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Buscando a Óscar: masacre, memoria y justicia en Guatemala -III

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Créditos: Carlos Antonio Carias Lopez, Daniel Martinez Martinez, Reyes Collin Gualip and Manuel Pop Sun, four military men accused of the murder of 252 farmers in 1982, during their trial, in Guatemala City, on August 1, 2011. Fuente: http://www.gettyimages.com
Tiempo de lectura: 8 minutos

Por: Sebastian Rotella de ProPública, y Ana Arana de Fundación MEPI.

Memoria de los olvidados

A raíz de la noticia sobre el arresto en Estados Unidos del ex kaibil José Mardoqueo Ortiz Morales, el día 6 de enero 2017, cusado de participar en la masacre en la alea Las Dos Erres, Prensa Comunitaria publica el siguiente reportaje cuya importancia consiste en abordar un hito dentro de la justicia transicional, sobre la verdad y la justicia hacia las víctimas civiles durante el Conflicto Armado Interno.

Luego de 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz, su cumplimiento ha enfrentado un sinnúmero de tropiezos, pero quizás el gran olvidado ha sido el enjuiciamiento y sanción de los responsables de violaciones a los derechos humanos.

Carlos Antonio Carias Lopez, Daniel Martinez Martinez, Reyes Collin Gualip and Manuel Pop Sun, four military men accused of the murder of 252 farmers in 1982, during their trial, in Guatemala City, on August 1, 2011. Fuente: http://www.gettyimages.com
Carlos Antonio Carias Lopez, Daniel Martinez Martinez, Reyes Collin Gualip and Manuel Pop Sun, four military men accused of the murder of 252 farmers in 1982, during their trial, in Guatemala City, on August 1, 2011. Fuente: http://www.gettyimages.com

Pese a las acciones de amedrentamiento y la sistemática postergación de los juicios, con la finalidad de entorpecer los procesos judiciales y dejar impunes los abusos y crímenes de lesa humanidad, la justicia transicional ha salido adelante con pequeños pasos y en solitario.

Este reportaje, que será publicado en 4 partes, es una detallada reconstrucción de la brutalidad con que el Ejército atormentaba a poblaciones indefensas del interior del país, con la sospecha infundada de albergar grupos guerrilleros. En la estrategia militar, esos procedimientos se les denominaban “quitar agua al pez”, cuya finalidad era restarle apoyo social y logístico a los movimientos guerrilleros. Pero en realidad sus resultados fueron la diseminación a lo largo y ancho del país, del terror, de un paisaje sepulcral donde a cada cierto tiempo se descubren fosas clandestinas como fieles testigos de las atrocidades cometidas, y el arrasamiento de aldeas de las que sólo queda el recuerdo de su existencia.

Esperamos que con esta contribución, que sólo consiste en la traducción libre de un testimonio poco conocido en el país, ayudemos a reconstruir una sociedad reciamente lastimada por la violencia y la desigualdad.

Capítulo 3: Prueba Viviente

En un plazo de pocas semanas, la Embajada de los Estados Unidos en Guatemala había llegado a entender lo que sucedió en Las Dos Erres.

Una “fuente de confianza” les dijo a oficiales de la embajada que, los soldados fingiendo ser rebeldes dispusieron asesinar a más de 200 personas. Fue el último de una serie de informes a la embajada que culpaban a los militares por masacres en todo el país. El 30 de diciembre, tres funcionarios de Estados Unidos fueron a Las Cruces, donde las entrevistas a residentes locales plantearon más sospechas.

Luego el equipo sobrevoló Las Dos Erres en un helicóptero. Aunque el piloto de la Fuerza Aérea Guatemalteca se rehusó a aterrizar, la prueba de la atrocidad – casas quemadas, campos abandonados – estaba lo suficientemente clara. En un cable inusualmente tajante para Washington, los diplomáticos opinaron que, “muy probablemente el responsable de este incidente era el Ejército Guatemalteco.”

El gobierno de los Estados Unidos guardó en secreto esa conclusión hasta 1998. Ninguna acción fue tomada en contra del ejército o contra la facción del ejército que perpetró el hecho. Los Estados Unidos continuaron dándoles soporte a los gobiernos represivos pero confesadamente anticomunistas de América Central.

Eso ocurre 14 años antes de que alguien intentara llevar a los asesinos de Las Dos Erres a la justicia.

En 1996, más de tres décadas de guerra civil terminaron con un tratado de paz entre los rebeldes y el ejército guatemalteco. Ambas partes acordaron una amnistía que eximia a los combatientes, pero que permitió el enjuiciamiento de las atrocidades.

Había considerables dudas de si el nuevo gobierno tendría éxito en manejar estos casos. Los perpetradores de varios de los peores crímenes de guerra conservaban el poder en el ejército o en mafias criminales que crecían rápidamente. Los carteles de las drogas reclutaron a Kaibiles como asesinos e instructores.

