Por Marcelo Colussi*
18 de junio del 2019
I
Luego de cada proceso electoral suele decirse que “ganó el país” o “ganó la democracia”. Más allá de esa banalidad –que, en realidad, no es tan banal, sino que hace parte de la ideología dominante que encubre siempre la verdad de las cosas: la democracia representativa en un engaño bien pergeñado para seguir manteniendo la explotación de la clase trabajadora–, más allá de esa tontera que se nos quiere hacer creer, se abre una pregunta básica: ¿qué sigue después de todo el montaje de estas elecciones democráticas trilladas?
La respuesta inmediata es: ¡nada ha cambiado! Y lo más patético de todo: ¡¡ni puede cambiar!! Estas democracias formales son solo un cambio de administración, de gerente (¿de capataz?). Los verdaderos factores de poder (grandes empresarios, terratenientes, banqueros, y para el caso de nuestros países latinoamericanos: la Embajada de Estados Unidos, auténtico “poder tras el trono”) no cambian con ninguna elección. ¿Manda el pueblo? No parece…. La democracia como supuesto “gobierno del pueblo” en todo caso, con restricciones si se quiere, pero como experiencias verdaderas, se encuentra en los socialismos reales, en las asambleas comunitarias, en los cabildos populares, en los comités de base. Lo demás, lo que conocemos aquí, como dijera Jorge Luis Borges, “es una ficción estadística”.
Cada vez que un gobierno democrático (de estas democracias formales, de cartón) intenta ir más allá de lo que le permite la institucionalidad vigente y pretende tocar los verdaderos resortes del poder (reforma agraria, nacionalizaciones, leyes populares demasiado “subidas de tono”), viene el golpe de Estado. Pasó en Guatemala en 1944 (golpe de Estado de Castillo Armas contra Jacobo Arbenz), pasó en Chile en 1973 (golpe de Estado del general Pinochet contra Salvador Allende), pasó en Granada en 1983 (golpe de Estado contra Maurice Bishop y su posterior ejecución), pasó en Haití en 1991 (golpe de Estado contra Jean-Bertrand Aristide por parte del militar Raoul Cedras). Pasó incluso con procesos que simplemente buscaron mejoras en las condiciones generales sin tocar nada profundo, como en Honduras en 2009 (golpe de Estado técnico contra el presidente Manuel Zelaya, destituido), o en los recientes gobiernos de Argentina y Brasil, acusados de corrupción y desplazados del poder con elecciones bien organizadas donde se satanizaron las figuras de los mandatarios Cristina Fernández o Lula y Dilma Roussef respectivamente.
En definitiva: con estas democracias donde se va a las urnas cada cierto tiempo no cambia nada. El único que sigue perdiendo es el perdedor eterno, el pueblo. O, si queremos ser más precisos, la clase trabajadora, aquella que genera la riqueza que la clase dirigente se apropia: obreros industriales urbanos, proletariado rural, amas de casa, trabajadores de servicios, asalariados varios. No está de más recordar enfáticamente que los trabajadores no somos “colaboradores” de esa supuesta “gran familia” que es la empresa. Somos trabajadores, que no es lo mismo.
En Guatemala acaba de haber elecciones. Anticipadas por cierto, pues el actual gobierno, bastante jaqueado por la situación política que no encuentra salida, vio en ese adelantar la primera vuelta para este 16 de junio una manera de poner una válvula de escape al descontento popular. No está de más recordar que, además de un malestar generalizado por la corrupción reinante en el país (la administración del presidente Jimmy Morales se las ingenió para sacarse de encima a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– de Naciones Unidas, negociando con quien la financia, el gobierno de Estados Unidos, cambiando impunidad garantizada por acatamiento fiel y absoluto de cada pedido –¿orden?– de Washington). De esa cuenta, acaban de ingresar 300 militares estadounidenses a territorio guatemalteco con la supuesta finalidad de apoyar en desastres naturales, aunque en realidad su verdadera misión es ayudar a detener las migraciones. De Guatemala salen huyendo 200 personas diarias con rumbo a Estados Unidos como migrantes irregulares, escapando de la pobreza crónica, a la violencia, a la exclusión. Las elecciones, por cierto, el cambio de administrador de turno, no puede terminar con eso.
