Por Dante Liano
Cuando llegué al sitio en donde se encontraba, comprendí que el Libro de los muertos no era precisamente un libro. Supe de su existencia por casualidad, como, con frecuencia, ocurre con los hallazgos científicos. Mi buena amiga Ana María me había recomendado con el director del Archivo Nacional, un hombre maduro y moreno, de profundos rasgos asiáticos, de manera que no se podía advertir si sus ancestros eran mayas o aztecas o simplemente chinos, de esos que emigraban de Taiwan hacia América, quemaban sus naves y fundaban familias numerosas, con genealogías que empezaban por ellos mismos. El historiador no solo tenía rasgos del Este, también poseía las reverencias y los comedimientos de esas culturas antiguas. Me preguntó qué era lo que yo buscaba, en específico, y tuve que confesar mi aturdimiento y mi desorientación. Me había metido en un proyecto de investigación sobre paleografías arcanas y después de un curso en la Universidad de Austin me di cuenta de que habría necesitado toda la vida para descifrar manuscritos y estelas. Mi interlocutor habrá sido un experimentado y astuto académico; se habrá dado cuenta de mi confusión. Por experimentado y astuto, lo disimuló y me llevó a la sección de periódicos y revistas, en cuanto los documentos coloniales necesitaban de una lectura paleográfica que yo no estaba en condiciones de ejercitar. En realidad, había ido a Salamanca para un curso de paleografía diplomática e incluso saqué buena nota al final. Durante el examen, me esmeré en copiar los apuntes de una compañera de curso y ella, generosamente, dejaba que yo espiara sus respuestas. De esa forma, cuando el director me dejó en la sala de lectura, me dediqué a hojear las innumerables revistas que formaban su hemeroteca. Un primer hallazgo fue un aviso comercial que aparecía en “El informador pochuteco”, una revista parroquial que contenía un artículo sobre estelas mayas. El artículo carecía de interés; el aviso comercial, en cambio, proclamaba las virtudes de la tienda “La Esperanza”, cuya propietaria, doña Meches Serrano, era una vieja amiga de familia. Recordé, que, cuando era niño, los Serrano eran nuestros vecinos de casa. Pero lo que llamó mi atención, en esa primera visita al Archivo, fue el número monográfico de la Revista de la Asociación de Médicos Pediatras, cuyo tema era un libro extraordinario llamado El libro de los muertos. Varios artículos analizaban los diferentes aspectos de ese libro maravilloso, uno de los tantos descubiertos por el padre Ximénez, durante la colonia. Me pasé la jornada leyendo esa revista.
Lo que sucedió a día siguiente me desconcertó. Fui directamente al mostrador, seguro de que la única empleada se recordaba de mí, y, que, por tanto, no me iba a pedir los documentos. En efecto, me trató con especial deferencia, aquella que se reserva a los recomendados del jefe. Sin embargo, cuando le pedí el volumen monográfico de la Revista de la Asociación de Médicos Pediatras, hizo un gesto de extrañeza. Revisó en el catálogo digital por un buen tiempo, y yo pensé, con maldad, en la fama de lentitud de mis paisanos. Luego fue al viejo catálogo de fichas de cartón. Regresó desconsolada: “Doctor”, me dijo, “ese número no lo tenemos”. Yo le mostré, como quien enseña una prueba irrefutable, la catalogación que había copiado en mi cuaderno. Ella volvió a la búsqueda, pero no tuvo buenos resultados. “Por extraño que parezca”, repitió, “esa revista no está por ninguna parte”. No estoy acostumbrado a los misterios, menos a los misterios de archivo. Cuando un libro está catalogado, tiene que aparecer. Eso le dije al director cuando llegó y preguntó qué problema había. Él se desconcertó, porque me vio seguro y determinado. Pero luego de media hora de búsqueda por parte de todos los empleados, encabezados por el director, comenzó a tratarme como a un loco inofensivo. A cada protesta mía, me daba la razón compasivamente. Hasta que me dijo que regresara otro día, que iba a emprender una búsqueda profunda y que me iba a llamar por teléfono cuando apareciera el volumen. Ocioso decir que nunca me llamó.
