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Por: Sebastian Rotella de ProPública, y Ana Arana de Fundación MEPI

Memoria de los olvidados

A raíz de la noticia sobre el arresto en Estados Unidos del ex kaibil José Mardoqueo Ortiz Morales, el día 6 de enero 2017, cusado de participar en la masacre en la alea Las Dos Erres, Prensa Comunitaria publica el siguiente reportaje cuya importancia consiste en abordar un hito dentro de la justicia transicional, sobre la verdad y la justicia hacia las víctimas civiles durante el Conflicto Armado Interno.

Luego de 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz, su cumplimiento ha enfrentado un sinnúmero de tropiezos, pero quizás el gran olvidado ha sido el enjuiciamiento y sanción de los responsables de violaciones a los derechos humanos.

Pese a las acciones de amedrentamiento y la sistemática postergación de los juicios, con la finalidad de entorpecer los procesos judiciales y dejar impunes los abusos y crímenes de lesa humanidad, la justicia transicional ha salido adelante con pequeños pasos y en solitario.

Este reportaje, que será publicado en 4 partes, es una detallada reconstrucción de la brutalidad con que el Ejército atormentaba a poblaciones indefensas del interior del país, con la sospecha infundada de albergar grupos guerrilleros. En la estrategia militar, esos procedimientos se les denominaban “quitar agua al pez”, cuya finalidad era restarle apoyo social y logístico a los movimientos guerrilleros. Pero en realidad sus resultados fueron la diseminación a lo largo y ancho del país, del terror, de un paisaje sepulcral donde a cada cierto tiempo se descubren fosas clandestinas como fieles testigos de las atrocidades cometidas, y el arrasamiento de aldeas de las que sólo queda el recuerdo de su existencia.

Esperamos que con esta contribución, que sólo consiste en la traducción libre de un testimonio poco conocido en el país, ayudemos a reconstruir una sociedad reciamente lastimada por la violencia y la desigualdad.

Capítulo 2: “No somos perros para que nos maten”

El otoño de 1982 estaba tenso en Petén, una franja de territorio del norte de Guatemala cerca de México.

Las tropas gubernamentales en la región luchaban contra un grupo guerrillero conocido como las Fuerzas Armadas Rebeldes o FAR. La campaña contrainsurgente a escala nacional fue metódica y brutal. El dictador Efraín Ríos Montt, un general que había tomado el poder después de un golpe de estado en marzo de ese año, desplegó misiones de búsqueda y destrucción de comunidades rurales en las que se sospechaba se refugiaban los guerrilleros.

Aunque hubo combates cerca de Las Dos Erres, la aldea era relativamente tranquila. Ella había sido fundada cuatro años antes por un programa gubernamental de redistribución de tierras. A diferencia de las áreas donde los rebeldes reclutaron agresivamente a personas indígenas del país, los residentes de Las Dos Erres fueron primordialmente ladinos – guatemaltecos descendientes de blancos mezclados con indígenas. Las 60 familias que vivían en una tierra exuberante cultivaban frijol, maíz y piñas. Poseían caminos de tierra, una escuela y dos iglesias, una católica y otra evangélica. El nombre del pueblo, “dos R,” fue un tributo a los fundadores Federico Aquino Ruano y Marcos Reyes.

El comandante militar del área, Teniente Carlos Antonio Carías, buscaba a hombres de Las Dos Erres para reclutarlos en las patrullas de autodefensa civil (PAC) y que a su vez, se instalaran en su base localizada en el pueblo de Las Cruces, a unas siete millas de distancia. Los hombres se resistieron, respondiéndole que sólo patrullarían en su propia comunidad. El teniente Carías se tornó hostil, acusando a la gente de Las Dos Erres de albergar guerrilleros, además de prohibirles ir a las ceremonias de izada de la bandera, en señal de su supuesta traición.

Mostrándoles a sus superiores un costal para levantar la cosecha estampado con las siglas FAR, adujo que esta era la insignia del grupo rebelde, aunque en realidad el costal pertenecía al cofundador, Federico Aquino Ruano, siendo que la inscripción era la de sus iniciales.

En octubre, el ejército sufrió una derrota humillante en la cual los guerrilleros mataron a un grupo de soldados y salieron a toda prisa con aproximadamente 20 fusiles. A principios de diciembre, la inteligencia militar indicaba que los fusiles estaban en la zona de Las Dos Erres. Así el ejército decidió enviar sus fuerzas de tarea Kaibil, para recuperar las armas y darles a los aldeanos una lección.

