Por Edmundo Urrutia
18 de julio del 2019
La pequeña figura de Julia Esquivel no revela en lo inmediato su grandeza. Uno la descubre cuando se va mostrando su sabiduría, cuando poco a poco se hace evidente su amplio conocimiento de las teologías, su profunda religiosidad, la rica experiencia de una vida dedicada a pensar, amar y sufrir a Guatemala, de ayudar al prójimo y escribir poesía. No conozco a nadie que haya vivido la Biblia como ella, que tenga la capacidad de pensar al ser humano y la vida desde lo mejor del saber espiritual contenido en esas viejas páginas. Es ecuménica Julia porque su compromiso con la verdad trasciende los límites impuestos por las sectas, porque su amor a la humanidad no encuentra barreras en los fanatismos que desafortunadamente pueblan el mundo ahora.
Nunca olvidaré el bello relato con el que nos deleitó cuando con su voz gangosa y pura, nos enteramos que de niña vivió en los alrededores del Palacio Nacional en tiempos de la Revolución de Octubre, que por ello los medios días después de la escuela iba libre y juguetonamente a patinar en los pisos encerados del Palacio, y que de vez en cuando se cruzaba con un rubio señorón que al verla la saludaba acariciando su cabeza infantil. Era el presidente Juan José Arévalo y esos luminosos días le han hecho siempre recordar con amor aquella gesta frustrada de nuestra historia.
Estuve a punto de conocerla a principios de los años noventa, el día en que en los suburbios de Cleveland iba a dar una lectura de su poesía. Una tarde de otoño, me pregunté cuando me dirigía al evento, quién es Julia Esquivel que logra movilizar a decenas de norteamericanos convocados a un extenso prado a la orilla de un riachuelo, para escuchar con amor sus versos sobre nuestras luchas y nuestras esperanzas. Ahí estaban esperándola los cristianos de Justicia y Paz junto a sus aliados los ancianos de la última generación del Partido Comunista de los Estados Unidos, liderados en contraste por un joven que con pena informó que Julia no iba a leer sus poemas, pues una ventisca había retrasado su vuelo. En su lugar, él mismo recitó el eterno poemario de Julia, Florecerás Guatemala, uno de grandes sus legados.
Tuvo que huir y exilarse Julia en los años 70, su labor evangélica y su periodismo comprometido con la causa de los pobres la pusieron en la mira de los violentos defensores del régimen oprobioso de aquellos terribles días. La medida de la miseria de moral de aquellos hombres, se puede determinar por el miedo que les producía la palabra de esta menuda mujer cuyas únicas armas eran la palabra de Dios y la poesía. Durante años, viajó por el mundo llevando consigo el testimonio del martirio de los pueblos de Guatemala, de su inagotable sed de justicia y de su disposición de seguir la lucha hasta cuando sea necesario.
Poeta y teóloga, sus enseñanzas perdurarán y serán la semilla de lo nuevo y bueno. “No nacemos humanos -dijo Julia al recibir la Orden Juan José Gerardi- nos hacemos humanos en la medida en que nos encontramos con los despreciados”. Eso resume la ética de nuestra amada Julia que en estos días se encuentra en el umbral de la vida y la muerte.