Confieso ahora el motivo de mi interés. Según la descripción del Libro de los muertos (había tomado apuntes en mi cuaderno antes que desapareciera la revista), se trataba de un libro infinito, que recordaba un poco a los libros de los nahuales que estaban en circulación. Es decir, era como los libros de los nahuales, pero al revés. Me explico: en tales libros de adivinación, se parte de la fecha de nacimiento, y a través de algunos cálculos con el calendario maya, se llega a determinar cuál es el nahual de una persona. Ese nahual es un símbolo calendárico que representa y determina a un individuo. En mi caso, partiendo de mi fecha de nacimiento he determinado que mi nahual es Aj Puh, símbolo de trabajo intelectual y otros detalles que omitiré, por no ser interesantes para el relato. En El libro de los muertos, en cambio, se parte de varios cálculos para ubicar la fecha exacta de la muerte. Uno es el nacimiento; otro, el nahual; otro, el lugar de origen; otro, los padres de la persona; y así, sucesivamente. Lo asombroso del Libro de los muertos es que contiene el recóndito momento en que cada uno dejará este mundo. Según mis apuntes, tomados de la revista desaparecida, había un solo ejemplar, y se encontraba en el convento de San Francisco las Cruces, en la selva del Petén. Consulté en el mapa y comprendí que para llegar había que emprender el arduo camino de la selva.
El único que me podía ayudar era mi amigo Mario, que había abandonado las diversiones de la civilización occidental para irse a vivir como un asceta a las orillas de un río constelado de árboles, de rocas, de pájaros y cocodrilos. Mario había explorado el río y la selva y el mar, y había estado más de una vez en el convento de San Francisco. Lo llamé por teléfono y se rio de mis ocurrencias, como quien observa a un desocupado divertido, cuya vagancia lo hace inventar imaginaciones. Aceptó a llevarme hasta el lugar, aunque me advirtió que se había convertido en un sitio peligroso por el trasiego de armas, gente y droga, en una tierra sin autoridades ni reglamentos civiles. Entonces hablé con mi hermano, quien me prestó una camioneta todoterreno y también un chofer, porque conducir en esas carreteras requería a un experto.
Una mañana temprano, casi una madrugada, salimos rumbo al norte, hacia un lugar incógnito que prometía poseer un libro esotérico. Al chofer le decían el Míster, y nunca he sabido el motivo del apodo. Ese conductor era un forzudo joven del Oriente del país. Llevaba camisas apretadas para exhibir su abundante musculatura. Durante las siete horas que duró el camino, supe que su mayor aspiración era convertirse en guardaespaldas de algún personaje importante, mejor si el presidente de la República. Sabía de técnicas de protección y de armas, porque había militado en el ejército, pero no había hecho carrera, quién sabe por qué. El Míster combinaba fuerza e ingenuidad en igual manera. En el camino, me preguntó si sabía en dónde terminaban todos los caminos de la Tierra. Me imaginó sabio, porque yo había dado muestras de conocer la geografía del país. No supe qué contestar a su intricada pregunta y le dije que los caminos de América terminaban en Alaska. Después estaba el mar y después Rusia, le dije. Se quedó pensando, como quien elabora una información importante. Me preguntaba sobre los ríos, sus confluencias y sus desembocaduras. Era como si estuviera elaborando un mapa mental del territorio que la camioneta recorría. Íbamos caminando con lentitud porque la carretera era estrecha y estaba llena de transporte pesado, enormes camiones de dos o tres articulaciones que iban a treinta kilómetros por hora, y para rebasarlos se necesitaba un espacio considerable. El Míster no se impacientaba: conducía la camioneta con parsimonia, y para entretenerse, cantaba canciones de su tierra. Me di cuenta de que habíamos bajado a tierra caliente cuando hicimos la primera parada. Del aire acondicionado del vehículo caímos en una especie de pozo ciego de luz absoluta y una sábana ardiente nos arropó de inmediato. Después de un café rápido, fue un alivio regresar a la camioneta. Yo no sabía, no podía saber, que me esperaba una aventura estremecedora, uno de esos acontecimientos que te cambian la vida, una experiencia trascendental.
(Continuará…)