los estudios de Jorge Fábrega, Jorge González y Jaime Lindh (2018, 2019) han mostrado un vaciamiento del centro político, lo que podría ser consecuente con una tesis a favor de la polarización. Sin embargo, los mismos autores muestran cómo esto se debe en que una gran parte del electorado chileno ha dejado de sentirse identificado con las fuerzas políticas tradicionales. Es decir, es una crisis de identidad política más que de polarización. Esto es consistente con el trabajo de Carlos Meléndez y Cristóbal Rovira (2019) sobre formaciones de identidades políticas negativas, donde muestran que hoy es más eficiente entender la identidad política en términos de oposición a ciertos partidos que de apoyo a otros.
Pero donde sí hay polarización es en el nivel de las elites. En un análisis hecho en 2017 junto con Jorge Fábrega, señalamos que el Senado de ese entonces mostraba una clara distinción entre quienes se asomaban hacia la derecha y quienes lo hacían hacia la izquierda. Sin ir más lejos, en un trabajo similar, pero relativo al Tribunal Constitucional, encontramos que este órgano de control contramayoritario seguía el mismo camino que otros órganos políticos, asumiendo un rol cada vez más polarizado y consistente con las preferencias políticas de las elites que están detrás de sus nombramientos.
Estos datos, sumados a resultados de encuestas donde se manifiesta que la ciudadanía está agotada de peleas y divisiones entre representantes, muestra que uno más de los síntomas de la falta de conexión entre elites y votantes se expresa, concretamente, en que unos están más polarizados que los otros. Si tomamos como referencia los resultados del plebiscito, veremos que en algunas de estas zonas donde se concentra la elite –como Las Condes o incluso el barrio más céntrico de Providencia– las preferencias estuvieron más ajustadas que en el resto del país. Donde hay acuerdo en la enorme mayoría del territorio, es un desacuerdo en aquellas zonas donde se concentra la riqueza y el poder.
Ese mismo síntoma refleja el potencial aislamiento de estos sectores. Ya en el ámbito de los partidos hemos observado que el caso chileno es particularmente interesante ya que sus dirigencias tienen una desconexión persistente con la ciudadanía. En un análisis escrito a pocos días del levantamiento social de octubre de 2019, reflexioné sobre cómo el origen socioeconómico de quienes ocupaban las bancas en el Parlamento era radicalmente distinto al resto de la población. Las elites chilenas no solo se diferencian en términos de ingreso, sino que además tienen sistemas educacionales y de salud distintos. Pero lo que este plebiscito confirmó es que, además, se han parapetado en la precordillera santiaguina y construido su propio aislamiento físico y geográfico del resto de la sociedad chilena.
Finalmente, en el afán de reducir los niveles de conflictividad, algunos han confundido la (re)politización de la ciudadanía con una polarización. Una de las series de televisión más famosas del país, llamada Los 80, retrata la vida de una familia de clase media durante la dictadura. En medio de una discusión sobre la situación política del país durante la cena, el patriarca de la familia golpea la mesa y dictamina: «Cuando queda la escoba, la gente como nosotros es la que paga el pato. Los que están arriba, los generales, los políticos, esos nunca pierden. O se quedan con el poder o son los primeros en salir arrancando. Y la gente como nosotros es la que se queda, la que tiene que seguir trabajando para seguir viviendo. Así son las cosas y siempre serán así». Este diálogo probablemente se repitió en muchos hogares chilenos durante la dictadura y siguió siendo una frase común durante los años de la transición. Esta frase, además, representa el triunfo de la doctrina gremialista impuesta en la dictadura, que consistió en una despolitización de la ciudadanía y una desacreditación de la labor de los partidos políticos.
A pesar que el retorno de la democracia movilizó a números insospechados de personas, eso dio paso rápidamente a un acomodo entre representantes que mantuvo a raya las intenciones ciudadanas de participar en coexistencia con una aparente estabilidad. El libro de Kathya Araujo Habitar lo social. Usos y abusos en la vida cotidiana en el Chile actual (2009), así como uno de sus artículos más recientes, son fundamentales para entender cómo se configura la relación en Chile entre los individuos, las normas y los actores políticos. Su análisis muestra que ha existido, en la sociedad chilena, una pérdida del sentido de lo público y la configuración de lo que ella llama un «archipiélago» o la conformación de diversos públicos. Asimismo, plantea la formación de relaciones transaccionales entre la sociedad y los actores políticos. Juan Pablo Luna, por su parte, traduce este conflicto como una falta de intermediación entre los partidos políticos y los individuos, lo que ha creado un vacío de sentido y poder.
