Antes del amanecer del Viernes Santo, las calles de Casillas, Santa Rosa, en el oriente de Guatemala, comienzan a transformarse. Hombres, mujeres, jóvenes y abuelos salen de sus hogares con costales de aserrín teñido de vibrantes colores, pétalos de flores, ramas de pino y moldes de madera.
Poco a poco, van tapizando las calles con alfombras multicolores que esperan la procesión. No es solo decoración, cada tramo es una ofrenda de fe y una expresión de identidad comunitaria.
Por Glenda Álvarez
En Casillas, Santa Rosa, la tradición de elaborar alfombras durante la Semana Santa se vive con profundo orgullo y sentido comunitario. Es una práctica que ha unido a familias por generaciones, convirtiéndose en un símbolo de identidad local, herencia cultural y expresión de fe. En cada alfombra se entrelazan historias familiares, técnicas transmitidas de boca en boca y un compromiso colectivo que se renueva año con año.
Uno de los ejemplos más representativos de cómo se vive esta tradición a nivel familiar es el de la familia Solares, que ha sostenido esta tradición por más de 40 años. Blanca Iris Solares fue durante décadas la encargada de coordinar y elaborar la alfombra en su cuadra.
En la actualidad es su hija Siomara Solares quien continúa el legado junto a sus hijos. “Recuerdo que cuando era niña había muchas alfombras en el pueblo, pero esta es la única que ha quedado de las que veía desde mi infancia”, afirma Siomara.
Su testimonio refleja cómo la tradición ha resistido al paso del tiempo gracias al compromiso de familias que la han mantenido viva contra viento y marea. Para ellas, elaborar la alfombra no es solo cumplir con una costumbre religiosa, es honrar a sus antepasados y sostener el vínculo entre generaciones.

La familia Orantes, por su parte, lleva más de 25 años elaborando su alfombra, con la misma dedicación desde el primer día. Marina Castillo, matriarca de la familia, relata que la tradición comenzó justo cuando llegó a vivir a Casillas, hace ya un cuarto de siglo. “La edad de mi hija mayor es la misma cantidad de años que llevamos haciendo esta alfombra”, cuenta. Desde entonces, sus hijos también se han involucrado en la elaboración convirtiendo esta actividad en un espacio de encuentro familiar, enseñanza y herencia cultural.
Desde hace 15 años, la familia Rodríguez también se ha sumado al colorido de las calles. Cada año imprimen su sello personal en la alfombra que elaboran con dedicación. “Siempre tratamos de hacer algo distinto, pero que lleve un símbolo que nos identifique como familia”, cuentan sus integrantes. Para ellos, es una manera de mostrar su compromiso con el pueblo y con la fe que los une.

Otra de las alfombras más emblemáticas es elaborada por un grupo organizado de trabajadores de la municipalidad de Casillas. Se extiende desde la iglesia hasta el frente de la alcaldía y es la primera que pisa la procesión del Viernes Santo. Para su confección se utilizan más de 45 sacos de aserrín y su preparación comienza la noche anterior en una jornada que se vive con entusiasmo entre risas, conversación y música que anima a quienes se desvelan elaborando cada detalle.
A pesar del cansancio, el ambiente es de fiesta comunitaria. Se comparte café, pan dulce y la certeza de que cada grano de aserrín colocado es parte de una tradición que une al pueblo.
Mientras los abuelos tiñen los materiales con técnicas tradicionales, los adultos trazan los diseños y los más jóvenes rellenan figuras: cruces, flores, espigas, corazones. No solo se transmiten métodos y colores, sino también valores: paciencia, responsabilidad y respeto por lo compartido.

Aunque estas alfombras duran apenas unas horas antes de que el paso del Viacrucis las borre, lo que permanece es el acto mismo de crearlas. Son fragmentos de historia, de familia, de pueblo.
Cuando finalmente el cortejo procesional atraviesa el camino multicolor, las familias observan en silencio y con emoción contenida, el paso del Nazareno y la Virgen Dolorosa. Son lágrimas de alegría y gratitud por el deber cumplido, por el recuerdo que revive y por la tradición que, gracias a sus manos, sigue viva.
Cambios, desafíos y resiliencia en la participación comunitaria
Como muchas tradiciones arraigadas, la Semana Santa en Casillas, Santa Rosa, también ha experimentado transformaciones con el paso del tiempo. La migración de jóvenes hacia la capital o al extranjero, la llegada de nuevas creencias religiosas y el auge de las actividades recreativas durante los días de descanso han modificado, en parte, la forma en que se vive esta celebración.
Sin embargo, lejos de diluirse, la tradición ha encontrado nuevas formas de resistir. Para muchos pobladores, las alfombras han dejado de ser solo un acto religioso para convertirse también en un símbolo de pertenencia cultural frente a una modernidad que amenaza con homogeneizarlo todo.