Estas fuerzas militares, que ya habían atraído la condena internacional, eran la punta de lanza de una ofensiva contra la guerrilla. El término Kaibil significa en la lengua indígena Mam: “tener la fuerza y la astucia de dos tigres”. Con un régimen de entrenamiento notoriamente duro en habilidades de supervivencia, contrainsurgencia y guerra psicológica, los Kaibiles fueron vistos como las fuerzas especiales más brutales de América Latina. Su lema es: ” Si avanzo, sígueme; si me detengo, aprémiame; si retrocedo mátame”.

El plan era ocultar la identidad de los asaltantes. El 6 de diciembre de 1982, un escuadrón de Kaibiles con 20 hombres se reunió en una base en Petén y se disfrazaron de guerrilleros, reemplazando sus uniformes con camisetas verdes, pantalones de civil y brazaletes rojos. Otros 40 efectivos militares que se unieron a ellos, tenían órdenes de proporcionar apoyo perimetral y evitar que alguien entrara o saliera del lugar. La intención era que todo lo que ocurriera en Las Dos Erres se culparía a los izquierdistas.

La tropa partió a las 10 p.m. en dos camiones sin marcas. Condujeron hasta la medianoche, luego caminaron durante dos horas entre la densa jungla húmeda. Para orientarse se auxiliaron de un guerrillero cautivo que había sido forzado a acompañar la misión.

En las afueras de la aldea, el escuadrón de ataque se desplegó en la configuración habitual de grupos: asalto, perímetro, apoyo de combate y comando.

El grupo de mando tenía un operador de radio que se comunicaba con el ejército durante toda la operación. El grupo de asalto consistía en especialistas en interrogatorios en cuartos cerrados y en asesinatos directos. Incluso la tropa de apoyo se mantuvo alejado del furtivo grupo de asalto, a quienes consideraban psicópatas.

Los Kaibiles seleccionados para la misión secreta eran considerados la élite de la élite. A los 28 años, el teniente Ramírez era el más experimentado de todos.

Conocido como Cocorico y El Indio, Ramírez se había graduado en el nivel más alto de su clase en 1975. Había ganado una beca para entrenamiento avanzado en Colombia, pero se metió en líos por irse de fiesta y malgastar fondos. Suspendido por el ejército durante seis meses, luchó en Nicaragua como mercenario en 1978 con las fuerzas del dictador Anastasio Somoza Debayle, un aliado estadounidense. Los guerrilleros izquierdistas derrocaron a Somoza al año siguiente, aumentando los temores de un efecto dominó y reforzando el papel de Guatemala como un bastión estratégico para la lucha de Washington contra el comunismo en Centroamérica.

Ramírez retornó a Guatemala y se unió a una unidad de artillería. En noviembre de 1981 fue herido y condecorado al involucrarse en operaciones encubiertas anti-guerrilla, a menudo vestido civil, desarrollando una fama para la crueldad y el saqueo. Un colega soldado que sirvió con él, le consideró “un criminal con uniforme”.

Otros veteranos, sin embargo, admiraban sus proezas en el campo de batalla y su lealtad para con sus tropas. Ramírez fue un hijo obediente, que enviaba dinero a su madre cada mes. La madre se quejó frecuentemente de que el teniente, siendo soltero, no le había dado un nieto.

Ramírez se convirtió en instructor en la escuela de entrenamiento de Kaibil en Petén. En 1982, el régimen de Ríos Montt cerró la escuela y creó una brigada ambulante de instructores que eran expertos combatientes: Tenientes, sargentos y cabos. Ramírez era comandante adjunto de la unidad, la que podía desplegarse rápidamente como una fuerza de ataque contra baluartes rebeldes.

La brigada tomó por asalto la aldea a las 2 a.m.

El pelotón propinó patadas en las puertas de las viviendas y reunieron a las familias. Aunque los soldados habían estado listos para un tiroteo, no hubo resistencia, además de no encontrar ninguno de los rifles robados.

Reunieron a los hombres en una escuela y a las mujeres y los niños en una iglesia. La violencia comenzó antes del amanecer. Uno de los soldados, César Ibañez, escuchó los gritos de las muchachas pidiendo ayuda. Varios soldados observaron cómo el teniente César Adán Rosales Batres violó a una niña frente a su familia. Después de su oficial superior, el pelotón comenzó a violar a las niñas y a las mujeres.

