Créditos: Oscar Alfredo Ramírez Castañeda tiene un álbum que contiene fotos del teniente Oscar Ovidio Ramírez Ramos en la puerta trasera de su casa en Framingham, Mass., El 13 de mayo de 2012. (Matthew Healey para ProPublica)
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por: Sebastian Rotella de ProPública, y Ana Arana de Fundación MEPI

Memoria de los olvidados

A raíz de la noticia sobre el arresto en Estados Unidos del ex kaibil José Mardoqueo Ortiz Morales, el día 6 de enero 2017, cusado de participar en la masacre en la alea Las Dos Erres, Prensa Comunitaria publica el siguiente reportaje cuya importancia consiste en abordar un hito dentro de la justicia transicional, sobre la verdad y la justicia hacia las víctimas civiles durante el Conflicto Armado Interno.

Luego de 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz, su cumplimiento ha enfrentado un sinnúmero de tropiezos, pero quizás el gran olvidado ha sido el enjuiciamiento y sanción de los responsables de violaciones a los derechos humanos.

Pese a las acciones de amedrentamiento y la sistemática postergación de los juicios, con la finalidad de entorpecer los procesos judiciales y dejar impunes los abusos y crímenes de lesa humanidad, la justicia transicional ha salido adelante con pequeños pasos y en solitario.

Este reportaje, que será publicado en 4 partes, es una detallada reconstrucción de la brutalidad con que el Ejército atormentaba a poblaciones indefensas del interior del país, con la sospecha infundada de albergar grupos guerrilleros. En la estrategia militar, esos procedimientos se les denominaban “quitar agua al pez”, cuya finalidad era restarle apoyo social y logístico a los movimientos guerrilleros. Pero en realidad sus resultados fueron la diseminación a lo largo y ancho del país, del terror, de un paisaje sepulcral donde a cada cierto tiempo se descubren fosas clandestinas como fieles testigos de las atrocidades cometidas, y el arrasamiento de aldeas de las que sólo queda el recuerdo de su existencia.

Esperamos que con esta contribución, que sólo consiste en la traducción libre de un testimonio poco conocido en el país, ayudemos a reconstruir una sociedad reciamente lastimada por la violencia y la desigualdad.

Oscar Alfredo Ramírez Castañeda tiene un álbum que contiene fotos del teniente Oscar Ovidio Ramírez Ramos en la puerta trasera de su casa en Framingham, Mass., El 13 de mayo de 2012. (Matthew Healey para ProPublica)
Oscar Alfredo Ramírez Castañeda tiene un álbum que contiene fotos del teniente Oscar Ovidio Ramírez Ramos en la puerta trasera de su casa en Framingham, Mass., El 13 de mayo de 2012. (Matthew Healey para ProPublica)

 

Capítulo 1: “No me conoce”

La llamada de Guatemala puso a Óscar a la deriva.

Los fiscales lo buscaron para explicarle sobre sus parientes en su tierra natal. Le mostraron grandes fotos de la ciudad de Guatemala. “Ellos quieren hablar contigo”, le indicaron.

Óscar Alfredo Ramírez Castañeda tenía mucho que perder. Aunque vivía ilegalmente en Estados Unidos, el joven de 31 años había construido una vida sólida. Trabajaba dos jornadas de tiempo completo para mantener a sus tres hijos y a su esposa, Nidia. Se habían instalado en una casa pequeña pero alegre en Framingham, Massachussets, un suburbio de Boston.

Óscar usualmente hacía lo posible para evitar el contacto con las autoridades, pero decidió llamar a la fiscal en la ciudad Guatemala. Ella le dijo que era un asunto sensible sobre su niñez y una masacre durante la guerra civil del país de hace mucho tiempo, y le prometió una explicación por correo electrónico.

Días después, Óscar se sentó en su computadora en una sala llena de juguetes, trofeos escolares, fotos familiares, un crucifijo y recuerdos de su tierra natal. Había llegado por la noche del trabajo a su casa, como de costumbre. Nidia, embarazada de siete meses, descansaba en un sofá cercano. Los niños dormían arriba.

Los ojos verdes de Óscar escudriñaron la pantalla. El correo electrónico había llegado. Tomó aire y pulsó.

–Usted no me conoce –empezó a escribir-.

