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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 6 minutos

Por Dante Liano 

El carrito se paró de repente. Eugenio observó el tablero de instrumentos y vio la luz roja, brillante y fija. “Se murió la batería”, sentenció. Consultó su teléfono móvil: “Y, para añadidura” (casi hablaba consigo mismo) “no hay señal”. Nos habíamos quedado varados en medio de la selva de Izabal, al norte del Río Dulce. No pude evitar el recuerdo de La vorágine, de José Eustasio Rivera: “¡Se los tragó la selva!”. Lo malo era que habían dado las seis de la tarde y la noche se nos venía encima. En estas latitudes, el crepúsculo es muy breve, los celajes son tajantes, apenas si da tiempo de admirarlos, y de, repente, la luz desaparece. Peor que malo, en donde estábamos no había atisbo de electricidad, así que, si nos sorprendía la noche, la posibilidad de pasarla bajo un árbol no estaba muy lejana. Y una cosa es velar en medio de un bosque amable de cuento de hadas y otra es hacerlo en medio de monos saraguates que rugen como leones, serpientes que se deslizan sin ruido, o, lo más real, atacados por millones de mosquitos cuya picadura, repetida y persistente, puede ser tan mortal como la de una araña de las que abundan en el lugar. Literariamente, pensé: “Estamos perdidos en medio de la selva”. Toda una vida de lecturas autoriza a aprovechar la única oportunidad de vivir como si se estuviera en un capítulo de Salgari o Julio Verne.

Todo había comenzado dos días antes, en la capital del país.

El teléfono sonó varias veces, a las siete menos cuarto de la mañana. “¿Quién será a estas horas?”.

—El señor Manuel Pérez —me avisó el guardián.

Era el conductor que nos llevaría a Río Dulce. Yo le había dicho a las ocho y media.

—Es por el tráfico —me dijo. — Prefiero llegar temprano.

Gracias a ese anticipo, salimos antes.

El camino hacia Río Dulce duró siete horas. “Hace veinte años” me va a decir Eugenio cuando estemos con él, “se hacía en tres horas y media. Yo cenaba con mi madre, y a las nueve salía de la capital. A medianoche ya estaba aquí”. Pero eso iba a ser cuando yo me quejara de la duración del viaje. Ahora, mientras salíamos de la ciudad, entre el fatigoso tráfico de la mañana, el cielo estaba cargado y pesadas nubes grises flotaban sobre la capital. “Sólo falta que nos llueva todo el tiempo”, pensé o dije, no recuerdo. En cambio, va a llover, como suele llover en la selva, a cascada o torrente, solo por las noches. Durante el día, íbamos a tener un sol pleno, con el cotidiano cielo azul del país. Al salir hacia la carretera norte, vimos la cola de TIR, infinita, que estaba parada, como si el tiempo no existiera, en la entrada de la ciudad. Pequeños automóviles entre camión y camión agotaban la paciencia de los trabajadores que inventarían alguna excusa por la llegada tardía. Muchos se levantan antes del alba y antes de la cinco de la mañana enfilan hacia su trabajo. Luego, en el estacionamiento, duermen en el auto hasta la hora de entrada. Comentamos, con Manuel, los camiones, las imprudencias, los paisajes. El camino es largo y pasamos extendidos trechos en silencio. Manuel me pasó el teléfono. “Ponga en You Tube las canciones que le gustan”, me invita. Yo no me atrevo a abrumarlo con la música clásica, no vaya a decir, como hace años, lo mismo que una trabajadora de la casa adyacente a la nuestra: “Allí parece que se murió alguno, porque solo música fúnebre ponen”. Lo asombroso de ese camino es que, a todo lo largo, las principales cadenas de comida han puesto sucursales: en el mapa, uno piensa en el fin del mundo. A ese fin del mundo no escapan hamburguesas basura y bebidas con gas y azúcar. No escapa Manuel, quien, apenas puede, come, con previsible exactitud, la chatarra que propinan las multinacionales, mientras la nostalgia nos indica el camino de los platos nacionales: maíz, leguminosas, carne de pavo y salsas.

— Allá está lloviendo —dice Eugenio, al día siguiente, y señala el horizonte blanco que se derrama detrás de la montaña, en dirección de Livingston, a donde nos dirigimos. La lancha se balancea sobre las aguas del Río Dulce-.  Mejor vamos al castillo.

