Créditos: Prensa Comunitaria
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Por Héctor Silva Ávalos

Como el personaje de Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad, el recién fallecido papa Francisco, obispo de Roma y líder de la Iglesia católica, viajó para contar. Según el canon del colombiano en su novela cumbre, su Francisco el hombre, un juglar de 200 años, viajaba para contar las historias de su tierra. Jorge Bergoglio, el papa Francisco, viajó a rincones del mundo olvidados por el oropel romano para hablar de un carpintero humilde que predicó el amor a los demás. Ambos Franciscos vivieron en la periferia, uno en el mundo imaginado de Macondo, otro en un mundo en que viven millones de comunidades aún condenadas a cien años de soledad.

En sus últimos días, Francisco el papa habló, mucho, de Gaza, el epicentro del peor genocidio en la era moderna desde que un supremacista blanco borracho de poder se quiso vestir de dios y en su delirio de violencia exterminó a seis millones de otros. Francisco hablaba con las gentes de Gaza desde Roma, las consolaba. Y alzaba su voz para recordarle al orbe que a las cosas hay que llamarlas con precisión porque las palabras importan; para recordarnos que, matices y trampas ideológicas aparte, el asesinato masivo y sistemático de personas por razones de etnia o religión tiene un solo nombre: genocidio.

También habló Francisco, nacido en el barrio de Flores en Buenos Aires y bautizado como Jorge Mario Bergoglio, de los más pobres, de los marginados por el poder terreno, el de los políticos, el de los dueños del dinero. Y fue hasta esos pobres. Puso a la iglesia en la calle, como ofreció después de saludar ataviado de blanco a los fieles en la plaza de San Pedro, cuando fue nombrado papa en 2013.

Habló de otras cosas que son propias del catolicismo, de las cosas peores en la historia de una fe que profesamos millones en el mundo y en América, el continente. Habló del crimen más feo, que también es pecado de acuerdo con la doctrina católica pero es primero y sobre todo un crimen horrible: la pedofilia que alejó a tantos de la iglesia y a cuyos autores la curia protegió como las mafias cuidan a sus monstruos.

Sus acciones en el tema fueron tibias las más de las veces pero fueron. Fue él quien excomulgó a Theodore McCarrick, el pedófilo que fue arzobispo de Washington, DC y a quien Juan Pablo II y Benedicto XVI dejaron hacer. Y fue Francisco el que abrió el Vaticano para discutir el horror en el seno mismo de la santa sede. Las víctimas, que deberían ser siempre principio y fin, dicen que se quedó muy corto. Y sí, ante la magnitud del crimen a la iglesia le falta mucho por purgar pero también es cierto que en miles de parroquias alrededor del mundo ya todos perdimos el miedo a denunciar y confrontar.

No fue un revolucionario en doctrina. Dejó del lado discusiones fundamentales para el catolicismo aunque abrió caminos en la institución vetusta y a veces decrépita para discutir asuntos tan urgentes como el celibato, la ordenación de mujeres diáconos y la inclusión final y absoluta de la comunidad gay y trans en la iglesia. El suyo fue, por eso, un papado más cercano, como lo fue el de Juan XXIII, el “papa bueno” que convocó el Concilio Vaticano II.

Fue Francisco casi siempre un humano imperfecto y por aceptar eso fue mejor que otros líderes católicos. ¿Quién soy yo para juzgar?, escribió el papa y dijo cuando un periodista le preguntó por la inclusión de los gais en los ritos católicos. “Si una persona es gay, busca al señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgar?”, respondió esa vez en un avión que lo llevaba de Brasil a Roma en el inicio de su papado.

Esas palabras, dichas como líder máximo de una iglesia tantas veces carcomida desde adentro por la hipocresía, lo acercaron más al evangelio de Mateo, al pasaje que dice así:  “No juzguen para que no sean juzgados. Por la manera con que juzgáis, seréis juzgados, y con la misma medida con que mides a otros, serás medido”. Y con esas palabras alejó a la iglesia de las sombras medievales que tanto la siguen oscureciendo.

En Italia, también al principio de su papado, un niño atribulado le preguntó si su padre, recién muerto y ateo durante toda la vida, iría al cielo. Se lo preguntó al oído y el papa le pidió permiso para repetir la pregunta en público. Emanuel, que se así llamaba el pequeño, había descrito a su padre como un hombre bueno. Esta fue la respuesta del pontífice: “Qué fantástico que un hijo diga de su padre que es un hombre bueno. ¿Creen que Dios se negará a un hombre así, a un hombre bueno?” “Noooo”, respondieron emocionados los presentes. “Esa es tu respuesta, Emanuel”, dijo Francisco con una sonrisa.

Desde el inicio, Francisco habló por los pobres y los migrantes, que son las víctimas mayores del poder político autoritario que vuelve a expandirse por el mundo. Viajó a Lampedusa y Lesbos, en el Mediterráneo para llevar un poco de consuelo a los migrantes que llegaban por miles a Europa, expulsados por la violencia y la miseria que los cercenaba en Asia y África. También confrontó a Donald Trump, el rostro más reconocible de esta ola de violencia antiinmigrante, por sus acciones criminales contra los refugiados, y lo hizo cuando muy pocos líderes en el mundo se atrevieron a plantar cara el estadounidense.

Hoy, en los Estados Unidos, la Iglesia católica es una de las voces más poderosas que le habla en la cara a Trump para proteger a los migrantes. En Maryland, hogar de miles de ellos, centroamericanos casi todos, las parroquias católicas han vuelto a convertirse en sitios de acogida espiritual y material para refugiados, para hombres y mujeres que viven bajo el terror en estos años de trumpismo. Párrocos y obispos, como el recién nombrado Robert McElroy de Washington, DC, reconocen en el liderazgo de Francisco el faro y fuente de fuerza para esta cruzada moderna de protección.

A El Salvador, mi país, Francisco le dio el más grande de los regalos con la canonización de monseñor Óscar Arnulfo Romero, el pastor salvadoreño universal que también le habló de frente al poder criminal y fue asesinado por ello. En 2014, desafiando el ostracismo impuesto por Juan Pablo II y Benedicto XVI a la causa de Romero, Francisco abrió las puertas para llevar al arzobispo a los altares y reivindicar su legado, tantas veces vilipendiado por los asesinos fascistas de la época.

Como a Romero, a Francisco también lo vilipendiaron, incluso en el seno de la iglesia. Hoy, esos que lo juzgaron piden un papa conservador, uno que le dé la espalda a los migrantes como la iglesia les daba la espalda a tantos fieles que hasta el Vaticano II eran obligados a oír la misa en latín con un cura vuelto hacia el altar.

Nunca la Iglesia católica se vio tanto a sí misma, se asustó por tantas cosas horribles que vio, pidió perdón con humildad y se afianzó, desde el trono de Pedro, como defensora de los migrantes y excluidos. Nunca como durante el papado de Francisco, que siempre se supo hombre imperfecto, como todos los que seguimos poblando, domingo a domingo, los templos del catolicismo. Nunca la iglesia pareció tan cercana a las enseñanzas del nazareno que murió crucificado por el poder.

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