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El ciervo y la sombra

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

Una buena novela ha de ser como el café (que, a su vez, ha de ser como la vida): negra y amarga. Suele decirse que la novela negra deriva del policial, aquel género inaugurado por Edgar Allan Poe en su relato Los asesinatos  (o “crímenes”)  de la calle Morgue. Curioso es notarlo: se llama “policial” o “policíaco” pero los policías representan la ineptitud, la burocracia ciega, lo farraginoso inútil. Tiene que aparecer, según la tradición, un extravagante y pintoresco individuo, que por comodidad podríamos llamar “detective privado”. Este personaje posee una inteligencia desmesurada y un talento analítico excepcional, y con ambos instrumentos resuelve los misterios más intrincados. Poe inventó a Auguste Dupin, mientras que sus secuaces, Arthur Conan Doyle y Agatha Christie idearon a Sherlock Holmes y a Miss Marple. Holmes es genial y heterodoxo; Miss Marple, conservadora y burguesa. Para ambos, no hay secreto que cuente, porque logran hacer singulares malabarismos mentales para llegar a desvelar los más apartados secretos. Claro está que, como han señalado varios críticos, cuentan con la ventaja de que sus creadores saben, desde el principio, la solución del enigma. Como resolver un crucigrama sabiendo todas las respuestas. La novela policial todavía no llena los requisitos para ser llamada “novela negra”. En realidad, ese adjetivo es un trasvaso del nombre de la revista en donde aparecieron los primeros relatos de aquel tipo. En los años ’20 del siglo pasado, se publicaba, en Nueva York, una revista llamada Black Mask. Allí se dieron a conocer Raymond Chandler y Dashiell Hammett. El color negro de esa máscara contaminó a la literatura. Más adelante, hacia 1945, la editorial Gallimard creó la Serie Noire, que publicaba novelas del género.

La novela negra norteamericana también se llamó hard boiled, singular acepción para una expresión literaria. Los tipos duros y cínicos, como Philip Marlowe, comenzaron a poblar el relato de aventuras policiales, y estaban situados a años luz de los intelectuales analíticos del inicio del género. La novela norteamericana está llena de acción y de diálogos ácidos, se desplaza de los cottages ingleses a los bajos fondos de Los Ángeles, pulula de estafadores, delincuentes, drogadictos y depravados. Nada que ver con el té de las cinco de los protagonistas británicos. Es más, el policial clásico exigía una ambientación específica, generalmente identificada con los paisajes del Reino Unido o con la refinada metrópolis parisina. Por eso mismo, su migración a la literatura en lengua española presentó una dificultad: la verosimilitud. Era difícil imaginar, en nuestros ambientes, a un maquinador intelectual deseoso de colaborar con la policía. Al punto que Rodolfo Walsh debió inventar a un refinado filólogo y bibliófilo rioplatense, en sus Cuatro estudios en rojo, para hacer pasable la deducción policíaca. En general, resultaba difícil ambientar en Madrid o en Caracas una trama como las de Sherlock Holmes. Pegó mucho más el modelo norteamericano. También por otro motivo: el estilo de la novela negra implicaba una dura crítica social. Explorar los bajos fondos, navegar en las profundidades de la periferia, mostrar los márgenes equivalía a desnudar las debilidades de un sistema. Y si ello tenía sentido en las grandes metrópolis del norte, adquiría mucha significación en la América del Sur. En España, esa manifestación se dio mucho más tarde, con la aparición de las novelas de Manuel Vázquez Montalbán y su personaje Pepe Carvalho.

