Créditos: Prensa Comunitaria
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(Homenaje a Miguel Ángel Asturias)

Por Dante Liano

Míster Gengis llegó a Honduras entre bananos, a bordo de una nave de la United Fruit Company, en donde se había embarcado a última hora, antes de que lo alcanzaran sus acreedores y los bancos que había estafado. Míster Gengis vivía en Nueva Orleáns, pero no era de Nueva Orleáns. Algunos de sus biógrafos dicen que había nacido en Nueva York, pero otros, en cambio, esgrimen certificados de nacimiento que lo sitúan en una de esas ciudades perdidas entre campos de grano en el fondo de los Estados Unidos más profundos. Por años, los académicos norteamericanos se agotaron en polémicas tanto insulsas cuanto encarnizadas, hasta que, por misteriosos motivos, las siguientes generaciones se olvidaron de Míster Gengis y de sus virtudes como escritor. En efecto, y por aquí debíamos haber empezado, Míster Gengis había ganado una cierta fama como autor de cuentos, género muy apreciado en la literatura de su país, y también de un par de obras dramáticas que hoy nadie recuerda. Era un autor impresionista que seguía las reglas del final de efecto de Edgar Allan Poe. El autor de Los delitos de la calle Morgue proponía que todo relato, y, en general, toda obra literaria, debía ser escrita pensando en el final, y que debía sorprender al lector. Todo cuento, decía Poe con expresión sedentaria, hay que leerlo en una sola sentada. El público ha de quedarse estupefacto, maravillado y culipandeado por el knock out que le propina el autor. De esa cuenta, el relato más famoso de Míster Gengis cuenta la historia de un bandido con mala suerte. Mala suerte porque lo capturan después de un atraco e, ipso facto, lo condenan a la horca. El cuento inicia con el momento en que la soga corre por el cuello del ladrón. Y están a punto de ahorcarlo, cuando se quiebra la rama en que se apoya el lazo, y el bandido huye sobre el caballo en donde lo habían colocado para la ejecución. Detrás de él, como en las películas en blanco y negro, una multitud de vaqueros que lo quieren alcanzar. El cuento se alarga contando cómo el hombre gana terreno y se va alejando de sus perseguidores. Y termina con la certeza de que toda esa fuga eran las alucinaciones de un ahorcado, antes de su segura muerte. Puñetazo en el estómago y que me cuenten otro.

Aparte de su invencible pasión por la literatura, Míster Gengis se había aficionado, desde muy joven, a un solo vicio obsesivo y recurrente: el juego de cartas. Quizá por eso había preferido los tugurios de Nueva Orleáns a los tugurios de Nueva York, pero parece ser verdad que había reparado en la ciudad del jazz y del Mardi Grass solamente porque andaba huyendo de las deudas acumuladas al norte. Los periódicos le pagaban muy bien los artículos satíricos que publicaba en los semanarios culturales, con dos o tres seudónimos, y también las novelas por episodios que firmaba con su nombre. Todo ese dinero iba a dar a las mesas de póker, y Míster Gengis se las ingeniaba para endeudarse con los prestamistas, con los bancos, con los agiotistas, hasta que llegó el momento en supo que lo andaban buscando los matones que se encargaban de hacer pagar a golpes las deudas insolventes. Escondido y disfrazado, se metió en un barco frutero, en la única cabina de pasajeros, y no le importó que la fortuna lo llevara a Puerto Cortés, en Honduras, como habría consentido en terminar en los más lejanos sitios de Asia. Aceptó su destino centroamericano, con el juramento de alejarse para siempre del juego y la bebida. Pronto obtuvo un puesto en la Cuyamel Fruit Company, que era la competidora pobre de la enorme multinacional de los bananos. La había fundado Frank o Fred  Zemurray, el que dijo, célebre: “Aquí un diputado es más barato que un burro”. Con esas ideas había prosperado en el país. Ya se sabe: los juramentos de los jugadores son como las promesas de los marineros, si se me permite el ripio. También en Tegucigalpa, la capital del país, Míster Gengis se dedicó a su vicio, y también allí tuvo que salir pirado, porque no es que los matones tuvieran garrotes, sino machetes. Se fue por tierra al vecino país de Guatemala y después de largas jornadas siguiendo patachos de mulas llegó a la capital, que por gracia y beneficio de sus habitantes, se llamaba igual que el país. Era como si la capital de Francia, en lugar de llamarse París, se llamara también Francia. De allí la gracejada de afirmar que en Guatemala es el único lugar en que se puede decir: “Voy a Guatemala”, estando allí.