Entonces, una parte importante del discurso político hegemónico en Chile se basa en la noción de que existe estabilidad y, por ende, la politización y colectivización de la ciudadanía no son deseables. Es por ello, en mi opinión, que la reacción desde los medios tradicionales y las columnas de opinión sea de sorpresa y de confusión porque la ciudadanía, al interesarse masivamente por temas públicos como la Constitución en desmedro de otros más mundanos como la delincuencia, en realidad está en un proceso de (re)politización y no de polarización.
Participación electoral y covid-19
Un elemento final por analizar a la hora de mirar los resultados del plebiscito es el nivel de participación electoral. Aquí hay distintos relatos dependiendo de cuáles sean los datos que se ocupan en la comparación, por lo que es importante dejar en claro algunas cuestiones. El primer punto a mencionar es que Chile es, en comparación con el resto de la región, un país con una participación histórica electoral baja. Incluso en los tiempos en que regía un sistema de voto obligatorio, es posible identificar una baja importante, principalmente entre las nuevas generaciones, en la concurrencia a las urnas.
El segundo punto es que las comparaciones respecto a los niveles de participación se suelen hacer sobre bases distintas. En el día posterior al plebiscito circuló una gráfica producida por la oficina del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Chile que mostraba que en 2013, después de la introducción del voto voluntario, la participación electoral habría disminuido de 87% a 47%. Sin embargo, esa comparación tiene dos problemas: el primero es que compara el número de votantes sobre el número de inscriptos en el Registro Electoral, obviando que antes de 2012 la inscripción era voluntaria. Lo segundo es que tampoco se hace cargo de la decreciente inscripción en esos registros. Así, Patricio Navia (2004) reestima estas tasas desde 1988 hasta 2001, usando como base la población en edad de votar (PEV), que es el equivalente al padrón actual. En su trabajo muestra que ya en 2001 la participación electoral en Chile bordeaba el 58%.
Entonces, el punto central es que la participación política en Chile es baja, e incluso en competencias más atractivas, como la segunda vuelta presidencial de 2017, aumentó solo hasta 49%. Es por ello que el porcentaje de este plebiscito, cercano a 51%, no puede ser analizado sin tomar en cuenta la tendencia histórica a la baja que hemos observado. Esa tendencia es, a la vez, consistente con la idea planteada anteriormente sobre la despolitización (o desapego) de la ciudadanía.
Otro factor por considerar es el rol que tuvo la pandemia en distintas comunas del país. De acuerdo con los lineamientos gubernamentales, cerca de 10% de las comunas estaba en fase de cuarentena durante el proceso. Aunque el gobierno decidió levantar temporalmente las restricciones el día de la votación, quedará pendiente analizar cómo las experiencias y los estragos del covid-19 pueden afectar decisiones individuales sobre ir o no a votar.
El último elemento a tomar en cuenta es que las encuestas mostraban de forma consistente que las personas proclives a votar «Rechazo» eran, a la vez, quienes tenían menos probabilidad de ir a votar. Una explicación plausible es que a nadie le gusta votar por una opción perdedora. Entonces, una opción contrafactual es que si la carrera hubiese sido más competitiva, la participación podría haber sido más alta.
¿Qué sigue?
Mucho se habla sobre los dos años de incertidumbre que se vienen en Chile, pero la verdad es que gran parte de los pasos siguientes se encuentran normados. En abril de 2021 se elegirán por votación los 155 miembros de la Convención Constitucional. Aún está pendiente saber si el Congreso habilitará cupos reservados para pueblos indígenas o si hará más fácil la participación de personas independientes como candidatas.
La convención sesionará desde mayo de 2021 hasta mayo de 2022 y deberá llegar a un texto que se aprueba o rechaza en un plebiscito posterior. Esta elección, fijada para mediados de 2022, será con voto obligatorio, lo que permitirá saber realmente cómo operan las preferencias cuando no están condicionadas por la propia concurrencia o no a las urnas.
El proceso que se le viene a Chile es complejo, pero ordenado. Lo importante será saber cómo los actores políticos dan cuenta de la repolitización y acusan el golpe. Si durante el proceso constituyente no contemplan mecanismos de participación e intermediación, la crisis política solo se habrá postergado, y no resuelto.
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