Una investigadora, con probabilidad de fracasar, que desafió a esas fuerzas peligrosas fue Sara Romero.

Romero, pequeña y de voz suave, con pelo negro dividido en el medio, se asemejaba más a una maestra de escuelita o a una dependiente de tienda que a una luchadora en primera línea contra el crimen. A la edad de 35 años, ella era una fiscal novata. Había egresado de facultad de derecho un año antes y asignada a una unidad especial de derechos humanos del Ministerio Público en Ciudad de Guatemala. Aunque los crímenes de guerra habían quedado impunes por años, ella estaba decidida a proseguir las investigaciones sin importar las probabilidades. De otro modo, pensó, la impunidad permanecería arraigada en la sociedad guatemalteca.

Romero fue asignada al caso Las Dos Erres. Durante el conflicto hubo centenares de masacres. Los investigadores de Naciones Unidas eventualmente concluirían que 93 por ciento de las víctimas las produjo el ejército, y que la matanza sistemática de indígenas constituía genocidio.

Romero tenía poco para seguir la investigación. El ejército insistía que el incidente de Las Dos Erres había sido trabajo de la guerrilla. Con base a la declaración del testigo presencial Hernández, el sobreviviente de 11 años de edad, la fiscal quedó convencida del involucramiento de ejército. Pero ella necesitaba más.

Romero viajó a la escena de la masacre, un viaje de más de ocho horas hacia esa región remota en el norte del país. Un velo lúgubre de silencio pendía sobre las ruinas de la aldea. Entrevistó a los sobrevivientes que habían estado a distancia de la aldea el día de la matanza. A muchos les dio miedo hablar. Murmuraron que temían a la ira del Teniente Carias, quien era todavía el comandante del destacamento militar en Las Cruces. Sospechaban que él era el autor intelectual de la masacre, porque había discutido con los habitantes de Las Dos Erres.

A Romero le costó establecer hechos básicos, como las identidades de las víctimas. Así probó armar una especie de censo, pidiéndole a una antigua maestra de Las Dos Erres que listara los nombres de todos los niños y sus parientes que ella podía recordar.

Sin víctimas confirmadas y sin testigos sólidos, Romero nunca podría armar un caso. Pero ella encontró una aliada providencial: Aura Elena Farfán.

Caracterizada por su dignidad y con cualidades de una abuela, Farfán tenía cabello grisáceo y una disposición donde se mezclaba dulzura y dureza. Ella lideraba, en Ciudad Guatemala, una agrupación de derechos humanos de víctimas del conflicto. A pesar de la intimidación y las amenazas, ella tenía archivada una acusación penal en contra del ejército sobre la masacre en Las Dos Erres. En 1994, trajo un equipo de voluntarios antropólogos forenses de Argentina para exhumar los restos.

Los argentinos – con destrezas perfeccionadas en la investigación de la guerra sucia en su propio país – trabajaron rápidamente y en condiciones riesgosas. El destacamento militar en Las Cruces les acosó poniendo música militar a volumen fuerte y siguiéndoles a todos lados. La exhumación inicialmente identificó los restos de al menos 162 cuerpos, muchos recién nacidos y niños recobrados del pozo.

Farfán entregó a los fiscales grandes avances. Ella dio frecuentes entrevistas en la radio de la zona, instando a los testigos a presentarse. Después de hacer públicas las pruebas, personal de Naciones Unidas le dijeron que anteriormente un soldado quiso hablar acerca de Las Dos Erres. Farfán viajó a la casa del hombre. La activista tomó precauciones, ocultando su identidad con anteojos oscuros, un sombrero rojo y un chal. Un oficial de Naciones Unidas español le seguía a distancia para ayudar a garantizar su seguridad.

La puerta se abrió. El informante Pinzón, era una persona bajita y fornida, de mostacho y anterior cocinero de la patrulla ambulante Kaibil. En el momento de la visita, él estaba desayunando con sus hijos. Después de su sorpresa inicial, le dio la bienvenida a Farfán.

Pinzón le dijo que él había dejado el ejército y se había ido a trabajar como chofer a un hospital. Como humilde cocinero, había sido maltratado por los otros soldados. Era una persona ajena, un eslabón débil en el código de silencio del guerrero. Las Dos Erres lo obsesionaba.

“Quería hablar con usted porque lo que tengo aquí en mi corazón, no aguanta más”, le dijo Pinzón a Farfán.

Pinzón contó su historia sobre la masacre y nombró a los integrantes de la patrulla. La conversación duró cuatro horas. Farfán estaba sobrecogida por una mezcla de repugnancia y a la vez de gratitud. Ella no podía resignarse a estrechar la mano del soldado, pero su arrepentimiento le pareció genuino.