En la capital de Guatemala se instaló en la Pensión Colonial, que estaba en el centro, y pasaba sus días en el bar “El Portalito”, donde bebía whisky barato e imponía sus mañas con el juego. No le era difícil pelar a los incautos que se atrevían a echarse una mano de póker con él. Ese bar era como el epicentro de la ciudad. Allí conoció a ministros, embajadores, conspiradores y verdugos, que no desdeñaban ir a beber una copa de la famosa “chibola”, una mezcla de cerveza rubia y negra que era la especialidad del lugar. Conoció, allí, a Miguel Cara de Ángel, antes de que cayera en desgracia y terminara en una bartolina de la costa. También a un joven poeta que prometía mucho, poeta que se fue a París antes de que Míster Gengis fuera amenazado por los sicarios del dictador, a quienes había limpiado de fondos hasta la saciedad.

Falto de lugar a donde escapar, Míster Gengis se ocultó en las profundidades del interior del país. Se fue en una carroza tirada por negros caballos bayos hacia las Verapaces, así llamadas por Bartolomé de las Casas cuando conquistó la irredimible región con su dialéctica de dominico retórico y pasional. Falto de compañeros de juego, tuvo que acceder a ganarse la vida con el trabajo. Tuvo suerte, porque, en la capital, había conocido al distribuidor de las máquinas de coser “Singer”, uno de esos inventos maravillosos que permitían ahorrar mucho tiempo y que eran los representantes del prodigio y del progreso. ¡Cómo abrían los ojos las mujeres cuando veían el milagro de esas maquinitas que, en poco tiempo, hacían todo tipo de cosido, mejor que coser a mano, mejor que pincharse a cada rato, mejor que estar horas con el tenso bastidor de esclavitud! Así, de ciudad en ciudad, de casa en casa, Míster Gengis iba distribuyendo catálogos y convenciendo a los maridos de que el gasto valía la pena. Además, poseer una “Singer” se volvió signo de prestigio en los pueblos de provincia.

De ese modo, Míster Gengis llegó a Acatán, que era un pueblito perdido en las montañas de la Sierra de las Minas. De puerta en puerta, estuvo a punto de aburrirse, hasta que, después de sus toquidos imperiosos, se abrió la hoja de un portón antiguo y misterioso, y ese portón abrió, ante sus ojos, la belleza total de Miguelita, una muchacha limpia como el nacimiento de un río en la montaña, un óvalo el rostro moreno enmarcado por los cabellos negros, lisos, largos, llenos de pensamientos y desconcierto, los ojos celestes que venían de generaciones sobre el mar, y una voz hipnótica que evocaba aves del paraíso, densas humaredas volcánicas, profundidades sin fin en las aguas de un lago primitivo como la creación. Míster Gengis quedó tan enamorado que se le olvidó la finalidad de su visita. Y, entonces, ¿qué hacer para que el tiempo se estirara, para que no acabara nunca, para prolongar la visión de Miguelita? Varias veces regresó Míster Gengis a la casa de la muchacha y en esos ires y venires le regaló la máquina de coser, que otras pagaban con cuotas mensuales inexorables, aunque juiciosas. Al final, se presentó ante los padres de la chica y pidió su mano. Ellos la consultaron y ella dijo que no, que no le interesaba ese gringo feo y viejo. Miguelita no quiso escuchar razones, ni ruegos ni empedernidas serenatas. Su respuesta fue: siempre no.

Ya no importa saber el destino de semilla de durazno de Míster Gengis. Solo se sabe que desapareció y que, de regreso a su país, difundió o inventó la leyenda de Miguelita de Acatán. Según esa leyenda, en las noches tropicales de aullidos de coyote y luna llena, con el viento que hacía mecerse la copas de los árboles en donde habitaba el sagrado quetzal, cuyas plumas adornaban la cabeza de Quetzalcóatl, se escuchaban las notas de un desesperado pianista alemán, trasplantado en América por causa de una dictadura germánica, y, como fondo de Mozart y Beethoven, una máquina de coser prodigiosa, una Singer insomne que trabajaba, toda la noche, con el ritmo nostálgico de los trenes sobre los rieles, maniobrada por las manos mágicas de Miguelita de Acatán.

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