La fiscal le dijo que ella estaba investigando un episodio atroz de la guerra, un caso que la había afectado profundamente. En 1982, un escuadrón del Ejército había asaltado la aldea La Dos Erres y había masacrado a más de 250 hombres, mujeres y niños.

Dos pequeños muchachos que sobrevivieron fueron llevados por el escuadrón del Ejército. Veintinueve años más tarde, y 15 años después de iniciar la persecución de los asesinos, la fiscal había llegado a una conclusión ineludible: Óscar era uno de los muchachos que habían sido secuestrados.

“Sé que usted fue muy querido y bien tratado por la familia en la que creció”, escribió la fiscal. “Espero que tenga la madurez para asimilar todo lo que le estoy diciendo”.

“El punto es, Óscar Alfredo, que aunque no lo sepa, usted fue víctima de este triste acontecimiento que le mencioné, al igual que el otro niño, que le dije que habíamos encontrado, junto con otros familiares de personas que murieron en ese lugar”.

Entonces Nidia estaba leyendo sobre su hombro. La fiscal dijo que podía arreglar una prueba de ADN para confirmar su teoría. Le ofreció un incentivo: ayudarle con su estatus migratorio en Estados Unidos.

“Esta es una decisión que debe tomar”, escribió la fiscal.

 

 

La mente de Óscar viajó a través de las imágenes de su infancia. Luchó por reconciliar las palabras de la fiscal con sus recuerdos. Nunca había conocido a su madre. No recordaba a su padre, quien nunca se había casado. El teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos había muerto en un accidente cuando tenía apenas cuatro años. La abuela y las tías de Óscar lo habían criado en homenaje a la memoria de su padre.

Como la familia le dijo, el teniente era un héroe. Se graduó con el nivel más alto de su clase, se convirtió en un mando de élite y ganó medallas en combate. Óscar atesoraba la boina roja del soldado y su viejo álbum de fotos. Le gustaba hojear las fotos mostrando a un oficial con una sonrisa juvenil, llevando la bandera montado en un tanque.

El apodo del teniente, un diminutivo de Óscar, fue Cocorico. Así Óscar se llamó Cocorico el Segundo.

“Usted no me conoce”.

Si las sospechas de la fiscal eran correctas, Óscar no se conocía a sí mismo. No era hijo de un honorable soldado. Más bien era la víctima de un secuestro, un trofeo en el campo de batalla, prueba viviente del asesinato en masa.

Sin embargo, tan abrumadora como la revelación fue que Óscar admitió que no era por completo algo nuevo para él. Una década antes, alguien le había enviado un periódico guatemalteco que hablaba sobre Las Dos Erres. El texto mencionaba su nombre y el supuesto secuestro. Pero de vuelta a casa su familia lo convenció de que la idea era absurda, una fabricación izquierdista.

Lejos de la dura realidad de Guatemala, Óscar apartó la historia de su mente. El país estaba entre los más consternados y violentos de América. Alrededor de 200 mil personas murieron en la guerra civil que terminó en 1996. Los militares de derecha, acusados de genocidio en el conflicto, seguían siendo poderosos.

Ahora el caso estaba llevando a Óscar con su trágica historia, a la lucha dentro de Guatemala. Si tomaba la prueba de ADN y los resultados fueran positivos, transformaría su vida de manera peligrosa. Se convertiría en evidencia, de carne y hueso, en la búsqueda de justicia para las víctimas de Las Dos Erres. Tendría que aceptar que su identidad, todo su mundo, se había basado en una mentira. Y sería un blanco potencial para las poderosas fuerzas que buscaban sepultar los secretos del país.

Los guatemaltecos batallaban con un dilema similar. Estaban divididos sobre cuánto esfuerzo debía dedicarse a castigar los crímenes del pasado en una sociedad abrumada por la anarquía. Los torturadores y asesinos uniformados de la década del ochenta habían contribuido a generar las mafias: la corrupción y el crimen que arremeten contra los estados pequeños y débiles de Centroamérica. La investigación de Las Dos Erres fue parte de la lucha contra la impunidad, una lucha por el futuro. Pero las pequeñas victorias tenían grandes costos potenciales: represalias y disputas políticas.

Al igual que su país, Óscar tendría que decidir si enfrentaba verdades dolorosas.

Finding Óscar: Massacre, Memory and Justice in Guatemala. Reportaje escrito por Sebastian Rotella de ProPública, y Ana Arana de Fundación MEPI, 25 de mayo de 2012.

Publicado en ProPública

 

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