Por Diana Lucía Hernández*
23 de agosto 2019
La selva amazónica, el bosque más grande del planeta, considerado como uno de los últimos bastiones naturales que le hacen frente al calentamiento global, parece estar en las peores manos: las del gobierno del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, y sus aliados políticos.
Un preocupante informe publicado por el Instituto de Investigaciones Espaciales de Brasil (Inpe) reveló que la deforestación en los bosques del país escaló un 80 por ciento en junio –en comparación con la misma fecha del año pasado–, con más de 4.500 km² devastados desde agosto de 2018 (véase gráfico), de los cuales más de 3.000 km² fueron arrasados desde la posesión de Bolsonaro (en enero), una superficie casi equivalente a la del departamento del Atlántico, en Colombia.
El reporte alertó a la comunidad internacional y científica, que de inmediato culpó al Gobierno brasileño de no hacer cumplir las leyes que protegen las reservas forestales, sino, por el contrario, incentivar la incursión ilegal de colonos a áreas que antes estaban prohibidas para ellos, como territorios indígenas.
La denuncia del asesinato el 30 de julio de un líder de la etnia waiapi en el estado de Amapá, a manos de invasores, según denunció su tribu, fue la gota que rebosó la paciencia de varios países, ONG y de la ONU.
“Es un síntoma preocupante del problema creciente de la intrusión en tierras indígenas por parte de mineros, explotadores madereros y agricultores en Brasil”, dijo la alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, al día siguiente.
“Una cosa ha quedado clara: Bolsonaro odia el Amazonas. No se preocupa por deforestación, o el crimen que provoca (…). Cuando abre la boca es para incentivar la violencia en la selva”, dijo a Efe el coordinador de políticas públicas de Greenpeace, Marcio Astrini.
El Gobierno francés, por su parte, condicionó la aprobación del acuerdo de libre comercio suscrito por el Mercosur y la Unión Europea (UE) a que Brasil cumpla las normas ambientales. La reacción de Bolsonaro no se hizo esperar.
Primero, en un acto militar, restó importancia a la muerte del líder indígena, diciendo que “no había ningún indicio fuerte” de que “fuera asesinado”. Igualmente, abogó por legalizar la minería en la Amazonia y culpó a las reservas indígenas de “impedir” el progreso en un país que “vive de las materias primas”.
Luego, en la primera rueda de prensa convocada desde que asumió el cargo, se despachó contra el informe del Inpe, cuyo director, Ricardo Galvão, fue destituido, acusado de cometer “graves errores de medición” y de “divulgar datos de mala fe para perjudicar el Gobierno y desgastar la imagen de Brasil”.
“Brasil es nuestro, la Amazonia es nuestra” fue la frase con la que el mandatario zanjó los cuestionamientos.
Si bien el 64 por ciento de la selva amazónica está en territorio brasileño, son más de nueve los países que comparten el Amazonas, entre ellos Colombia, Perú, Venezuela, Bolivia, Ecuador y las Guayanas.
Sin embargo, en el gobierno de Bolsonaro, quien ha reiterado su intención de abrir las reservas indígenas a la explotación comercial, y que es escéptico del cambio climático, la selva está más vulnerable que nunca ante la ilegalidad y la codicia corporativa.
Brasil es el principal exportador mundial de café, azúcar, soya y, más que nada, carne de res. Solo el ganado ocupa más del 60 por ciento de las zonas deforestadas, según cifras de Greenpeace. Por eso, las tierras del Amazonas son consideradas ‘la gallina de los huevos de oro’ de la agroindustria brasileña.
El agro genera cerca del 25 por ciento del PIB nacional, y fue el sector que más impulsó la campaña de Bolsonaro, pues coinciden en una política de liberalización y desarrollo, enfocada en la relajación de multas, expansión territorial y construcción de carreteras.
“Ese grupo social está bien organizado políticamente. Tiene la mayor bancada en el Congreso Nacional, y fue responsable del nombramiento de la actual ministra de Agricultura”, señaló a EL TIEMPO el economista brasileño Marcio Pochmann.
Precisamente, Tereza Cristina Dias, la actual ministra de la cartera, es acusada de eximir de impuestos y hacer negocios personales con la firma brasileña JBS, la mayor exportadora de carnes del mundo.
Uno de los dueños de esta empresa, Joesley Batista, fue arrestado en 2018 por sobornar a funcionarios del ministerio de Agricultura y a inspectores para que aprobaran la exportación de carne en mal estado.
Según su confesión, JBS gastó más de 150 millones de dólares en sobornos a más de 1.800 políticos brasileños.
“Es evidente que ni los gobiernos ni la industria están interesados en preservar el Amazonas”, dice a EL TIEMPO Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS) en Colombia.
Según explica Botero, la alta demanda de tierras por parte de las corporaciones, además de desplazar comunidades indígenas y devastar el medioambiente, causa un efecto bumerán, pues, aunque la agroindustria genera grandes ganancias económicas de manera rápida, “llega el punto en que el ecosistema colapsa y agota la capacidad de la selva para regenerarse”, por lo que al final “la industria no solo le genera un daño al medioambiente, a fin de cuentas, sin nada que explotar a largo plazo, también le genera un daño al desarrollo de los países”.
Ante este panorama, sin que ningún Estado ejerza el suficiente control sobre sus selvas, las tribus indígenas representan uno de los últimos frentes de protección de los bosques.
“Infortunadamente, los indígenas son los principales defensores del medioambiente, pues saben que cada árbol caído no solo los afecta a ellos, sino también a toda la humanidad; y digo infortunadamente porque –como la naturaleza– son muy vulnerables y están muy solos”, dice Botero.
Para el profesor y biólogo Jefferson Galeano, de la Universidad de La Sabana, frenar la deforestación en la selva amazónica debería ser la máxima preocupación de todos los gobiernos, pues de ella “depende toda la estabilidad climática de América Latina y del mundo”.
El Amazonas brasileño es más importante que nunca para enfrentar la crisis climática y no puede estar a la deriva de los caprichos de un gobierno, coinciden los dos expertos.
*Diana Lucía hernández
Redacción Internacional
En Twitter: @dianaluher