Créditos: Dante Liano
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

La obra Centroamérica, elaborada por el grupo teatral mexicano “Lagartijas tiradas al sol” se compone de un acto único, dividido en varias escenas. Pide la atención del público por una hora y media más o menos. Hay dos tiempos: en el primero, una introducción general a las realidades políticas de Centroamérica, porque, según los autores del texto, sobre la región se habla muy poco, en México y fuera de México. En el segundo tiempo, la acción sigue una trama más narrativa, más ficcional, más articulada: la historia de Luisa, suplantadora de la nicaragüense María, en un gesto reparador y desafiante a la dictadura de Daniel Ortega. Por lo que se refiere al espacio, la escena es única, dividida en algunas zonas básicas: una piscina; un panel; varias esteras; una imperfecta pantalla; mesas, sillas de playa, chucherías de paisaje tropical. El acompañamiento sonoro es fundamental y sigue diferentes momentos de la obra. La escena está iluminada de una luz amarillenta, sin cambios especiales. Desde el principio, dos actores, Luisa y Lázaro, se turnan para recitar sus parlamentos, que son discursivos, descriptivos, sin atisbo de ficción. La obvia huella de Brecht y Grotowsky, que tanto han influido en el teatro latinoamericano, se percibe, como una línea roja que sigue los noventa minutos de representación. La actuación es muy buena y convincente y los textos declamados por los actores parecieran expresar sus propias convicciones, a pesar de las numerosas advertencias de que, detrás de todo, se asoma la ficción y la duda de que el teatro pueda cambiar a la realidad.

Luisa y Lázaro relatan diversas incursiones en los diferentes países de Centroamérica, con varias finalidades. Una, es la de conocer una realidad que para ellos es misteriosa e incógnita. Señalan que esa ausencia de información resulta común a la mayor parte de mexicanos. De alguna manera, Centroamérica no importa, resulta una suerte de geografía fantasma, un hic sunt leones para el mexicano consumo. La segunda finalidad es la de hacer conocer la realidad centroamericana a través del teatro, ardua labor que es examinada, refutada, reconsiderada, en una suerte de autoanálisis constante sobre la razón y el motivo de la existencia de un teatro social. La tercera, la más ambiciosa y la más cuestionada, es la de cambiar la realidad con el arte, en específico, con el arte teatral. La segunda parte de la obra está destinada a realizar ese esfuerzo: si la realidad no cambia en los hechos históricos, entonces la cambio yo con la ficción, uno de los mayores instrumentos del arte. ¿El grupo teatral mexicano logra su objetivo? Habría que examinar el contenido de la obra para responder a esa pregunta.

Los dos actores relatan sus diferentes acercamientos a cada país centroamericano y, de cada uno, cuentan la especificidad. Así, rememoran la guerra interna de Guatemala, que sitúan de 1960 a 1996, y señalan el atroz genocidio perpetrado por el ejército contra los pueblos originarios. Cuando ellos llegan al país, no dejan de percibir la paradoja de paisajes y culturas de gran belleza y la violencia latente que se respira. Recuerdan, quizá exagerando que para caminar por el Parque Central, de noche, hay que hacerlo corriendo, para que los asaltantes que se esconden en las copas de los árboles no te ataquen. Subrayan que se percibe una oscura amenaza en el ambiente, sin que se pueda ubicar su proveniencia. Declaran que el gobierno de Ortega, en Nicaragua, es una dictadura que despoja a los opositores políticos de nacionalidad y haberes. Discuten sobre el autoritarismo de Bukele, en El Salvador, porque encarcelar al dos por ciento de la población no les parece una solución a la delincuencia organizada: proponen eliminar las causas de la delincuencia, no a los delincuentes. Polemizan con Xiomara Castro, presidenta izquierdista de Honduras, por tratar de imitar a Bukele. Con un cierto asombro, describen el racismo de los costarricenses contra los nicaragüenses y se admiran de que el crecimiento de los crímenes en el país sea descrito como una “mexicanización”. Mientras relatan un debate en Guatemala, cuentan que una espectadora les reprochó el hecho de venir del norte. “Ustedes, mexicanos, son nuestro norte”, les dijo, dejándoles entender que representaban, para los centroamericanos, lo que los estadounidenses para México. No es verdad. México, para Centroamérica, solo es un norte geográfico, no símbolo de opresión. Ha sido tierra de refugio para perseguidos, exiliados, desterrados. Ha sido hogar para los principales intelectuales y políticos del istmo. No ha ejercido una política de colonialismo económico con los países centroamericanos. Su influencia cultural es notable, sea en la lengua que en las manifestaciones artísticas.

Quizá la parte más interesante sea la segunda, en donde la obra de teatro se asume como narradora de una ficción. Una exiliada nicaragüense, de nombre María, pide a Luisa, la actriz mexicana, un favor extraordinario. “Mientras todos nos habíamos ido de la ciudad, quien por motivos políticos quien por motivos personales”, dice, “estalló la pandemia de Covid-19. Mi hermano estaba solo en casa, se contagió, y murió. Entonces, las autoridades lo enterraron, con otros cientos de víctimas, en una fosa común”. Puesto que María no puede regresar a Nicaragua por estar en las listas negras de la dictadura, pide a Luisa que la suplante. “Tenemos la misma estatura y los mismos rasgos físicos. Ve al cementerio, y pide el traslado de los restos de mi hermano, de la fosa común a la cripta de mi madre”. Si uno lo piensa bien, la petición es inaceptable, por varios motivos. En primer lugar, si María teme por su incolumidad en Nicaragua, no se entiende por qué manda a la actriz mexicana a sufrir, en lugar de ella, una posible detención y encarcelamiento. En segundo lugar, la misión que le encomienda, aunque esté revestida de profundos motivos sentimentales y humanos, no es un acto que represente el mínimo rasguño a la dictadura; es decir, no es una acción organizada que vaya a tener repercusiones en la lucha contra la opresión. Por mucho que recuerde a Antígona y sus profundas motivaciones humanas y políticas, aquí no está en juego la razón de Estado y la legítima rebelión contra una disposición injusta. No se puede mandar a una persona a correr un alto riesgo solo para satisfacer una necesidad psicológica. En tercer lugar, no se emprende una misión de riesgo sin tener una red organizativa fuera y dentro del país. Solo una persona extremadamente ingenua puede aceptar una petición de ese género. En cuarto lugar, solo una persona carente de sentido del peligro decide cometer un delito evidente (suplantar a una persona delante de las autoridades) sin estar consciente de que, en cualquier nación, dicho delito es sancionado con penas severas: no es una acción heroica, sino una ligereza. Quizá la obra presentada por el equipo “Lagartijas” habría tenido mejores resultados si se hubiera articulado con las fuertes organizaciones de resistencia democrática que operan en la región. Tal y como se presenta en escena, arriesga la incolumidad de sus participantes. La aventura de Luisa en Nicaragua tiene un final sorprendente, empapado de literatura. Es el giro de tuerca que revela el fuerte elemento imaginario de la obra. Revela, sobre todo, el gusto por la aventura y la emoción, en viajes que son como caminos en la cuerda floja sin red, vuelos en el trapecio mortal, el gusto del que arriesga y apuesta. Y la duda siempre presente: el arte, el teatro, ¿pueden cambiar la realidad?

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