Caravana de Madres Centroamericanas de Migrantes Desaparecidos: “Una madre y un padre nunca olvidan”

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Créditos: Mario Marlo
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Fabián Campos Hernández

Hace treinta y un años doña Esperanza Alvarado vio partir a sus hijos. La decisión, a pesar de ser dolorosa, estaba orillada por las circunstancias. Era integrante de CoMadres, la organización fundada en El Salvador bajo el amparo de Monseñor Romero con la misión de buscar y encontrar a aquellos que eran desaparecidos por la Guardia Nacional, el Ejército salvadoreño y los escuadrones de la muerte formados por la ultraderecha de ese país.

Las intimidaciones y violaciones a los derechos humanos que sufrieron en esa época aquellas mujeres urbanas y campesinas de manos de los organismos represivos salvadoreños, cuyo único delito era cuestionar a las autoridades por el paradero de sus familiares, hicieron temer lo peor a doña Esperanza. Ella tenía dos hijos pequeños, Mayela de nueve años e Isidro de apenas siete.

Doña Esperanza no quería que en sus vástagos se cebara el odio que impedía que en su país reinara la paz y la justicia. Las clases acomodadas salvadoreñas se habían atrevido incluso a asesinar al arzobispo Oscar Arnulfo Romero. ¿Qué podía esperar ella? ¿Qué garantías les podía ofrecer a sus hijos? Ninguna.

O casi ninguna. Con el corazón apretándole el cuerpo decidió enviarlos rumbo a Estados Unidos. La pequeña Mayela se volvió adulta de un día para otro. Además de cuidarse tendría que proteger a su pequeño hermano. La tarde que se despidieron quedó marcada con lágrimas y sufrimiento en la memoria de los tres.

Las condiciones de El Salvador y de la propia doña Esperanza no dejaron cabida para establecer rutas y modos de reencontrarse. En un país donde la muerte había asentado sus reales, conseguir ver la luz de un nuevo día era un verdadero milagro. Sus hijos, por su lado, iban en búsqueda de su suerte. No quedaba para doña Esperanza otra opción que rezar para que Dios cubriera a sus pequeños de los avatares del camino y de la vida.

Veinticuatro años después, en 2012, doña Esperanza se enteró de la existencia de la Caravana de Madres Centroamericanas de Migrantes Desaparecidos. Con ayuda de amigos mandó un mensaje por Facebook para pedir le ayudaran a encontrar a sus hijos. La búsqueda duró otros siete años.

El 15 de noviembre pasado doña Esperanza no podía contener la emoción. Ese día salió de El Salvador rumbo a México. La Caravana de Madres Centroamericanas habían encontrado a sus hijos. Ellos nunca llegaron a Estados Unidos. El destino los arraigó en Nuevo León. Hoy los tres se brindan el amor que durante más de tres décadas estuvo contenido en sus pechos.

La historia de doña Esperanza no fue la única que implicó un reencuentro. Otras tres mujeres hondureñas (Claudia Joaquina Valladares, María Erlinda Ramírez y Margarita Reyna Laínez) y un guatemalteco, Antonio Alonzo García, volvieron a encontrar a hermanos, hijos e hijas.

Sin embargo, siguen siendo miles, cientos de miles, de madres, padres, hermanos, hermanas, hijos e hijas de toda Centroamérica que han visto partir a sus seres queridos rumbo a los Estados Unidos y que nunca más han sabido de ellos. Ellos los han visto salir de su hogar para ser tragados por el infierno que es para los migrantes su paso por México.

A las historia de terror que diario se escuchan sobre violaciones, secuestros, ejecuciones a manos de los grupos del crimen organizado que reinan sobre estas tierras, los familiares de migrantes desaparecidos les enfrentan la esperanza de que si todavía no han visto sus cadáveres hay una posibilidad de que se encuentren en algún lado del inmenso territorio nacional.

Las historias como la de doña Esperanza les brindan consuelo y los lleva a resistir un año más. Tal vez, solo tal vez, el próximo año ellos podrán estrechar, apretujar y llorar en el hombro del familiar desaparecido en el mar de sangre y dolor que hoy es México.

Mientras se despedían los integrantes de la Caravana de Madres Centroamericanas de Migrantes Desaparecidos y prometían volver el próximo año, como lo hacen desde 2004, la mezcla de sentimientos no puede ser más amarga. El dolor encrespado en los huesos de los familiares se trasmite, se huele, se respira. Y mientras ellos lanzan sonrisas de agradecimiento por el apoyo recibido, los ojos de los presentes trasluce la impotencia ante una realidad que a ninguna autoridad parece importarle.

Mientras ellos y ellas toman rumbo, las autoridades federales, estatales y municipales siguen escamoteando vilmente, perversamente, el reconocimiento de su indolencia, incompetencia y complicidad con los actos de racismo y xenofobia que empiezan a ser historias frecuentes en este mar de lagrimas y sangre. Para ellos es muy fácil. Solo se trata de un migrante más. Pero las madres nunca olvidan y nosotros tampoco. Comentarios y sugerencias: la

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