Al mediodía, a las mujeres que habían abusado, los oficiales les ordenaron que prepararan comida en un pequeño rancho. Los soldados comían en turnos, cinco a la vez. Las jóvenes sollozaban mientras servían a Ibañez y a los demás. Volviendo a su puesto, Ibañez vio a un sargento conduciendo a una niña hacia un sendero.

El sargento le dijo que las “vacunaciones” habían comenzado.

Los soldados llevaron a los aldeanos uno tras otro al centro de la aldea, cerca de un pozo seco de unos 40 pies de profundidad. Favio Pinzón Jerez, cocinero del pelotón, y otros soldados les aseguraron a los cautivos que todo saldría bien. Ellos iban a ser vacunados. Era una precaución de salud de rutina, nada de qué preocuparse.

El Comandante Gilberto Jordán extrajo la primera muestra  de sangre. Llevó a un bebé al pozo y lo arrojó a su muerte. Jordán lloró al matar al niño. Sin embargo, él y otro soldado, Manuel Pop Sun, siguieron tirando niños hacia el pozo.

Los oficiales vendaron los ojos de los adultos y los arrojaron uno a la vez hacia el pozo. Los interrogaron sobre los fusiles, los sobrenombres y líderes guerrilleros. Cuando los aldeanos reclamaron  que no sabían nada, los soldados les golpeaban en la cabeza con una almádana. Luego eran arrojados al pozo.

-¡Malditos! gritaron los aldeanos a sus verdugos. Malditos.

“¡Hijos de la gran puta, van a morir!” -gritaron los soldados. ¡Hijos de la gran puta, ustedes van a morir!

Ibañez dejó a una mujer en el pozo. Pinzón, el cocinero, arrastró a las víctimas allí junto a un subteniente llamado Jorge Vinicio Sosa Orantes. Cuando el pozo estaba medio lleno, un hombre que estaba todavía vivo encima de la pila de cuerpos logró quitarse la venda de los ojos y gritó maldiciones a los soldados.

“¡Mátenme!” dijo el hombre.

-Tu madre -replicó Sosa.

-¡Tu madre, hijo de la gran puta!

Pinzón observó como el enfurecido Sosa le disparaba al hombre con su fusil y, por añadidura, lanzó una granada sobre la pila de cuerpos. Al final de la tarde, el pozo se desbordaba de cadáveres.

La carnicería continuó en otra parte. Salomé Armando Hernández, de 11 años, vivía en otra aldea cerca de Las Dos Erres. Temprano esa mañana había viajado a caballo con su hermano de 22 años para comprar medicamentos en Las Cruces. Cuando llegaron a Las Dos Erres a las 10 de la mañana para visitar a un tío, los oficiales pusieron a Hernández en la iglesia con las mujeres y los niños.

Observando entre los resquicios de las tablas de madera, el muchacho vio como los oficiales golpeaban y disparaban a la gente. Su hermano y su tío fueron asesinados.

Por la tarde, los intrusos reunieron a unas 50 mujeres y niños de la iglesia y los condujeron hacia los cerros. Hernández se colocó al frente de la columna. El sabía que los llevaban a la muerte. Los otros también lo sabían.

“No somos perros para que nos maten en el campo”, pronunció una mujer. “Sabemos que vamos a morir ¿por qué no nos matan aquí?”

Un soldado cerca de la columna embistió a los prisioneros para tomar de los cabellos a la mujer. Hernández vio su oportunidad y huyo rápidamente saliéndose del camino, oyendo como resonaban los disparos detrás de él. El niño se escondió en la vegetación y escuchó.

Uno por uno, los soldados mataron a los prisioneros. Hernández oyó los gemidos de los agonizantes, un niño llorando por su madre. Los soldados los ejecutaron con disparos individuales de sus fusiles, uno tras otro, 40 o 50 tiros en total.

Al anochecer, sólo los cadáveres, los animales y los oficiales habitaban el pueblo. El escuadrón pasó la noche en las casas saqueadas. La lluvia cayó. Hernández volvió a la ciudad a través de la oscuridad y el barro. Transitó por los cadáveres de sus vecinos tendidos en las calles y en campo abierto. Acurrucado en la hierba alta, el muchacho escuchó a los soldados riéndose.