Dirige la proa de la lancha hacia donde se levanta el castillo de San Felipe, un fuerte fluvial en la línea que separa el lago de Izabal y el Río. Nos recibe una ráfaga de mariposas de alas negras y cabeza amarilla, tantas, en nube de enjambre, muchedumbre de alas, hervidero de multitud. Entre revoloteo de mariposas y el sol que sale tras las nubes, agobiante, el Castillo se revela pequeño, y por la altura de los techos y las huellas de los españoles que lo habitaron, se piensa que los conquistadores no debieron medir más de 1.50. Allí, por siglos, sudaron sin consuelo los vigías que disparaban cañonazos a piratas ingleses y franceses. Esa noche voy a soñar con mariposas que no se desprenden de mi cuerpo. Ahora que clareó, la lancha enfila hacia Livingston. De vez en cuando, Eugenio se detiene y nos enseña alguno de los lugares secretos del río. Hay una pared con nostálgicas inscripciones de marineros o antiguos viajeros que pasaron por allí a principios del siglo XX, hay una cueva sombría que atraviesa la montaña, hay un nacimiento de agua pura en donde se aprovisionan los indígenas del lugar. El agua es verde porque refleja los inagotables árboles que pueblan las paredes de roca que escoltan la corriente. La belleza es irrefutable, se impone y domina, absorbe, sojuzga. A veces, las plantas están paralelas al agua, como si se inclinaran a rendirle homenaje, o a beber con las puntas de sus sedientas ramas.

Bajamos de la lancha y nos seguimos balanceando, en el muelle, como si continuáramos el viaje. Para ir al pueblo, pasamos por un restaurante, atravesamos un corredor y salimos a una calle lateral. Es como atravesar el túnel del tiempo. Atrás, el río y sus aguas. Delante, un pueblo caribeño con sus tuc-tuc, sus tiendas de chucherías, y su gente que camina con la desenvoltura de los de tierra caliente. He ido hasta allí para reconocer el lugar de Guatemala que tiene más afrodescendientes. Me espera una sorpresa: las calles están pobladas de mayas con sus trajes típicos. “Hace años que la migración masiva de los kekchíes ha desplazado a los garífunas”, me explica Eugenio. Los garífunas son la población que, por siglos, habitó Livingston. Una mezcla de afrodescendientes, kekchíes y coolies. El garífuna reúne la lengua maya, el español, el inglés y el hindi. Vamos a un restaurante en donde comemos el “tapado”: sopa de pescado en leche de coco. La dueña es una señora extrovertida, que bromea y se ríe con abundancia. Su buen humor se pega. Lleva adelante una lucha por preservar su cultura y dirige una cooperativa de mujeres. Bebemos, para acompañar la comida, directamente del agujero realizado en un coco. Más tarde, el guífiti, un digestivo hecho con hierbas del lugar.

Eugenio se ha construido un universo sostenible y ecológico en Río Dulce: el Hotel Hacienda Tijax. Con la locura utópica de los Buendía, se compró un pantano a la orilla del río, y construyó bungalows de palafitas sobre la superficie, en medio de árboles antiguos como la creación, con lianas que caen con desconsuelo y un cocodrilo que sería de juguete si no se comiera a los cristianos. Para entrar desde la carretera, un puente colgante se hamaquea sobre el agua densa de plantas y el marrón de la madera contrasta con el verde soberano que campea por todas partes. Los turistas se quedan absortos por la pureza del ambiente: el tránsito de una dimensión a otra. Del otro lado: el bullicio, la suciedad, la contaminación. Aquí, el mundo en sus orígenes, lo más cerca de lo primordial. A tus espaldas, la vida por tierra: el humo de los escapes, la prisa, el artificio. Delante de ti: el río, la comunicación por las aguas, la brisa persistente. Por las noches, te sorprende el obsesivo croar de las ranas, incesante; o el aguacero de tormentas que dura toda la noche y se retira por la mañana.

Al final, no nos tragó la selva, como en La vorágine. El último hijo de Eugenio nos acompañaba y con la soltura de sus dieciocho años, caminó, por los pastizales empapados de agua, hasta el casco de la finca y regresó con un tractor. Mientras caía la oscuridad, nos jaló por barrizales insostenibles hasta donde regresaríamos a la casa en donde nos esperaba el chocolate con champurradas. Ese día habíamos visto tres manadas de saraguates rugir espantosamente para marcar su territorio. Vimos arroyos cristalinos, como de égloga de Garcilaso, discurrir por la tierra. Vimos un río caudaloso, lleno de generosidad y promesa, dividirse en dos, para regar las tierras agradecidas en donde surgen caobas, matilisguates y, sobre todo, ceibas protectoras con sus copas abundantes como para cubrir mercados. Vimos, en fin, la naturaleza como debió ser al principio del mundo, en donde el ser humano percibía su pequeñez sin discusiones, un elemento como tantos otros perdido en la magia del universo.

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