Por Maya Juracán
27 de junio del 2019
«El arte no necesariamente tiene que ser político», me debatió un artista en un bar común, en cierta ocasión, tratándose aquello de una gran mentira que se decía así mismo y profesaba abiertamente durante esa tertulia; probablemente este artista estaba pensando que el lugar que habita en este mundo no es político.
Así nos fue mintiendo el arte, haciéndonos creer que todo sale de una misma burbuja sin notar que existen muchas más y que existe diversidad de artistas también, y que de ahí nace el problema, nuestra nula posibilidad para reconocernos semejantes y particulares a la vez.
Desde el renacimiento, los artistas habían sido reconocidos desde una fuerza de élite, monarquía y poder, el sujeto del arte era aquel que lograba pintar y recrear la imagen de los poderosos y sus bienes a perfección. Hubo muy pocos que soltaron la brocha como un ejercicio de denuncia, por ejemplo, Artemisia Gentileschi que pintó escenas de abusos, las cuales fueron situaciones que ella misma había vivido. Pero entonces debemos responder, “¿de dónde proviene el discurso del arte?”
En Guatemala el arte político ‘no es una moda’, tal y como lo aseguró un curador en una charla, el arte político es una necesidad. Los artistas escupen constantemente denuncias y acciones que el resto de la población lee.
No fue necesario un texto curatorial en el 2016 cuando Jorge de León colocó una guillotina frente al Palacio Nacional, justo después de que el corrupto presidente Jimmy Morales hubiera ganado las elecciones. Y nadie tuvo que construir una narración para que entrara en contexto con la obra de Regina José Galindo, Looting, pieza en la cual se colocaba incrustaciones de oro en su dentadura, y después un médico alemán las extraía sin anestesia. Ninguno de mis alumnos se preguntó el porqué de la acción, todos asimilaron inmediatamente que era una acción que los conquistadores españoles practicaron con las civilizaciones mayas.
Entonces como concepción podemos decir que las obras no son un vínculo directo al ‘cubo blanco’, que se reconocen desde cualquier espacio que las comunique. Es por eso que la responsabilidad de hablar desde un contexto político social debe de ser adquirida por el artista, pues este debe responsabilizarse del lugar que ocupa en el espacio, asumir sus privilegios de ser social y acuñar al conocimiento de memoria histórica desde la raíz para una producción limpia. Y sí, desde este argumento que he planteado hay muchos que dirán que, el artista está planteando lo que ven sus ojos, dicho argumento no me parece del todo mal, no obstante, se debe de tener coherencia consigo mismo.
Hay una pieza en específico con la que abordaré este conflicto: la obra de Walterio Iraheta se trata de una serie en la cual, según él, utiliza ‘superlativos exagerados’ que pinta en gigante en las paredes de la galería tales como “Superindio” “Superputa”, entre otros. Recientemente inició su exploración pintando estas palabras como un logo del personaje Superman. Según el artista, esto es una exploración lingüística, donde toma las expresiones que usa la gente para entender cómo se definen y cómo se ven entre sí; es un intento de cómo a través de estas expresiones exageradas y sobredimensionadas que se usan popularmente se construyen ideas de género o migración, y una serie de etiquetas sociales.
«Intento que cuando se vea algo tan chocante como Superputa, Superculero, Superindio, Supervergon, La gente reflexione sobre los estereotipos y etiquetas», define Iraheta
La idea de Walterio plantea muchos espacios abiertos, pero el arte permite eso. Sin embargo, lo que se le olvidó al artista es entender el contexto social desde el que estas palabras se plantean. Para el artista solo son estereotipos y etiquetas, pero no quiso recordar el sentido de racismo, clasismo y homofobia con la que estas palabras son empleadas. Obviamente fue algo que dejó pasar desapercibido, porque es una condición que no lo alcanza.
