La mariposa y el jardinero

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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

El pensamiento llamado “occidental” no ha sido inmune a las influencias originarias del Oriente, principalmente del budismo. Un apólogo taoísta figura, en cierto modo, la inclinación hacia las doctrinas orientales. Una de las versiones recita: “Una noche, Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar, no sabía si era un hombre que había soñado ser una mariposa o si era una mariposa que soñaba ser un hombre”. La deliciosa incertidumbre del soñador alude, en el tiempo y la distancia, a las imaginaciones de Kafka o a las alucinaciones de Mary Shelley o de Hugo Von Hoffsmanthal o a la fantasía de Chamisso. Quizá por esa reducción a la literatura (y a su conversión en minirelato) la fábula de Chuang Tzu ha sido muy favorecida en el mundo occidental. Sin embargo, conviene anotar que se trata de algo más que de una anécdota: representa un compendio mínimo de la filosofía del Lejano Oriente, o, al menos de una de sus escuelas, el taoísmo. Mientras que la filosofía europea tiende al fortalecimiento de la idea del Individuo, y, en este, una casi obligatoria progresión hacia el mejoramiento espiritual (¿qué busca, si no, el místico en el ejercicio de la ascesis?), en Oriente se propone la eliminación del individualismo, no, como podría suponerse, para exaltar lo social, sino para su disolución en la nada, en lo vago, en lo indiferenciado. Una crítica feroz a la figura del Buda es que, cuando alcanzó la perfección, esto es, la ausencia (de pensamientos, de acción, de emociones) se volvió indiferente, también, a los sufrimientos de los demás. Si la meta es el nirvana, ¿no significa, también, la apatía?  Schopenhauer, influido por sus lecturas orientales, proclama la aceptación del dolor como parte inevitable de la existencia: una suerte de estoicismo solidario, porque también los demás advierten el sufrimiento, y solo la solidaridad entre dolientes alivia la vida intolerable. Ha habido siempre un puente entre los pensadores europeos y los que provienen de la India, la antigua Persia o la China.

Muy citado es el relato de Jean Cocteau, El gesto de la muerte, de origen persa. Cuenta que un príncipe encuentra a su jardinero muy agitado. Al inquirir sobre su desazón, el jardinero le dice que esa mañana se ha encontrado con la Muerte y que el siniestro personaje le ha hecho un gesto de amenaza. Atemorizado, el jardinero pide al príncipe que lo mande a Ispahán, para escapar del aciago destino. El príncipe le presta un caballo y el hombre escapa. Más tarde, el príncipe se encuentra con la Muerte y le pregunta por qué le ha hecho un gesto de amenaza al jardinero. La Muerte responde que no era un gesto de amenaza, sino de estupor, porque sabía que esa tarde tenía que recoger al hombre en Ispahán, y se había asombrado de encontrarlo en ese lugar. Más que una reflexión sobre el destino, el relato medita sobre lo inútil del agonismo, de la occidental lucha por la existencia. Lo que para Unamuno sería “el sentimiento trágico de la vida”, ese “vivir desviviéndose” de teresiana memoria, para los orientales significaría “el sentimiento inútil” porque la corriente de la vida es río tumultuoso, a cuyo caudal es menester abandonarse. Mejor que el “vivo sin vivir en mí”, el “dejéme y olvidéme”, de San Juan de la Cruz. Dejarse ir, porque hay leyes de la vida superiores a la voluntad de los seres humanos.

Quizá por esa inclinación a recibir como objeto de sabiduría lo que viene de Oriente, las obras del filósofo coreano (residente en Alemania) Byung-Chul Han gozan del favor de los lectores en los últimos tiempos. Considerado un sucesor de Roland Barhes y Agamben, Han critica severamente a la sociedad capitalista, y examina los desafíos que representan el avance de la tecnología y las nuevas formas de opresión, cercana a la esclavitud, de la sociedad neoliberal. También ha meditado sobre las enfermedades contemporáneas, como la depresión y el TDAH (Trastorno de déficit de atención e hiperactividad)Uno de sus últimos ensayos, “Sobre el vacío” trata de explicar, con gran paciencia, algunos conceptos fundamentales del pensamiento oriental. Han sostiene que la filosofía occidental se basa en el concepto de “Esencia”: “La esencia es sustancia. Existe. Ella es lo inmutable que    resiste al cambio y, de ese modo, se diferencia del Otro”. Cita, para corroborar su afirmación, a Heidegger y Leibnitz, en particular, el concepto de “mónada”, porque representa muy claramente al individuo como un conjunto cerrado.

