Créditos: Estuardo de Paz
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El ambiente político y social era cada vez más tenso. Eran constantes las protestas populares encabezadas por el estudiantado, en contra del alza al precio del transporte urbano: “¡5 sí, 10 no!”, era una de las principales consignas, utilizadas por los distintos sectores sociales. Pero también se empezó a generar un ambiente de indignación, por los asesinatos de líderes populares…

Por Luis Ovalle

Era septiembre de 1983. Guatemala se debatía en un conflicto armado interno que duraba ya 23 años. El 23 de marzo de 1982, el general Efraín Ríos Montt había dado un golpe de Estado —con el apoyo del alto mando y el aval de Estados Unidos—, con la intención de impulsar el Programa Nacional de Seguridad y Desarrollo, producto de la Doctrina de Seguridad y Desarrollo, impulsada por el vecino del norte, con el fin de acabar con el creciente movimiento revolucionario.

La lucha armada parecía fortalecerse en la ciudad capital. Martha Elena Carlota y Celeste Aída, hermanas de los generales Efraín Ríos Montt y Óscar Humberto Mejía Víctores, respectivamente —los dos últimos golpistas—, habían sido secuestradas por la guerrilla, mientras en algunos departamentos, principalmente en el occidente del país, los revolucionarios daban golpes con algún nivel de contundencia al ejército.

La estrategia contrainsurgente, iniciada por Ríos Montt, el 23 de marzo de 1982, derogó la Constitución Política de la República de 1965, para impulsar una nueva, que estuviera más acorde con la situación que se vivía en el país a inicios de los 80, principalmente por el desarrollo de la lucha armada. En el ínterin se impuso el decreto ley 24-82 Estatuto Fundamental de Gobierno.

La hermana de Efraín Ríos Montt, Martha Elena Carlota, fue secuestrada dos meses antes, el 29 de junio, por un comando de las FAR. Igual suerte corrió Celeste Aída, hermana del general Óscar Humberto Mejía Víctores, el 10 de septiembre. El 8 de agosto anterior dio un golpe de Estado a Ríos Montt. Anunciaba un proceso de transición a la institucionalidad. Era la continuidad del proyecto contrainsurgente, que buscaba dar paso a la conformación de la Asamblea Nacional Constituyente, para renovar la Carta Magna y convocar a elecciones “democráticas”.

El gobierno de Estados Unidos intentaba reanudar la ayuda militar a Guatemala. Ríos Montt se desvió del lineamiento establecido en el Programa Nacional de Seguridad y Desarrollo, incurriendo en una serie de masacres, que colocaron al país en una posición lamentable, en el nivel internacional, en especial en lo referido a la defensa de los derechos humanos.

Por aquellos días visitó Guatemala el embajador estadounidense Richard Stone, enviado de Ronald Reagan para Centroamérica, así como el subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Langhorne Anthony Montley, quien anunció la posibilidad de impulsar “esfuerzos en común”. Al gobierno de Ronald Reagan le interesaba poner un alto a los movimientos revolucionarios en la región, fortalecidos por el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, que el 19 de julio de 1979 derrocó al gobierno dictatorial de Anastasio Somoza Debayle.

En realidad, Nicaragua era su principal preocupación y haría lo que fuera necesario para que Centroamérica, su “patio trasero”, no cayera en manos del comunismo internacional. Montley desmintió, en los medios guatemaltecos, que su gobierno buscara la posibilidad de establecer bases militares en Guatemala y en tono de broma atribuyó la “bola” al gobierno sandinista.

Es en este contexto de consolidación del proyecto contrainsurgente y del auge que tomaba el movimiento revolucionario —recién el 7 de febrero de 1982 se aglutinaba en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG)—, fue que el ejército implementó un plan de inteligencia, encaminado a desarticular a las fuerzas insurgentes en la ciudad capital. Los golpes de la guerrilla en cualquiera de los departamentos del país podrían pasar desapercibidos u ocultarse fácilmente, por medio de la desinformación o tergiversación de las noticias publicadas en medios afines, pero cualquier acción insurgente en la urbe se sobredimensionaba, tanto nacional como internacionalmente y fortalecía la imagen de la guerrilla.

