Texto: Lucrecia Molina Theissen
14 de agosto de 2013. En los últimos meses se ha desatado una violenta campaña de ataques contra las organizaciones y personas que, a contrapelo de los mandatos de perdón y olvido proferidos por el poder, han llevado adelante iniciativas de justicia para las víctimas de violaciones a los derechos humanos en Guatemala, pasadas y presentes. Si se parte de la magnitud de lo ocurrido de acuerdo con la información recabada y sistematizada en los informes del REMHI y la Comisión de Esclarecimiento Histórico, son demandas escasas. Puedo contar con los dedos de las manos los procesos judiciales, tanto los que están en curso como los que ya finalizaron, y me sobran. En términos numéricos, no guardan relación ni con la cantidad de atrocidades ni víctimas contabilizadas ni con la exacerbada virulencia que destilan los promotores de los enfrentamientos, quienes enarbolan el negacionismo y la violencia polarizadora para engañar y manipular a la población y aislar y atemorizar al movimiento por la justicia y los derechos humanos.
¿Qué es lo que está en discusión? ¿Se trata de versiones de la historia que entran en colisión? ¿Se puede hablar de “versiones” de la historia? ¿Quiénes mienten? ¿Las víctimas o los victimarios?
La verdad es fidelidad a los hechos, “adecuación del pensamiento a lo real y de las palabras a las cosas”[i]. En un contexto de violaciones a los derechos humanos, la verdad histórica se conforma con los relatos de lo sufrido por las víctimas – sujetos de derechos. Las atrocidades, dice Rincón Covelli, “se representan en la víctima. Nunca olvidar los hechos significa, también, nunca olvidar a las víctimas. Nunca olvidar a las víctimas tiene, además, el sentido de nunca más, de no repetición.” Por eso, la verdad, además de dignificarlas y guardar su memoria y la de lo sucedido, nos lleva como colectividad a mirar al futuro y a impulsar acciones para evitar que se repita. De esta forma, la verdad de las víctimas –que en sus labios es denuncia, negación del engaño y la mentira, voluntad de justicia constituidas en memoria individual y colectiva, en memoria histórica- se convierte en un factor transformador de la sociedad que debe contribuir a la construcción de la democracia y de relaciones de confianza y solidaridad, elementos que continúan ausentes en la cultura y en los distintos ámbitos de convivencia en nuestro país.
En Guatemala, la dura verdad histórica está constituida por actos de genocidio, desaparición forzada, esclavitud y violaciones sexuales, tortura, asesinatos y otras atrocidades perpetradas contra hombres, mujeres, niños y niñas inermes y en total indefensión en los años del “conflicto armado interno”, que algunos autores analizan como el ejercicio desmedido del poder y el terrorismo estatal contra expresiones revolucionarias y de resistencia muchas veces desarmada. Estas graves, masivas y sistemáticas violaciones a las normas del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos configuran la responsabilidad internacional del Estado, por lo que nuestro país ya ha sido condenado en varias ocasiones por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La verdad también es un derecho individual y social a saber lo ocurrido, que toma cuerpo en el marco de las normas internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones, definen entre las “a) Medidas eficaces para conseguir que no continúen las violaciones, b ) La verificación de los hechos y la revelación pública y completa de la verdad, en la medida en que esa revelación no provoque más daños o amenace la seguridad y los intereses de la víctima, de sus familiares, de los testigos o de personas que han intervenido para ayudar a la víctima o impedir que se produzcan nuevas violaciones (…)” y,
X Acceso a información pertinente sobre violaciones y mecanismos de reparación
24. Los Estados han de arbitrar medios de informar al público en general, y en particular a las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario, de los derechos y recursos que se tratan en los presentes Principios y directrices básicos y de todos los servicios jurídicos, médicos, psicológicos, sociales, administrativos y de otra índole a los que pueden tener derecho las víctimas. Además, las víctimas y sus representantes han de tener derecho a solicitar y obtener información sobre las causas de su victimización y sobre las causas y condiciones de las violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de las violaciones graves del derecho internacional humanitario, así como a conocer la verdad acerca de esas violaciones.
