Nos desplazaron de nuestros territorios, ahora quieren desplazarnos de nuestros saberes y formas de vida.
Por Alex PV
Hace 15 años, cuando era niño mi abuelo me llevó por primera vez a una excursión escolar. Nunca había salido de mi comunidad. Fue un viaje largo de aproximadamente siete horas en bus. Desplazarnos desde el territorio Mam de San Marcos hacia el territorio Tz’utujil fue un trayecto extenso. Las excursiones se realizaban durante los días festivos para celebrar, bajo mi inocencia de aquel entonces, la “Independencia del 15 de septiembre”.
Después de recorrer muchos kilómetros por fin llegamos a nuestro destino. Allí conocí por primera vez el lago de Atitlán. Las memorias que tengo del lugar siguen siendo claras, quizá porque fue la primera vez que salí del pueblo. Por eso lo recuerdo tan bien. Han pasado ya más de cinco años desde esa primera vez y en ocasiones regreso a observar los espacios alrededor del lago. Cada año que pasa va cambiando. A los recuerdos de mi infancia se suma la imagen de un paisaje donde cada vez hay más cemento que tierra, más extranjeros viviendo en el territorio y menos presencia de los paisanos.
El lago de Atitlán ha sido por milenios un lugar sagrado para los pueblos originarios que lo rodean. No solo por su belleza natural, sino porque sus aguas, sus volcanes, su energía y sus ritmos de vida forman parte de una relación espiritual, ancestral y comunitaria. Pero en las últimas décadas esa relación se ha ido interrumpiendo, transformando de manera silenciosa y violenta.
Esa transformación se ha romantizado bajo el nombre de “desarrollo” como una oportunidad para atraer inversión, generar empleo y “poner en el mapa” a las comunidades. ¿A qué costo? ¿De qué sirve aparecer en todos los folletos turísticos si la gente originaria ya no puede vivir en su propio territorio?
La gentrificación es más que la llegada de extranjeros que compraron los terrenos de nuestros abuelos hace décadas, quienes —por necesidad o desconocimiento— accedieron a vender a precios subvalorados. Es un proceso estructural que convierte nuestras tierras, nuestras casas, nuestras identidades y formas de vida en productos de consumo.
En comunidades Tz’utujil y Kʼicheʼ de San Marcos la Laguna, Santa Cruz, Tzununá, Panajachel, Santa Catarina Palopó, Santiago Atitlán, San Lucas Tolimán, San Pedro y San Juan la Laguna, vemos cómo las casas tradicionales van cediendo a complejos hoteleros o chalets construidos a la orilla del lago, privatizando espacios que solían ser de uso de la comunidad.
Se incrementa el valor del suelo. Se abren restaurantes con precios, muchas veces, inalcanzables para los locales. Los idiomas originarios ceden paso al inglés o al español estandarizado. Y la juventud siente que para sobrevivir debe migrar o adaptarse a una lógica ajena.
Si bien muchas de estas casas de vacaciones son construidas por extranjeros —principalmente de Estados Unidos, Israel y Europa Occidental— también un número considerable de guatemaltecos forma parte de este “círculo dorado”, descendientes, algunos, de familias oligarcas. Esto significa que son los mismos que históricamente han gobernado el país mediante pactos de corrupción con distintos gobiernos.
Lo más complicado de este proceso es que ocurre muchas veces sin consulta a las comunidades. Los proyectos turísticos o residenciales no nacen del diálogo con las autoridades ancestrales ni con los consejos comunitarios. Se imponen desde intereses externos, muchas veces en complicidad con autoridades municipales o empresarios locales que se benefician de esta transformación. El resultado es un desplazamiento silencioso: las personas ya no son expulsadas de forma violenta, ahora ocurre con el aumento de precios, el persistente abandono gubernamental y del racismo estructural que normaliza que los pueblos indígenas necesitan modernizarse.
“Nos desplazaron de nuestros territorios; ahora quieren desplazarnos de nuestros saberes y formas de vida”. En los últimos años se ha evidenciado el descarado robo de conocimientos a los pueblos: sus líderes, abuelos y guías espirituales. Personas externas a las comunidades lucran con estos saberes ancestrales. La espiritualidad, que es primordial en los pueblos, ha sido apropiada. Ahora resulta que extranjeros ofrecen cursos en dólares a otros extranjeros para convertirse en “chamanes”, realizan ceremonias de cacao y luego venden esos productos a precios elevados en el extranjero, dejando una miseria a los verdaderos productores.
A plena luz del día se corrompe el tejido social y la identidad de los pueblos. Lo vemos en fiestas masivas y excesivas, como en el pueblo de San Pedro la Laguna: extranjeros drogados, deambulan por las calles en la madrugada, tras una noche de excesos. Lo vemos en los tours de barco en el lago, donde bailan sin ropa bajo los efectos del alcohol y con música de reguetón a todo volumen.
Durante este recorrido de investigación y documentación he aprendido que la defensa del territorio también es una defensa de la memoria, de la identidad y de la dignidad. El lago de Atitlán no necesita hoteles de lujo, ni extranjeros o ladinos que quieran apropiarse de conocimientos ancestrales disfrazando sus intereses con buenas intenciones. Lo que necesita son políticas de preservación, y el reconocimiento del derecho de los pueblos originarios a decidir cómo se vive y cómo se cuida un territorio que les pertenece desde hace generaciones.
Aunque la gentrificación se presente como algo inevitable o moderno, es en realidad una forma de colonialismo contemporáneo. Es el mismo despojo de siempre pero con otros disfraces. No basta con promover un turismo “sostenible” si no se involucra a las comunidades en la toma de decisiones. Este término, en muchos casos, corrompe el aspecto social y cultural, provocando desplazamientos de comunidades vulnerables, pérdida de identidad, cambios en el tejido social y exclusión socioeconómica. A estas problemáticas se suman consecuencias psicológicas negativas, especialmente en niños y jóvenes, como la pérdida del sentido de pertenencia, el desarraigo, la estigmatización de barrios populares y la gentrificación simbólica, como el cambio de nombres y apellidos.