II
No sorprenden los resultados de esta primera vuelta electoral. Como indicaban las encuestas previas, la candidata de la Unión Nacional de la Esperanza –UNE–, Sandra Torres, puntea con alrededor de un 25% de preferencia del electorado.
Viendo el conjunto del proceso electoral desde el campo popular, la situación se sigue mostrando muy desfavorable para las grandes mayorías de a pie, porque esas grandes masas continúan viviendo mal, con pobreza (60% bajo el límite establecido por Naciones Unidas), en numerosas ocasiones teniendo que salir de “mojados” hacia el Norte por la falta de oportunidades, padeciendo los rigores de un capitalismo dependiente y subdesarrollado, con un Estado raquítico que no atiende las verdaderas necesidades de su población (salud, educación, vivienda, servicios básicos, tierras para los campesinos, microcréditos). El panorama se sigue mostrando desfavorable porque, además de lo recién descrito, las elecciones no permiten cambios sustantivos en la estructura política-económica y social de un país. El nuevo mandatario (que asumirá recién el 14 de enero del año próximo) no llegará para cambiar nada en lo sustancial. Tal como están las cosas, en Guatemala y en cualquier país del mundo que la practique, la democracia representativa es un ejercicio donde se cambia periódicamente de administración (gerente), sin que se alteren en lo más mínimo las verdaderas estructuras de base.
Guatemala hace ya más de tres décadas retornó a este tipo de democracia formal luego de décadas de dictaduras militares y guerra interna; con 10 presidentes habidos (Vinicio Cerezo, Jorge Serrano Elías, Ramiro de León Carpio, Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom, Otto Pérez Molina, Alejandro Maldonado, Jimmy Morales), los problemas estructurales se mantienen, similares a los que dieron origen al conflicto armado en la década del 60 del pasado siglo: pobreza extrema, exclusión social, racismo, patriarcado, corrupción, impunidad, un Estado cooptado por mafias y grupos económicos cada vez más ricos.
Para estas elecciones, como dato curioso, aparecieron 19 candidatos presidenciales. Ello podría hacer pensar en una tremenda fragmentación. Pero analizadas en detalle las cosas, la derecha está unida como propuesta de clase, muy unida, siendo la izquierda la fragmentada.
Por lo pronto, días antes de las elecciones 15 candidatos a la presidencia, excluidas las fuerzas de izquierda (los partidos Movimiento para la Liberación de los Pueblos –MLP–, Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca –URNG-Maíz–, Winaq, Convergencia y Libre) firmaron la “Declaración Vida y Familia”, comprometiéndose a defender la familia y el matrimonio tradicional. Ello evidencia la ideología profundamente conservadora y tradicionalista de la derecha nacional, evidenciada en los partidos políticos contendientes en la justa electoral. Podría decirse que el furioso espíritu anticomunista (conservador, clerical) de la Guerra Fría aún sigue presente. Ello se manifiesta en el discurso abiertamente antiprogresista que se ha venido dando en estos últimos tiempos, donde cualquier atisbo de cambio o disenso (la misma ONU, el anterior embajador estadounidense Todd Robinson, el actual Papa Francisco, la lucha por el aborto o por los derechos de diversidad sexual) es visto como “comunista”, desestabilizador, peligroso.
Aparentemente los partidos de derecha están fragmentados, incluida la UNE (que, a lo sumo, años atrás tuvo un perfil tibiamente socialdemócrata cuando fue gobierno, con Álvaro Colom como presidente y Sandra Torres como Primera Dama, pero que es tan de derecha como los otros). En realidad, en la derecha hoy día existen dos bloques en pugna en cuanto a sus perspectivas políticas, pero que como clase dominante no necesariamente se enfrentan: uno representado por una ideología modernizante y amparado en algunos grandes grupos económicos, que se permite financiar a algunos partidos de la izquierda electoral moderada, con un lenguaje supuestamente anticorrupción. Otro, mucho más claramente conservador, apoyado también por grandes grupos empresariales y capitales terratenientes, vehiculizado por una corrupta clase política más otros sub-sectores (militares, crimen organizado, empresariado ligado al Estado como contratistas, iglesias neopentecostales), que no dudó un instante para cohesionarse y terminar con la lucha anticorrupción enarbolada anteriormente por la CICIG. Derecha que dio en llamarse “Pacto de Corruptos”. El fallecido ex presidente y alcalde capitalino Álvaro Arzú, miembro de la más conspicua oligarquía tradicional, era su principal exponente.