Todo esto viene a cuento por la lectura de una novela de Diego Ameixeiras, El ciervo y la sombra (México, FCE, 2024). Ameixeiras es un joven escritor gallego, de Santiago de Compostela, que maneja con soltura el género negro. El título de su obra podría ser interpretado con una figura literaria de noble estirpe: la endíadis. Por ejemplo, el célebre relato de Jorge Luis Borges, “La muerte y la brújula” contiene la solución del misterio propuesto en el título. Al final, cuando todo se ha resuelto, comprendemos que ese título debe leerse: “La muerte es la brújula”.  En la novela de Ameixeiras, el ciervo es la sombra. El primer enigma que plantea el autor está allí, y, en la medida que leemos el relato, comprendemos su resolución. La trama se concentra en el protagonista, Mateo, siempre asomado a un abismo gótico, de donde pareciera surgir una mano que lo quiere arrastrar a las profundidades del mal. Toda la narración describe la resistencia agónica de Mateo contra ese destino aparentemente irremisible. Desde las primeras líneas asistimos a su lucha por contrarrestar al mal, y en cada capítulo hay un asalto de las tinieblas por seducir a Mateo. El ciervo, que es la sombra, se configura como una alegoría de la muerte, de la negación, de la oscuridad. En efecto, los padres de Mateo han muerto en un accidente de automóvil provocado por un ciervo. Al contrario de la tradición simbólica occidental, este ciervo no es el alma que corre hacia la fuente de la vida. Es, en cambio, el heraldo de la fatalidad y de la negatividad.

La novela se presta a una lectura alegórica, en términos cristianos. Naturalmente, es solo una modesta propuesta de lectura. Digamos que la calidad literaria del texto reside en esa riqueza simbólica. Si seguimos tal orientación, el nombre del protagonista comienza a dar una clave: Mateo se llama uno de los evangelistas. Al leer la novela, descubrimos que la salvación del protagonista se enlaza con tres personajes que son tres oportunidades de rescate. En primer lugar, el padre Andrés, uno de esos curas aventureros que se encuentran de vez en cuando en los países hispánicos. Heredero de aquellos sacerdotes que se identificaron con los conquistados y los colonizados, como Fray Francisco Ximénez, cuyo amor por los mayas lo hizo descubrir el Popol Vuh; como Fray Bernardino de Sahagún, que rescató la memoria intelectual de los aztecas; como Diego de Landa, cuyo furor inquisitorio no le impidió rescatar la cultura que había destruido. El padre Andrés ha estado en América Latina, y de esa experiencia le viene vivir en los suburbios y ayudar a los pobres de la ciudad. Por eso, tiende una cuerda de salvación para Mateo, náufrago de la droga y de la orfandad. En segundo lugar, Irene, que vuelve de la dura separación para ofrecerle una nueva oportunidad de reconstruir su vida a través del afecto y la compañía. En tercer lugar, Katia, una joven comprometida con las causas solidarias, quien, desde un centro social, da la oportunidad a Mateo de rescatarse a través del trabajo con los demás y para los demás. Podría decirse que el padre Andrés representa la fe. En una primera instancia, la fe religiosa, pero en modo más extenso, la fe en sí mismo relacionado con la sociedad. En efecto, Mateo colabora con el cura para distribuir alimentos a los pobres y a los marginados. De la misma manera, Irene representa claramente el amor, en su sentido lato y en un sentido más extenso, como rescate de la desesperación y la miseria espiritual. Por último, Katia sería la esperanza a través de la solidaridad, del altruismo, de la otredad. Fe, esperanza y caridad son las virtudes teologales y no sería extraño que hayan emergido de la inevitable cultura cristiana de Ameixeiras.

O no, pues lo negro de la trama, la oscuridad de los orígenes de Mateo, la dureza de su vida de perro callejero, entre prostitución, droga y delincuencia, no apunta a nada cristiano sino a un nihilismo exasperado, en donde todos los horizontes se cierran y no queda más que la nada existencial, el completo y horrendo vacío de la vida en el mundo contemporáneo. El ciervo y la sombra es novela negrísima, en donde las puertas se cierran delante de la nariz del protagonista proclamando la ausencia de rescate en una sociedad plegada al consumismo y al materialismo. En donde no hay lugar para los soñadores, como los jóvenes promotores de la solidaridad. En donde todo se va hundiendo al paso del protagonista, como aquellas pesadillas en las cuales corremos hacia la nada, sin avanzar un centímetro. El tema central de la novela resulta muy actual: la falta de esperanza de los jóvenes, que ven un futuro sin horizonte. La escritura es notable, con un gran cuidado en su discurrir, con el uso elaborado del lenguaje, con un estilo que apenas se hace ver.

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