Nos enseñaron a marchar, rezar y memorizar, pero nunca a pensar y cuestionar

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Créditos: David Toro.
Tiempo de lectura: 3 minutos

Texto y fotografía: David Toro

Son más de las 9:00 pm de un miércoles. A escasas cuadras de mi casa suenan redoblantes y bombos de una banda escolar. Cada noche se reúne para ensayar sus desfiles de fiestas patrias, atiborrados de parafernalia militar. O sea, niños marchando como soldados, dirigidos por un una suerte de comandante. Atuendos militares exaltando la ideología de la no deliberación, quizá de modo inconsciente; no por ello menos dañina para los cerebros infantiles.

“Todos tienen que ir a marchar al desfile del 15 de septiembre, es obligatorio, son 5 puntos”, decía la maestra en la primaria. No había opción. No te dan a elegir. El niño es sometido a la normalización de la estética decimonónica que pervive en la inconsciencia social. Se vuelve ordinaria la clara apología del militarismo. Imposible pensar en otras ceremonias sociales que inviten a… pensar…

¿Cuánto trabajo nos cuesta pensar de otra manera?

Un niño desde la primaria está expuesto a consumir los discursos tradicionales y  poco críticos de  la docencia, memorizar himnos, conocer la historia según la versión unilateral de alguna editorial que dice que gracias a Cristóbal Colón se descubrió este continente. No te enseñan la riqueza cultural ya existente dentro de estas tierras. En las instituciones educativas (sin contar a la familia…) se comienza el proceso de asimilar estigmas, la identificación inconsciente del clasismo.

Aprender a pensar por sí mismo, lograr escapar de la burbuja religiosa que se nos impone sistemáticamente, es complicado. No se trata de irse al otro extremo y dejar por un lado el culto que se nos enseñó en casa y en las aulas. Se trata de limpiar las lagañas de inopia que inhibe la curiosidad y el asombro natural de la desventurada humanidad.

“Siéntanse dichosos, porque en países como Cuba o Nicaragua la educación está ideologizada, les enseñan pensamientos de izquierda desde pequeños”. Discursos habituales, sobre todo en aulas de colegios privados. Para muchas personas, es casi milagroso el llegar a darse cuenta que aquí la educación también está ideologizada. ¿Por qué nunca escuché de Severo Martínez Peláez en las clases de historia? ¿Por qué nunca me mostraron los poemas de… digamos… Humberto Ak’abal?

En cada bendito acto cívico nos hacían recitar una jura a la bandera, con palabras de las que no teníamos mínima idea, repetidas hasta el asco. Pasábamos más tiempo memorizando que aprendiendo a razonar. Amar una patria que no existe. Otros hemos comenzado a despertar, somnolientos, con miedo, y a veces con deseos de volver a la caverna.

No sorprende la preocupación que le provoca al sector conservador ver a un grupo de niños quetzaltecos sostener un cartel con consignas contra la corrupción. Cómo no van a opinar que los niños deben estar fuera de los temas políticos, si lo menos conveniente para sus intereses es que absorvan únicamente las formas de pensar que favorecen al status quo.

La acción de los niños que portaban estas pancartas de repudio contra Jimmy Morales es una esperanza. Es una señal oportuna y digna, pues paradójicamente en Guatemala la niñez y la juventud son el grupo que abarca la mayor cantidad de población y son los que menos participación tienen. También son los primeros en sentir los embates de los efectos naturales de la corrupción.

Cómo se puede entender que un funcionario o un grupo social se indigne por ver a niños protestando, pero se queden de brazos cruzados frente a los abusos sexuales y explotación laboral que estos sufren. Cómo no querer sentirse ajeno de una patria que te obliga a amarla mientras te hace olvidar tus derechos, mientras te tapa los ojos ante la gran gama de formas de pensamiento existente.

Los 15 de septiembre son ruines en la patria del criollo. ¿Cómo celebrar la libertad con marchas y tonos militares en la capital latinoamericana del genocidio?

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