De todos modos, esta supuesta fragmentación con innumerables fuerzas políticas minúsculas, nuevas y desconocidas del público, con candidatos improvisados que apenas sacaron porcentajes irrisorios en sus candidaturas presidenciales, no muestra descomposición sino, en todo caso, una estrategia seguramente pensada para la segunda vuelta electoral. Esta pulverización de grupúsculos puede permitir un mayor número de diputados, con lo que la derecha ligada al llamado Pacto de Corruptos podrá asegurarse seguir manteniendo el control del Poder Legislativo, tal como lo tiene ahora.
III
La que sí verdaderamente está fragmentada es la izquierda. El campo popular no tiene referentes válidos, como producto de los terribles golpes sufridos durante la guerra pasada. Es evidente que la “pedagogía del terror” instaurada (200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, 669 aldeas masacradas con la estrategia de tierra arrasada, miedo, ruptura de los tejidos sociales, torturas, cárceles clandestinas, cultura de silencio impuesta) surtió efectos. Las organizaciones populares y los grupos de izquierda aún aparecen muy tibios en la escena. Prueba de ello fue lo acontecido en el año 2015, cuando a partir de un descontento popular generalizado (expresado más en lo urbano que en lo rural), que logró expulsar al por entonces binomio presidencial –sin dudas como parte de una agenda preparada por Washington que buscaba en ese entonces con los demócratas en la Casa Blanca una cruzada anticorrupción–, no hubo fuerza política de izquierda capaz de retomar ese malestar para transformarlo en algo más que protestas sabatinas fiesteras sin contenido político transformador, yendo más allá de las vuvuzelas y el himno nacional.
El campo popular y las fuerzas de izquierda, producto de ese anticomunismo visceral que marcó largas décadas del siglo XX y que continúa vigente hoy, quedaron diezmados luego de 36 años de guerra. Lo que fuera el movimiento guerrillero revolucionario cayó en marasmo, fragmentándose, perdiendo su rumbo, siendo cooptado por la democracia representativa y toda su maquinaria a prueba de transformaciones, corrupta, politiquera, mafiosa. Esa dinámica irremediablemente transforma a los luchadores sociales en engranajes del sistema, siendo muy difícil salirse de esas circunstancias. El saco y corbata, o los tacones y las joyas, alejan de la lucha popular. La prueba evidente es lo que le pasó a la izquierda transformada en grupos políticos que entraron al juego parlamentario: se aguaron, perdieron la fuerza revolucionaria de antaño, pasaron a ser cómplices –a sabiendas o no– del sistema que combatieron alguna vez.
Pero en el medio de ese desánimo generalizado, que llevó a que prácticamente desaparecieran algunas fuerzas ubicadas a la izquierda o que en elecciones pasadas tuvieran magros resultados, surgió el Movimiento para la Liberación de los Pueblos –MLP–.
Producto de un largo trabajo de organización comunitaria desarrollado laboriosamente durante años por el Comité de Desarrollo Campesino –CODECA–, el MLP, su expresión política para la pugna en los marcos de estas democracias representativas, logró en esta primera ronda un brillante 10% de preferencia electoral con Thelma Cabrera como candidata, una lideresa campesina forjada en luchas populares. Sumadas todas las fuerzas de izquierda (cuatro partidos, más el MP), se obtuvo alrededor de un 20%. Definitivamente, no es poco. ¿Alcanza para cambiar el curso de los acontecimientos? Por supuesto que no.