Pinzón enseguida llevó a Farfán hacia otro veterano arrepentido: Ibañez. Ella convenció a ambos hombres de presentar sus declaraciones a Romero. Relataron sus historias fríamente, sin emoción. Habría sido imposible saber los detalles de la masacre si ambos no hubieran brindado testimonio, porque su información era fundamental. Los fiscales les concedieron inmunidad y les reubicaron como testigos protegidos.

Desde el principio, los investigadores encontraron obstáculos y amenazas de parte de los militares. Ahora tenían un testimonio explosivo de primera mano que implicaba a las fuerzas de reacción rápida Kaibil.

También obtuvieron una sorprendente nueva ventaja: el secuestro de los dos muchachos por el teniente Ramírez y Alonzo, el ex panadero de la escuadra.

Romero pensó que era un milagro. Aunque encontrar a los chicos era crítico. Ellos tenían que saber la verdad – estaban viviendo con la gente que había asesinado a sus padres. Ningún otro caso de atrocidad tenía este tipo de evidencia.

En 1999, Romero y otro fiscal fueron a la casa de Alonzo, cerca de la ciudad de Retalhuleu. Debido a que su oficina tenía escasos recursos, no había guardia de seguridad de la policía, ni armas. Romero temía enfrentase a un ex oficial con semejantes acusaciones. Sabía que los Kaibiles se enorgullecían de ser máquinas asesinas.

Cuando vio al soldado descansando en una hamaca delante de su casa desmoronada, su miedo se desvaneció. Era un simple hombre, un humilde campesino, pensaba.

Las fotos de la familia en la casa de Alonzo confirmaron sus sospechas de que estaba en el lugar correcto. Alonzo era un maya de piel morena. Cinco de sus hijos se parecían a él. El sexto, un niño llamado Ramiro, tenía piel clara y ojos verdes.

 “Mi hijo mayor tiene una historia triste”, dijo Alonzo a la fiscal.

Alonzo confesó. Después de la masacre, había mantenido a Ramiro en la escuela de oficiales durante tres meses. Trajo al niño a casa y le dijo a su esposa que había sido abandonado. Alonzo dijo que había alistado a Ramiro, ahora de 22 años, en el ejército. Se negó a revelar la ubicación del joven. Cuando la fiscalía le inquirió, el Ministerio de Defensa le preguntó a Ramiro si él tenía algún problema con la ley. En lugar de auxiliarle, el Ministerio lo trasladó de una base militar a otra.

Los investigadores temían que Ramiro estuviera en grave peligro si los militares sabían que él era prueba viviente de una atrocidad. Por suerte, los fiscales lo encontraron y lo sacaron de allí. Ramiro les dijo que tenía recuerdos de la masacre y los asesinatos de su familia. La familia de Alonzo lo había tratado mal, dijo, golpeándolo y usándolo como un esclavo a su alcance. Estando borracho, en un ataque de ira, Alonzo le había disparado con un rifle. Las autoridades convencieron a Ramiro de que abandonara el ejército y se le concediera asilo político en Canadá.

 La búsqueda del otro joven se arruinó.

Los fiscales se enteraron de que el niño se llamaba Oscar Alfredo Ramírez Castañeda. Su presunto secuestrador, el teniente Ramírez, había muerto ocho meses después de la masacre. Manejando un camión para transportar madera hacia una casa que estaba construyendo, el camión se volcó matándolo instantáneamente.

Cuestionada en Zacapa en 1999, una hermana del teniente reveló que había traído a casa al niño a principios de 1983, alegando que Oscar era el hijo de su hermano con una mujer soltera. Los fiscales encontraron un certificado de nacimiento para él, pero ninguna señal de que la madre realmente existió. La hermana finalmente admitió que había oído que el niño era de Las Dos Erres.

Oscar había dejado el país para irse a los Estados Unidos. Su familia no quería cooperar con los investigadores para encontrarlo. Romero decidió cancelar la búsqueda.

Los investigadores avanzaron en otras pistas. Habían identificado a numerosos perpetradores del pelotón. En 2000, un juez emitió órdenes de arresto para 17 sospechosos de la masacre.

En la asfixiante realidad de Guatemala, no obstante, los resultados fueron decepcionantes. La policía no pudo ejecutar la mayoría de las órdenes. Los abogados defensores bombardearon las cortes con papeleo y apelando a la Corte Suprema. Argumentaron que sus clientes estaban protegidos por leyes de amnistía, una afirmación que era inexacta pero que de hecho paralizaba la acusación.

Romero se había topado con el poder de los militares. Parecía como si la justicia se le escapara, igual que Oscar.

Finding Óscar: Massacre, Memory and Justice in Guatemala. Reportaje escrito por Sebastian Rotella de ProPública, y Ana Arana de Fundación MEPI, 25 de mayo de 2012.

Publicado en ProPública

Enlace aquí con la primera parte: Buscando a Óscar: masacre, memoria y justicia en Guatemala – I

Enlace aquí con la segunda parte: Buscando a Óscar: masacre, memoria y justicia en Guatemala -II

 

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