El joven guerrillero

Es junio de 1982. Son las 10:00 horas. César está solo, en una discreta mesa de rincón, en el restaurante Picadilly, muy famoso por la época. Su hermano Juan Carlos ingresa al lugar y descubre su presencia. Se acerca a él, con una sonrisa en el rostro y lo cuestiona: ¿Qué hace solo? Él responde al saludo con una sonrisa que apenas se dibuja en su rostro y con la seriedad que lo caracteriza, le muestra la silla frente a él: Siéntese, indica.

Aquel joven, estudiante de Derecho en la Universidad de San Carlos de Guatemala, abandonó la casa de sus padres desde casi un año antes y aunque regresaba esporádicamente a su hogar, pocas veces se encontraba con sus hermanos. Tenía al menos dos años de haberse integrado a las filas de la ORPA. Fue cuando su participación representó un mayor riesgo para su vida y la de su familia, que decidió pasar a la clandestinidad.

   

César Augusto Ovalle Villatoro, el mayor de seis hermanos. Nacido en la ciudad de Huehuetenango, el 21 de octubre de 1957, en un hogar de clase media. A los 15 años intentó ingresar a la Escuela Politécnica. Fue curioso, recuerda Juan Carlos. Su interés no fue el tema militar en sí, sino la aviación. “Un primo de mi mamá era oficial de aviación y en una ocasión lo llevaron a su casa, donde jugó con los hijos del militar. El tío les tenía los juguetes más modernos, traídos de Estados Unidos”. Él, por el contrario, apenas unos años antes, jugaba con tarjetas perforadas que les regalaban en la IBM, ubicada en la 11 calle, entre 11 y 12 avenida de la zona 1. “Nos regalaban hasta 200 tarjetas, con las que nos poníamos a jugar en un cuarto vacío; hacíamos torres, que después derribábamos”, dice, emocionado al rememorar aquellos momentos.

No. No fue el tema militar el que motivó su interés por aplicar a la Politécnica. Fue su deseo de ser aviador y viajar por el mundo. Sin embargo, su pie plano y su dedo martillo se lo impidieron. Le faltaba mucho por madurar y tomar conciencia social. Nunca volvería a ver a los hijos del familiar militar; es más, esas mismas diferencias los llevaron por caminos opuestos. Él optó por la lucha revolucionaria y ofrendó su vida por el pueblo; mientras, uno de los hijos del familiar, que sí llegó a ser aviador, murió en las montañas de Quiché, años más tarde, cuando bombardeaba una zona de guerra.

Posteriormente, en el Instituto Rafael Aqueche empezó a cambiar su forma de pensar, pero se radicalizó después, en la universidad.

Fotos con sus compañeros en el Rafael Aqueche

¿Quiere tomar algo?, preguntó. Sí, una agua (gaseosa), respondió. Juan Carlos sabía que su hermano mayor estaba organizado en la guerrilla y lo llenaba de adrenalina encontrarse con él. César escuchaba atento la música que sonaba en el restaurante y veía con detenimiento el tipo de personas que acudían al lugar a esa hora. ¿Qué emisora es esa?, preguntó. ¡Es la Señorial!, dijo, emocionado Juan Carlos. Era música en inglés, la que le gustaba. César, en cambio, prefería melodías en español: Los Galos, los Ángeles Negros, Sandro. Pero no era su gusto el que importaba en ese momento, sino el de la gente, el de la juventud que acudía a ese restaurante.

Fue entonces que le confió: Hago una investigación del tipo de música y emisoras que se escuchan aquí, a esta hora. No le dijo más; tampoco su hermano preguntó. Algo intuía, pero no quería conocer más detalles. Mucho tiempo después, cuando salió a luz el Diario Militar o “Dossier de la Muerte”, en mayo de 1999, se enteraría que César era parte del equipo de especialistas de la ORPA, que interferían las señales de radio y televisión en horarios de mayor audiencia, para transmitir mensajes insurgentes.