“Los terminamos hermano”, dijo un oficial. Y vamos a seguir cazando.

Finalmente Hernández regresó a Las Cruces.

Cinco prisioneros también habían sobrevivido a la furia aniquiladora de los Kaibiles. Era una casualidad: las tres chicas adolescentes y dos niños pequeños aparentemente se habían escondido en alguna parte. Se pasearon por el centro de la aldea al atardecer, cuando la mayoría de los aldeanos estaban muertos. Los oficiales los llevaron a una casa que había sido convertida en el puesto de mando. Los tenientes decidieron no matar a los recién llegados de inmediato.

Por la mañana del 8 de diciembre, la escuadra se encaminó a pie entre las colinas de la selva, acarreando a los prisioneros. Los oficiales vestían a las niñas con uniformes militares. El teniente Ramírez se hizo cargo del niño de 3 años; Santos López Alonzo, el panadero del pelotón, se llevó al niño de 5 años.

Esa noche, tres oficiales llevaron a las adolescentes hacia la maleza y las violaron. Por la mañana, las estrangularon y les dispararon.

La escuadra salvó a ambos niños pequeños. Ambos eran de piel clara y tenían ojos verdes, rasgos premiados en una sociedad estratificada a partir de líneas raciales.

El teniente Ramírez le dijo a Pinzón y a los demás que iba a llevar al niño a su ciudad natal de Zacapa, en el este de Guatemala, y que le vestiría al estilo de la región.

“Voy a vestirlo nítido, como un vaquero”, dijo Ramírez. “Botas vaqueras, pantalones y camisa”.

Días después, un helicóptero aterrizó en un claro. Estaba allí para recoger a Pedro Pimentel Ríos para su próxima misión. Fue a Panamá para servir como instructor en la Escuela de las Américas, la base militar estadounidense que capacitó a muchos oficiales latinoamericanos implicados en atrocidades. Los dos muchachos fueron cargados a bordo del helicóptero y regresaron a la base Kaibil.

En la selva, la escuadra siguió caminando, confiados de las orientaciones del guerrillero cautivo que usaron como guía. El prisionero estaba atado a una larga cuerda, como una correa.

Los oficiales ya no contaban con provisiones. Mientras estaban sentados alrededor de un fuego al lado de un sendero, el teniente Ramírez le dijo a un subordinado, Fredy Samayoa Tobar, que tenía ganas de comer carne.

-¿Dónde se supone que puedo conseguir carne? Dijo Samayoa.

-Ve a sacar un pedazo de ese guía y tráemelo – replicó Ramírez.

Samayoa sacó la bayoneta. Cortó un pedazo de piel, de un pie de largo, desde la parte posterior del guía cautivo y llevó el trozo de carne al teniente.

Aquí tiene su carne.

“Oh no, no, no, tienes que ejecutarlo”, dijo Ramírez. -Está sufriendo.

El oficial mató al guía y el teniente no comió la carne.

La reyerta terminó cerca del pueblo de Bethel, donde los oficiales saquearon una tienda de comestibles, robando cervezas, puros y agua. Se encontraron con algunos campesinos y los decapitaron.

Cuando el equipo regresó a la base, más de 250 personas estaban muertas. Los Kaibiles bautizaron la misión como “Operación Desbrozadora”. Habían cortado a todos los que habían encontrado.

Cuatro días después de la masacre, el teniente Carías, comandante del destacamento militar en Las Cruces, condujo a las tropas en camiones y tractores a Las Dos Erres. Saquearon vehículos, animales y propiedades, luego quemaron y arrasaron la aldea.

Carías se encontró con un grupo de personas aterrorizadas, familiares de los desaparecidos. Algunos habían estado ese día lejos de Las Dos Erres. Otros vivían en pueblos cercanos. Se culpó a la guerrilla por el incidente.

Cualquiera que hiciera demasiadas preguntas, advirtió Carías, iba a morir.

Finding Óscar: Massacre, Memory and Justice in Guatemala. Reportaje escrito por Sebastian Rotella de ProPública, y Ana Arana de Fundación MEPI, 25 de mayo de 2012.

Publicado en ProPública

Enlace aquí con la primera parte: Buscando a Óscar: masacre, memoria y justicia en Guatemala – I

 

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