Por otra parte, el ejercicio del derecho a la verdad dignifica a las víctimas al permitir que su relato se escuche y legitime socialmente mediante el reconocimiento de sus experiencias como verdaderas y su incorporación a una historia colectiva de sucesos que deben ser esclarecidos por medio de la justicia. En el momento de los señalamientos, aún con escasas pruebas en la mano debido a la falta de acceso a los archivos militares donde se oculta buena parte de la verdad, todos los dedos apuntan en la misma dirección: el ejército de Guatemala y otros cuerpos estatales y paramilitares que se subordinaron a sus órdenes letales. En los contados procesos que han concluido con condenas -los asesinatos de Myrna Mack y monseñor Gerardi; las desapariciones forzadas de Fernando García, la familia de El Jute y las cometidas por el ex comisionado militar Cusanero o el infelizmente anulado juicio y sentencia contra Ríos Montt, por ejemplo- se ha judicializado la verdad histórica.
Este es el meollo de la confrontación desatada por las fuerzas oscurantistas. Sucede que las violaciones a los derechos humanos en la jurisdicción interna se tipifican como delitos que el Estado tiene la obligación tanto de investigar y establecer no solamente lo que ocurrió, sino a determinar quiénes estuvieron involucrados en las violaciones a los derechos humanos y por qué se dieron, como de hacer justicia procesando y castigando a los individuos que resulten responsables. En ese sentido, el derecho a la verdad está unido indisolublemente al derecho a la justicia. Solo de esta manera, se garantizará que lo sucedido no vuelva a repetirse.
Además de la justicia, la no repetición exige erradicar las condiciones que llevaron a la perpetración de las violaciones a los derechos humanos, reparar los daños ocasionados y dar a conocer públicamente los hechos. Más específicamente, se deben modificar o establecer políticas, leyes, instituciones y programas de estudio, además de otras medidas simbólicas encaminadas a guardar la memoria de las violaciones a los derechos humanos y de las víctimas.
Por su parte, Louis Joinet se refiere a otras dimensiones del derecho a la verdad:
No se trata sólo del derecho individual que toda víctima o sus familiares tienen a saber lo que ocurrió, que es el derecho a la verdad. El derecho a saber es también un derecho colectivo que hunde sus raíces en la historia, para evitar que puedan reproducirse en el futuro las violaciones. Como contrapartida, al Estado le incumbe el “deber de recordar”, a fin de protegerse contra esas tergiversaciones de la historia que llevan por nombre revisionismo y negacionismo; en efecto, el conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión forma parte de su patrimonio y debe por ello conservarse.[ii]
Joinet no se refiere a hechos banales, sino al “conocimiento por un pueblo de la historia de su opresión” a partir de lo sufrido por las víctimas entendidas como sujetos de derechos, un asunto en el que no se vale ninguna versión ni interpretación negacionista. En ese sentido, si los relatos de las víctimas recogen la verdad de los hechos atroces y constituyen la piedra angular de la historia de la opresión de nuestro pueblo, no son los opresores – victimarios quienes van a pronunciarla.
Suficientes ejemplos tenemos de sus retorcidas versiones, sus mentiras, sus manipulaciones, su violenta forma de seguir construyendo un imaginario social militarizado en el que impera nuevamente la perversa lógica del enemigo y no se acepta la verdad histórica y mucho menos la responsabilidad moral, ya no digamos la responsabilidad penal. Por ejemplo, perpleja, escuché la intervención de Ríos Montt en el reciente juicio y mis oídos se quedaron esperando su pedido de perdón a las víctimas y su reconocimiento de responsabilidad en los horrendos acontecimientos por los que se le juzgó y condenó. Inútilmente esperé que brotara siquiera una lágrima de arrepentimiento, de remordimiento, de empatía, de conmoción, que expresara siquiera algo así como “yo era el jefe de Estado, esto sucedió bajo mis narices, fue perpetrado por hombres que actuaron bajo mi mando”. Pero no. A otros, en el colmo del cinismo, se les ha escuchado o leído diciendo que sí, que las cosas pasaron, que se trató de salvar a la patria (¿cuál? ¿De quiénes?) pero que el derecho penal no es retroactivo y los delitos no estaban tipificados cuando se perpetraron los hechos. Mientras el Estado incumple con su deber de recordar, militares retirados y en activo y un variopinto coro de voces que se adhieren a estas posturas, recitan el discurso contrainsurgente que nos divide en “amigos” y “enemigos”. Sordos, ciegos y desubicados en el tiempo, estos sectores continúan apuntalando murallas ideológicas y esgrimiendo argumentos de odio contra sus propias víctimas, abogados/as, juezas y jueces y los defensores y defensoras de derechos humanos, buscando justificarse y ocultar la verdad sobre sus terribles delitos.