Es más que seguro que el Pacto de Corruptos para la nueva vuelta electoral del 11 de agosto trabajará arduamente. El segundo más votado ahora, que pasa a la ronda final, Alejandro Giammattei, es un actor político funcional a esa derecha recalcitrante. También lo es Sandra Torres, pero por diversas razones (su acendrado autoritarismo, el representar a sectores de nuevos ricos industriales, el no ser miembro de confianza del Pacto de Corruptos, su presunto pasado izquierdoso), la derecha más conservadora preferirá a Giammattei como el ungido nuevo presidente.
Siendo objetivos en la lectura de los acontecimientos: ¿quién gana con Sandra Torres o Alejandro Giammattei? La clase trabajadora seguro que no. En todo caso, está por verse cómo se reacomodan las fuerzas de la derecha. El Pacto de Corruptos seguramente se sentirá más seguro, más a gusto con la figura de Giammattei, del partido Vamos. Es muy probable que para la segunda vuelta ponga todas las baterías para lograr no perder sus cuantiosas cuotas de poder actual, cosa que la UNE de Sandra Torres no necesariamente le aseguraría. El actual partido de gobierno con Jimmy Morales a la cabeza, el Frente de Convergencia Nacional –FCE-Nación–, y lo que él representa: grupo de militares retirados ligados a la guerra contrainsurgente y a negocios no muy santos, que ahora llevó como candidato presidencial a un ex militar (Estuardo Galdámez), si bien quedó muy lejos en la contienda, en tanto parte fundamental del llamado Pacto de Corruptos tiene asegurada su impunidad, por cuanto los resortes del Congreso los podrán seguir manteniendo, con la suma de todos esos pequeños partidos. En definitiva, esa derecha recalcitrante que tiene cooptados numerosos espacios del aparato estatal (Congreso, buena parte del sistema de justicia, el Ministerio Público, la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT–, numerosas alcaldías empezando por la de la ciudad capital) respira tranquila porque ya se sacó de encima a la CICIG, se quitó de en medio a la anterior “molesta” Fiscal General Thelma Aldana (a quien también le cerró las puertas para presentarse a las elecciones) y todo indica que seguirá tranquilamente con sus negocios.
Por último, los grandes grupos económicos, ligados a la agroexportación, la industria, la banca o los servicios, no pierden, pues son ellos, en definitiva, los que financian (y manipulan) a la clase política. Ni tampoco pierden los capitales transnacionales dedicados básicamente a la industria extractivista: monocultivo para agrocarburantes, minería, centrales hidroeléctricas (estadounidenses en lo fundamental), que actúan con el beneplácito del gobierno de turno. Ni Sandra Torres ni Alejandro Giammattei modificarán nada de esto. Y la izquierda, con su fragmentada presencia, no alcanzará para disputarle espacios ni iniciativas políticas a esta derecha, más o menos corrupta, que sigue cooptando el Estado, y en muchos casos, haciendo alianza con el crimen organizado (narcoactividad, contrabando, tráfico de personas). Dicho sea de paso, según datos de Naciones Unidas, esta economía non sancta representa no menos de un 10% del Producto Bruto Interno –PBI– del país. En un sentido general, los capitales (nacionales o internacionales, tradicionales o emergentes) siempre salen beneficiados; el espectáculo reiterado de las elecciones no altera en un ápice el asunto.
Ahora bien: la buena actuación electoral del MLP, con alrededor de un 10% de preferencia, en todo caso podría abrir un interesante escenario para las fuerzas de izquierda, que podrán trabajar para unirse deponiendo protagonismos personalistas, buscando incidir a futuro. Apoyar a la UNE en la segunda vuelta puede ser lo “menos malo” para las mayorías. Pero eso, en definitiva, no trae auténticas mejoras para las clases populares. Manejar el aparato de Estado, que no es tener el poder, puede servir para algo, quizá para generar planes asistenciales, paliativos (como ya lo hiciera la UNE en su anterior gobierno). De todos modos, esos serían cambios cosméticos. Como siempre, las mayorías populares dentro de este esquema de democracias con cuentagotas se ven forzadas a elegir lo menos malo. Y de eso se tratará finalmente. No se puede esperar mucho de ella, pero quizá vale la pena aprovecharla. La derecha mafiosa y corrupta (nada ha cambiado realmente en la forma de hacer política), ya se sabe que no es sino más de lo mismo.