A esta visión occidental, Han contrapone el pensamiento taoísta, el cual niega la esencia. El sabio, dice Chuang Tzu, “vaga en el no-Ser”, mientras que Lao Tsé también niega la esencia. La “no-esencia carece de definición porque está ligada al vagar, al no habitar”. Para ilustrar esa perspectiva, Han cita un delicioso apólogo de Walter Benjamin. Un anciano pintor chino muestra, a sus amigos, su última pintura. En ella, hay un bosque, un sendero dentro del bosque, y una casa a la que se llega por ese camino. Cuando los amigos se voltean para comentar el cuadro, no encuentran al artista. Este se encuentra ya dentro del cuadro, camina por el sendero, abre la puerta de la casa y saluda a los amigos.  No hay diferencia entre realidad e imaginación, entre naturaleza y arte. El centro del pensamiento del Extremo Oriente, dice Han, no es el Ser, sino el camino (el tao), al cual le falta cualquier forma de estabilidad. Cita a Confucio, para quien, bajo el cielo, no hay un orden fijo ni estado permanente. “A lo largo de la ribera de un río, el Maestro suspiró: ¡Fluye como esta agua! Incesantemente, día y noche”. Para Confucio, señala Han, no existen máximas o principios generales o inmutables, sino que prefiere adaptarse, caso por caso. Así, su razonamiento no conoce la rigidez. Dice a sus discípulos: “Para mí, no hay nada absolutamente posible o absolutamente imposible”.

Las reflexiones sobre el concepto de “felicidad” resultan originales, respecto de nuestra concepción general del término. Según Han, la expresión “darle sentido a la existencia” tiene que ver con el camino, con la dirección, con la orientación. En cambio, en las disciplinas orientales, se vaga en el no-Ser, sin sentido, sin dirección. Esta libertad de sentido consiente una libertad superior, el Ser verdadero. La sintonía con el Todo, sin dirección ni fronteras, crea un gozo celestial, un gozo supremo. Al contrario, la idea de felicidad se basa en la dirección, pero quien busca la felicidad termina por atraer la desgracia. Por eso, no hay que perseguir la felicidad para no evocar la desgracia. Según Kant (y por tanto, según el pensamiento occidental) la vida es como un camino a la búsqueda de algo. Ese algo da sentido a la vida. El viaje de la existencia se justifica con las acciones que hacemos para completar nuestros ideales: vivir, según Kant, es hacer. Lao Tsé y Chuang Tzu, en cambio, proponen un viaje sin dirección ni rumbo. Esa concepción de la vida no necesita ni de sentido ni de finalidad, ni narración, ni trascendencia ni Dios. Así, ganamos libertad. En la realidad, el mundo no está estructurado narrativamente: el mundo no narra historias y no es un mito. Por eso es grande. Chuang Tzu enseña que no hay que aferrarse a un pequeño relato sino a unirse al mundo entero, esto es, a ser grandes como el mundo. El que no está vinculado a un objeto o a un determinado lugar, vaga y no vive en ninguna parte. Está por encima de cualquier pérdida. El que no posee nada, nunca pierde nada. El ser humano se vuelve inquieto en la medida que es más pequeño que el mundo; para liberarse de esta preocupación, en lugar de aferrarse a un determinado contenido del mundo, debe ser convertirse en el mundo entero, debe comulgar con el mundo. Estar en el mundo es inquietud; ser mundo significa ligereza. Quizá la fascinación de los libros de Biung-Chul Han resida en la fascinación oriental de lo que explica. Quizá sea necesario, para nosotros, en estos tiempos de extremo materialismo, una dosis de desapego de las cosas. Quizá, en fin de cuentas, los espejismos del mundo moderno exigen, por paradoja, una buena dosis de espiritualidad.

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