Con mucha torpeza, del Presidente para abajo, mienten y continúan ocultando, negando y tergiversando la verdad histórica. Para ello han contado siempre con la complicidad de la oligarquía, la primera beneficiaria de sus acciones terroristas de las que obtuvieron incluso beneficios económicos; los medios que en aquel tiempo se autocensuraron o, con total falta de ética, se sumaron al silenciamiento de los hechos y las denuncias de las víctimas y ahora informan sesgadamente y difunden en sus páginas los discursos de odio. También contribuyó, con notables excepciones, la jerarquía eclesiástica, la comunidad internacional y vastos contingentes sociales que por convicción o por miedo, se callaron y vieron para otro lado.
Esa inamovible lógica –rabiosamente contrarrevolucionaria, racista y misógina-, con la que buscan imponer una “verdad” contrainsurgente en la que se ven a sí mismos como los héroes de la patria y no como los criminales que verdaderamente son, no es producto de la tozudez. Las mentiras, las distorsiones, la cerrada negativa a reconocer la verdad histórica, están inscritas en un esquema de salvaguarda de su impunidad, por algo las leyes de perdón que se autorrecetaron se denominan amnistía, una palabra griega que significa olvido. Además, cubrieron sus huellas con más muertes, las de sus esbirros; destruyeron u ocultaron los documentos que podrían constituirse en piezas probatorias en los procesos emprendidos en su contra; y mediante un pacto sostenido en el llamado “espíritu de cuerpo” y sustentado en la coincidencia de intereses, se aseguran el silencio de todos los involucrados en los crímenes de lesa humanidad, imprescriptibles y, en el caso de las desapariciones forzadas, continuados.
El genocidio, la desaparición forzada, la esclavitud, las violaciones sexuales, la tortura, los asesinatos, hechos violentos, graves, son la verdad que niegan, rebaten, tergiversan y justifican los defensores de la violencia y el terror pese a que dejaron una huella muy honda no solamente en las víctimas directas o indirectas sino en la sociedad entera. Cambiar las conciencias y erradicar una visión del mundo y de la convivencia social que les permitió actuar en contra de la vida, la integridad y la dignidad de centenares de miles de seres humanos, como lo narraron las mujeres y hombres ixiles en el juicio contra Ríos Montt, nos demanda asumir la verdad histórica sobre un pasado muy vivo y muy presente que nos interpela cotidianamente y que no debemos olvidar para que no se repita.
Para ello, debemos comprender que no son solamente asuntos jurídicos, delitos perseguibles nacional e internacionalmente, son actos inmorales que nos dicen a gritos quiénes somos, cómo nos comportamos y hasta dónde somos capaces de llegar como sociedad. La verdad histórica nos coloca frente a nuestros conflictos y desacuerdos históricos y la discordia que define las relaciones sociales y políticas en nuestro país. Le pone nombres y rostros al sufrimiento humano y a dolores muy hondos que no han quedado atrás, sino que continúan determinando nuestra existencia individual y colectiva; las muertes de ahora que no nos dejan vivir tanto en sentido figurado como literal, nos confirman la extraña vitalidad de la violencia y su carácter determinante en un presente que sigue estando marcado por el odio, el racismo y la codicia de unos pocos que no dudan en destruir a quienes se les oponen.
La verdad histórica transmutada en verdad moral nos refleja en nuestra sensibilidad o insensibilidad ante las personas que sufrieron los ominosos crímenes de lesa humanidad perpetrados por el poder y nos pone frente al dilema ético de aceptar la violencia, la mentira y la opresión como un estado naturalizado de convivencia social o de reconocer la verdad y la dignidad de las víctimas y hacerles justicia para poder construir una paz verdadera.
Pese al negacionismo y el revisionismo, en los relatos de las víctimas y sus familias, las luchadoras y luchadores sociales, las defensoras/es de derechos humanos, abundan las evidencias existenciales de lo sucedido y el dolor sufrido. Lo vivido se materializa en la ausencia de millares de hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas que continúan faltándonos. La verdad está presente en nuestra lucha por la vida, en la exigencia de justicia, en el reclamo de llamar a las cosas por su nombre y de impulsar procesos reparadores viendo hacia un futuro de paz, para que nunca más…
[i] En Verdad y memoria: escribir la historia de nuestro tiempo, de Anne Pérotin-Dumon. El artículo puede leerse aquí
[ii] Naciones Unidas, Consejo Económico y Social, Informe final acerca de la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos (derechos civiles y políticos). E/CN.4/Sub.2/1997/20, 26 de junio, 1997. Citado por Tatiana Rincón Covelli en La verdad histórica: una verdad que se establece y legitima desde el punto de vista de las víctimas, publicado en Estudios Socio-Jurídícos 7, Bogotá, pp. 331-354, agosto de 2005.
Fuente: blog cartas a Marco Antonio