Aunque en ciertos hogares la participación bajó, ya sea por falta de tiempo, recursos o por el distanciamiento geográfico de los hijos, en otros, la tradición ha resurgido con fuerza. En los últimos años, se ha visto un renovado entusiasmo, especialmente entre jóvenes que, incluso criados en entornos urbanos o digitales, vuelven a sus raíces cada Semana Santa para colaborar en la elaboración de alfombras.
Algunos llegan desde la ciudad o incluso desde fuera del país, motivados por el deseo de reencontrarse con su comunidad y con las memorias que los formaron. Las mujeres, además, han sido piezas clave en este proceso, muchas son las que guardan el conocimiento sobre los tintes naturales, las formas tradicionales de trazar los diseños y la preparación de comidas típicas que acompañan estas jornadas. También son, en muchos casos, las primeras en transmitir a la niñez el amor y el compromiso por esta celebración.
Orígenes centenarios de una tradición guatemalteca
La costumbre de elaborar alfombras durante la Semana Santa tiene raíces profundas en la historia de Guatemala. Sus orígenes combinan influencias prehispánicas y españolas. Mucho antes de la llegada de los europeos, los mayas ya solían decorar los caminos con flores, hojas de pino y plumas para honrar el paso de sacerdotes o dignatarios.
Con la invasión en el siglo XVI, los frailes católicos incorporaron estas prácticas al culto cristiano y se empezaron a tender alfombras de flores y hojas durante procesiones y ceremonias religiosas, fusionando ritos indígenas con la devoción católica.

Escritos coloniales relatan cómo sacerdotes y conquistadores realizaban ceremonias sobre alfombras de pétalos y plumas de quetzal, adaptando símbolos como escudos y arabescos inspirados en el arte sacro. Con el tiempo, se añadieron nuevos materiales como arenas de colores y aserrín teñido junto con frutos y plantas aromáticas, especialmente para engalanar el paso de cortejos procesionales.
Esta manifestación de fe evolucionó hasta convertirse en símbolo cultural de Guatemala, al punto de ser reconocida como patrimonio mundial. En 2022, la UNESCO declaró la Semana Santa guatemalteca, incluyendo sus procesiones y alfombras como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Hay informes del Ministerio de Cultura que destacan que la tradición podría remontarse a la época maya, citando representaciones antiguas de soberanos sobre andas con caminos adornados de flores.
La inspiración bíblica también está presente, según el Evangelio la gente de Jerusalén tendía mantos y ramas en el camino para la entrada triunfal de Jesús. Así, las alfombras actuales son fruto de siglos de mestizaje cultural y fervor religioso, una herencia transmitida de generación en generación que perdura hasta hoy.
Tradición se mantiene viva
En Guatemala, cientos de personas se organizan cada Cuaresma con un propósito común, embellecer el recorrido de las imágenes religiosas y mantener viva una tradición que define su identidad. No importa si es la capital, la colonial Antigua Guatemala o un pequeño pueblo como Casillas, el espíritu es el mismo.
Año con año, la fe se transforma en arte popular y las calles se vuelven templo abierto. Para muchos devotos, arrodillarse a colocar aserrín o flores es una forma de oración; la alfombra terminada, un humilde regalo ofrecido a Dios y a su comunidad.
En un mundo que cambia aceleradamente, este pequeño pueblo de Santa Rosa apuesta por el colorido camino de sus tradiciones. Al finalizar la Semana Mayor, cuando el aserrín se barre y las calles vuelven a la normalidad, queda en el aire una certeza: mientras haya una familia dispuesta a madrugar con tintes y aserrín, el espíritu de las alfombras de Semana Santa seguirá vivo, tejiendo año tras año la identidad y la memoria.