Por Carlos Martín Beristain
Este último año vino con estas historias desde adentro. Son cosas que casi no se pueden contar, porque casi no se pueden vivir. Pero las cuento.
Sandra Ubaté empezó desde el día siguiente a eso que llamamos los hechos, en 1995, a buscar a su hermano Richard desaparecido. Fueron ella y Astrid, la novia de él, las que comenzaron esa búsqueda en la boca del lobo, y le huyeron a sus dientes afilados. La estación de policía del barrio de Cali, el rastro por el que circuló el vehículo que se lo llevó, la identidad de la amiga de Richard desaparecida junto a él, fue negada durante años.
Sandra fue quien descubrió que Gloria tenía una identidad propia, y encontró 24 años después a su familia y le puso apellidos. No fue el Estado quien lo logró, fue ella quien llegó, cruzando datos, a descubrir la parálisis de sus familiares a buscarla por el miedo. Las dos mujeres tuvieron que salir al exilio, una a Londres, otra a Chile, y el espacio para la búsqueda simplemente ya no pudo ser, aunque Sandra siguió dando pasos que nos han traído hasta aquí. Una audiencia ante la Corte Interamericana hace un año es lo que nunca habían soñado y, sin embargo, ellas lo hicieron posible. Ahí se juega la esperanza y el miedo que susurra al oído.
Denise Crispin, una valiente mujer brasileña, también estuvo esperando 42 años a que se llegara a algún escenario donde se juzgaran los hechos, y la impunidad de la tortura compartida y el asesinato de su entonces compañero Bacurí, un militante político de la guerrilla contra la dictadura brasileña.
Esa dictadura siempre fue presentada como “quirúrgica”, aunque duró 21 años. Pero el terror es siempre una proporción incompatible con la vida, aunque los círculos donde se aplica sean más restringidos, siempre se extiende en toda la sociedad el silencio. Lo ejemplificante del terror se mide también en la parálisis y el mirar para otro lado.
Ella también tuvo que salir al exilio dos veces, una a Chile y otra, tras el golpe militar de Pinochet en 1973, a Italia. Con ella se tuvo que exiliar su hija, como lo hizo Sandra también con su hijo Christian. La tortura y el asesinato tienen otras connotaciones y dimensiones de la crueldad. Un torturador que los lleva a los dos a una sala, donde Bacurí está tremendamente golpeado y solo quiere tocar la panza de ella, porque dentro está su hija, y porque esa panza es el único lazo con la vida. Pero Fleury no está dispuesto a ningún tipo de lazo, su trabajo es demoler la resistencia, y antes de que pueda tocarla, tira de ella y la saca fuera. A los dos les dolió eso más que los golpes. Estos meses esperamos la sentencia sobre el caso también en la Corte. Viendo Aún estoy aquí, la película brasileña, volví todo el tiempo a esa casa en Roma y el viaje del testimonio de Denise y Leonardo, su compañero.
Hace un año, visité a Jose Rubén Zamora, un periodista que está preso en la cárcel de Guatemala, en una celda dura y una rejilla de gallinero para limitar su espacio de una hora al día fuera de la oscuridad de la puerta maciza, una celda que era inmunda antes de que él y su compañera trataran de adecentar paredes con centímetros de mugre y de tormento. Él tiene la historia reciente de Guatemala en su cabeza, y que iba saliendo en elPeriódico que dirigía de a poquitos, como bocanadas de verdades duras, hasta que, en una mesa de varios despachos presidenciales y militares, se tomó la decisión de terminar con ellas, acabándolo a él. Tras granadas, ametrallamientos, detenciones ilegales e intentos de desaparición en un basurero, a los que sobrevivió, cuando no pudieron con él, trataron de destrozarlo humanamente. Torturado y dos años detenido, Jose Rubén se abrazó a su dignidad, y a ese musculito del que hablaba Eduardo Galeano, tremendamente fuerte e invisible en los libros de anatomía que estudié: la conciencia. Tras lograr que lo sacaran de prisión, para volver aún detenido a su casa, hace unos meses, ayer lo volvieron a encerrar, porque el miedo también llegó al juez que le había dado esa medida. El terror no es de anteayer, es de ahora mismo.
Tampoco en el caso de Jesús Ramiro Zapata, defensor de derechos humanos que fue asesinado hace 24 años, y con quien ahora llegamos a la audiencia en la Corte Interamericana, los casos, por años que les pongamos, son algo de ayer. No es que el tiempo no pase, es que las transformaciones que siempre fueron urgentes son intencionalmente bloqueadas. Hacer un peritaje supone entrar en la profundidad del dolor y la experiencia de la gente. Es a veces, escribir sobre los que ya no están, y sobre quienes no solo nos la pasamos hablando, sino que nos convocan. Un tipo de presencia en las vidas, que trataron de arrebatar, pero que se rebela. Cada vez que he asumido ese desafío, se trata de volver a empezar. De dejarse tocar y escuchar. De acompañar en ese camino y hacerlo en parte tuyo, y después saber dejarlo caminar solo para no secuestrar su poder.
Hace unos meses, en el taller colectivo para recoger su memoria y analizar los desafíos actuales en Segovia, ese lugar castigado por la cantidad de oro que ha traído tantos grupos y armas, está también Mongo. Un hombre de una gran humanidad, voz fuerte y presencia afable y alegre. Mongo fue desaparecido una semana y encontrado muerto hace dos días. Había pasado un mes desde el juicio en la Corte por el asesinato de su amigo Ramiro, y él sufrió la misma tragedia, a manos de un grupo que ya no se llama Bloque Metro de las AUC, sino Cártel del Golfo que es su sucesor. Hoy Mongo hizo su parte del milagro, y el miedo en ese territorio tan golpeado donde parecía del todo imposible de Segovia, salió despavorido ante la multitud que llenó las calles a recordarlo.
Estos cuatro casos que acompaño, sus vidas y la de sus familiares y amigos y colectivos, hablan de la justicia y de los momentos cruciales de las luchas en América Latina hoy en día. Donde parece que las nuevas palabras que aprendemos, como distopía, marcan el intento de convencernos del fin de cualquier esperanza. Pero estas personas, estas vidas, nos hablan de qué podemos hacer para aprender, mientras no dejamos de sentir el dolor, porque sin esa conciencia y solidaridad – esa versión social del amor- no hubiéramos llegado hasta aquí. La desesperanza, que siempre acecha, es un precio demasiado caro para la vida. Acompañar estos casos, documentar estas violaciones, ayudar a entender lo vivido, ponerle palabras a lo intolerable es convocar a la acción.