En la ficha 7 de dicho documento, filtrado al National Archive Security (Archivo Nacional de Seguridad) de Estados Unidos, en el que se describe la detención ilegal y ejecución arbitraria de más de 183 opositores políticos entre 1983 y 1985, aparecen esos datos de César, capturado el 21 de septiembre de 1983 y aparentemente asesinado el 4 de enero de 1984.

Al ser el mayor de seis hermanos, tres hombres y tres mujeres, asumía la posición de líder. ¡Era un líder!, recuerda Juan Carlos: A los 15 años, en diciembre de 1972, le estalló un cohete en la mano. Era uno de los que se conocían como “piratas”. En lugar de mecha tenían una especie de cabeza de fósforo, que encendía igual, en el raspador de una caja de fósforos. Luego lanzaba una serie de luces, antes de explotar con la potencia de un mortero. Solo estábamos sus hermanos menores. Ya era de noche. El “pirata” cayó sobre la mesa de trabajo de mi papá. Lanzó luces, pero no explotó. César dejó pasar unos segundos y se acercó, en el supuesto de que ya no detonaría. Lo levantó con su mano derecha y al momento se escuchó una explosión muy fuerte. Junto a la mesa una luz alumbraba su rostro. Solo vimos salir humo de su nariz. Nos acercamos. La yema de su dedo pulgar estaba completamente abierta, como una flor, la carne se veía como una especie de gelatina en bolitas. No lloró ni se inmutó. Pidió a un amigo que lo acompañara al hospital, pero previamente nos advirtió que no dijéramos nada a mi madre. En la Cruz Roja, un médico ebrio dijo que correspondía amputar el dedo. No aceptó el diagnóstico y salió de ahí. Se fue al Hospital General “San Juan de Dios”, donde suturaron la herida y lo curaron. Regresó antes de medianoche y todavía fue a dar el abrazo de Navidad, con la mano escondida en la espalda.

A principios del siguiente año empezó a estudiar Kun Fu, con el maestro José María Jo, en el salón de la colonia china, en la 10ª calle, entre 10ª y 9ª avenida de la zona 1. Esta disciplina también formó su carácter, aunque años más tarde, en 1981, parecía haber perdido la fe por las artes marciales. “No hay karate que sirva frente a un arma”, nos decía.

Uno de sus compañeros en la colonia china fue Luis Escobedo Gowans, quien años después fue Rey Feo (El Sha) en la Huelga de Dolores de la Universidad de San Carlos. Posteriormente, destacó como poeta y dramaturgo; a la postre también pasó a la clandestinidad, como militante de las FAR.

En 1980 el párroco de la iglesia La Merced, ubicada en la 5ª calle y 11ª. avenida de la zona 1, era el padre Jorge Toruño. Un sacerdote jesuita, con mucho carisma e identidad social, a quien César respetaba y guardaba cariño. Fue a él y le hizo una pregunta, que para entonces reflejaba ya su forma de pensar y los riesgos que corría: ¿Es pecado matar en defensa propia? Si es en defensa propia, puedes alcanzar la absolución, respondió el cura.

César siempre fue de carácter fuerte. Era muy enojado, recuerda su hermano, pero las artes marciales y su visión social lo ayudaron a modificar su forma de ser y a interrelacionar con los demás. La educación primaria la hizo en la Escuela República de Costa Rica, desde el cuarto primaria, cuando llegaron a la capital procedentes de Huehuetenango.