Un aprendiz de curador me decía el otro día, «es que a mí no me parece mal, es más, la gente en El Salvador abrazó el tema, en la galería se tomaban fotos con la palabra “Superputo” y se la apoderaban». Con este comentario definamos “la gente”, la gente no es solo aquella que tienen el privilegio de entrar en una galería, según el COMCAVIS en el 2016 había 42 personas asesinadas por crímenes de odio, específicamente ‘hombres trans’. A lo que el sector popular se refiere según Walterio es que en “Superputos” la carga simbólica de este ejercicio no viene a crear conciencia como él lo dice, más bien viene a popularizar o recrea una idea exótica de la cual, los privilegiados no adquieren carga histórica, pues la estética supera al cargo.
La utilización del subordinado para el precepto y afecto de la estética es un ejercicio, lejos de errático, también con una fuerte carga de imposición de tus privilegios sobre los subordinados.
Pero si dialoga solo en la galería, con la gente de la galería, con el medio del arte, no sale del espacio, ¿no?
Pero, ¿qué pasa cuando este artista salvadoreño coloca la palabra “Superindio” en el Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala? Pues resulta que la palabra ‘indio’ es utilizada en Guatemala como un peyorativo, en un país racista no es extraño utilizar la palabra ‘indio’, para referirse a un sujeto con cualidades de necedad o de carente inteligencia. Los pueblos originarios, que han sido visibilizados y masacrados por el liberalismo y criollismo blanco, han luchado por más de 500 años por liberarse de la imposición política, estructural, social económica a la que han sido sometidos, al igual que a un genocidio en el cual han permanecido en constante resistencia.
La carga simbólica del ejercicio del Walterio no ayudaba a la reconstrucción del tejido social, más bien abonaba a ejercicios de racismo. Después de una semana de hacer el ejercicio de pararme frente a la pintura, veía como estudiantes se detenían y en forma de burla se decían entre sí: «Párate ahí, porque vos si sos ‘indio’», se mofaban del texto y de cualquier persona que se pusiera ahí; vi incluso como una señora con traje tradicional pasaba frente al mural y del otro lado de la calle alguien más tomaba una foto aludiendo a la inocente ironía.
Y seguramente ante este argumento el artista dirá: “Esto es lo que quería, activar la pieza, a eso me refería con que las personas reflexionaran”. Pero en realidad esto solo demuestra como el arte puede ser nocivo cuando no se conoce o no se entiende el espacio social como lugar de diálogo, más bien como un lugar de violencia.
En Guatemala ser preso político es un suceso que las comunidades han sufrido por la defensoría del territorio, muchos personajes han estado expuestos ante el sistema como delincuentes por defender sus tierras, familias y comunidades, este es el caso de Abelino Chub, dicho profesor maya q´eqchi´ pasó dos años con prisión preventiva resistiendo, esperando que un juez lo declare inocente de delitos que le fueron cargados por proteger sus derechos. Entonces no fue sorpresa, que después de meses que la “intervención artística” de Walterio estuviera presente en el Centro Historico el Colectivo H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia con el Olvido y el Silencio), empapelara y tapara la obra del artista con la foto de Abelino Chub. Todo el mural había sido borrado, y encima se presentaba la foto de Abelino con el texto: “Soy Abelino Chub Caal, Livingston Izabal Guatemala, Estoy detenido ilegalmente desde el 04 de febrero del 2017, por defender la tierra, el agua, los cerros y la vida. ¡Libertad para los presos políticos, y para los que defienden la vida!”, sin lugar a dudas, ese si es el “Superindio”. Posteriormente, escuché cuando en abril del 2019 fue declarado en libertad y después de dos años regresó con su familia.
La responsabilidad social del artista es la responsabilidad social de todos, se debe reconocer nuestra condición de privilegio, nuestra condición de clase, el espacio que habitamos y desde dónde dialogamos.
El arte, como lo dijo Marilé di Filippo, puede ser un interruptor que sitúa ideas en la sociedad de control de Deleuze. Y puede llegar al efecto y eso ya está fuera del control del discurso, ya luego llega a la sensibilización de aquellos que miren o por lo menos cuestionan una postura.
Nuestra memoria histórica debe de ser afirmada desde la coherencia. El arte no cambia el mundo, pero coloca una temática en el sistema que puede llegar a atravesar estructuras y posicionar un tema en las conversaciones. Y si el artista no entiende esto, mínimo que concilie la memoria histórica de un país, su contexto y su lugar en el mundo.