Sus estudios de educación básica los cursó en el Instituto Tezulutlán, que para entonces estaba en el lugar donde ahora se encuentra el Ministerio de Educación. “Andábamos con los pantalones y los zapatos rotos, por nuestra condición de pobreza. Fue ahí donde él empezó a tomar conciencia de la situación. Sus estudios de diversificado, en el Instituto Rafael Aqueche, a finales de los 70, consolidaron su forma de pensar. En esos años compartió con Leonel Caballeros, subsecretario de la Asociación de Estudiantes Aquechistas, asesinado junto al dirigente universitario, Robin García, en 1977.

El ambiente político y social era cada vez más tenso. Eran constantes las protestas populares encabezadas por el estudiantado, en contra del alza al precio del transporte urbano: “¡5 sí, 10 no!”, era una de las principales consignas, utilizadas por los distintos sectores sociales. Pero también se empezó a generar un ambiente de indignación, por los asesinatos de líderes populares, como Mario López Larrave, Manuel Colom Argueta, Fuentes Morh, Oliverio Castañeda de León, Robín García y Leonel Caballeros, así como en contra de las masacres de poblaciones enteras en los departamentos. Otras consignas más fuertes se empezaron a oír: ¡Porque el color de la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados! ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos! ¡El pueblo unido, jamás será vencido! ¡¿Si Oliverio no está aquí, Olivero dónde está?! ¡Oliverio está en las calles exigiendo libertad!

Era difícil, no solo para la juventud del momento sino para el pueblo en general, aislarse del acontecer nacional. Las posibilidades de una radicalización social eran muy altas y eso lo sabían las fuerzas del Estado. El ejército, además de defender los intereses de los poderosos, defendía los propios. El control del poder le había permitido enriquecerse.

En ese contexto de explosividad social fue que César Ovalle ingresó a la USAC, primero a la Facultad de Medicina, donde rápidamente se dio cuenta que no era lo suyo. Además de ser una carrera muy cara, quería dar un aporte a la justicia social y sintió que en Derecho, en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, podía alcanzar ese objetivo. Pero la juventud ya se había radicalizado y el Alma Mater era un semillero del movimiento revolucionario. Pululaban los grupos organizados que en realidad eran brazos políticos de las organizaciones guerrilleras, pero dos eran los sobresalientes: FRENTE, que se identificaba con la Juventud Patriótica del Trabajo (JPT) y FERG (Frente Estudiantil Revolucionario “Robin García”), que se autodefinía como organización revolucionaria de masas, vinculada con el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP).

“Él quería ser un buen abogado; se lo propuso y buscaba alcanzar esa meta, tanto que lo felicitaban en la Universidad por sacar las mejores notas; lo emocionaba que esas felicitaciones vinieran de catedráticos de renombre”, dice su hermano.

La última que lo vio fue una hermana, el 21 de septiembre de 1983. El día de su captura. Ella se subió al bus que la llevaba a la Universidad y lo vio atrás, sentado. Se acercó a él, contenta de verlo y le preguntó si iba a la San Carlos. Sí, respondió, pero tengo que pasar antes a hacer un mandado. Se despidió de ella, con esa leve sonrisa en el rostro. Descendió en las cercanías de la Escuela Tipo Federación, de la zona 12, en la avenida Petapa. Unos minutos más tarde sería detenido de forma ilegal, en ese lugar. Nunca más se supo de él, sino hasta que apareció el Diario Militar o Dossier de la Muerte. Al final de su ficha se puede leer: 04-01-84: Se lo llevó Pancho.

De los datos de la ficha del Diario Militar correspondiente a César Augusto Ovalle Villatoro, se deduce que las fuerzas represivas del Estado mantuvieron con vida al joven durante 105 días, casi tres meses y medio, tiempo en el que habría sufrido las peores torturas. Por si fuera poco, el mismo 4 de enero, día en el que habría sido asesinado, la inteligencia militar del ejército envió un telegrama a su madre, para que se hiciera presente en sus oficinas, ubicadas en el Palacio Nacional.

Ella llegó aquel día, con la esperanza de tener alguna información de su hijo, pero nada. El objetivo del ejército era interrogarla y conocer de ella algún dato que los llevara a capturar a más jóvenes.

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