Por Dante Liano
La simpleza no es el único y tampoco el peor defecto de la película “Emilia Pérez” de la cual, si se consultan los sitios especializados, los críticos cinematográficos exaltan las sospechosas cualidades y la declaran unánime obra de arte, sin remilgos. Nando Salvà, de Cinemanía, dice: “Una película atrevida y abrumadoramente creativa”. Abishek Srivastava, del Times de India, declara: “La narración y la dirección innovadoras de Jacques Audiard, junto con actuaciones destacadas, lo convierten en una experiencia cinematográfica convincente”. Leonard Martin, independiente, aumenta los halagos: “Es un golpe de gracia”. Para corroborar tan lisonjeras opiniones, la Academia le ha conferido un fatigoso número de nominaciones para el Oscar. Es uno de esos casos en que la refinada y artística crítica de una obra nos hace dudar de nuestra capacidad de apreciación. Se trata de un reto, de un guante de desafío para razonar una opinión contraria al sentir dominante. Comencemos por el principio.
“Emilia Pérez” ha sido dirigida por Jacques Audiard, conocido por algunas películas interesantes, como El profeta, Dheepan, París, 13eme. Arrondisement. Todas abundante y merecidamente premiadas. Con su última obra, Audiard experimenta con dos temas inéditos para él: la película con tema latinoamericano y, por si fuera poco, el film musical. “Emilia Pérez” es el nombre de la protagonista, nombre que no parece muy afortunado. La literatura latinoamericana ha producido apelativos mucho más fascinantes. Da la impresión de que Audiard, para bautizar a su personaje, cogió una guía de teléfonos y, al azar, escogió el nombre. Uno podría bailar en la cuerda floja y decir que ese nombre tan general esconde la alegoría de multitudes, pero dicha afirmación resulta una facilonería crítica, una pereza de pensamiento. Estamos lejos de personajes seductores, como Aureliano Buendía, Juan Preciado, Artemio Cruz, Miguel Cara de Ángel y tantos otros que debemos a la imaginación de los narradores del continente. Y eso que “Emilia Pérez” son las generalidades escogidas por quien se llamaba, originalmente, “Manitas del Monte”. Hay algo, en esos calificativos, que suena a falso, a inauténtico, a falta de fantasía. Denominaciones de pacotilla, provenientes de un defecto en el guión que es el defecto general de la película: un profundo desconocimiento de la América Latina. Peor: una visión colonizadora de la región. Hace recordar la operación realizada por Walt Disney en Los tres caballeros, película de animación de los años 40 en que los personajes constituyen un resumen de las ideas estereotipadas sobre los habitantes al sur de los Estados Unidos. Solo que, en el film disneyano, la esquematización del carácter latinoamericano es descaradamente ofensiva. Nótese que, además del Pato Donald, el protagonista brasileño se llama José Carioca y, el mexicano, Pancho Pistolas. La diferencia está en que los dibujos animados tienen como finalidad la parodia y la risa, mientras que la película “Emilia Pérez” se toma muy en serio, demasiado en serio, al punto que se convierte en una parodia de sí misma, en una parodia de la visión europea acerca de la América Hispana.
Como se ha hecho notar, la trama resulta, deliberadamente o no, una especie de telenovela con momentos tan cursis que mueven a risa, aunque Audiard esté planteando un serio mensaje. El solo hecho de escoger el musical para poner en escena una narración dramática coloca la película al borde de la caricatura. La idea del inicio no deja de ser brillante: un sangriento narcotraficante mexicano contrata a una abogada de segunda categoría para que lo ayude a cambiar de sexo. El problema está en el desarrollo de la idea. Después de este planteamiento narrativo, lo que viene después es un carnaval de clichés sobre México y sobre la América Latina. No falta nada: mariachis, procesiones religiosas, balaceras, mercados, calaveras, tequila, ignorancia y subdesarrollo. Nada que ver con una de las novelas más importantes sobre el mismo tema y que no comulga con los estereotipos. La escribió Yuri Herrera y se llama Trabajos del reino. En esa ficción, un músico deplorable se gana la vida, a duras penas, en las cantinas del norte de México. Para recoger un poco de monedas, el compositor se lanza en corridos que ensalzan las gestas del narcotráfico y que convierten a los capos de ese negocio en una suerte de héroes épicos. Pasa por allí un boss local, escucha al músico y le hace una oferta: que venga a su rancho para convertirse en el cantor individual de sus trabajos. El músico no puede rechazar tal ofrecimiento, porque en la dinámica de los narcos, la alternativa sería la muerte. De esa manera, el hombre entra en una suerte de corte sui generis, en donde los súbditos se pelean los favores del jefe. Herrera nos despliega un drama extraordinario: una reflexión sobre el poder y las pasiones que se desatan dentro de la burbuja cerrada de un rancho. Y la tragedia que describe tiene tintes shakesperianos. La breve novela posee un lenguaje fuera de lo ordinario, con reflejos de Juan Rulfo, aunque en la personalísima versión de Yuri Herrera y posee un indudable conocimiento de la realidad que está describiendo. Durante años, el autor fue maestro de escuela en Ciudad Juárez, aunque tenía la residencia en El Paso. Todos los días atravesaba la frontera, de ida y vuelta, y eso le permitió conocer a fondo la realidad que cuenta en su novela.
Por contraste, “Emilia Pérez” revela un gran desconocimiento de lo que está relatando y, quizá por eso, se tiene que apoyar en ideas preconfeccionadas sobre América Latina. He leído, y espero que no sea cierto, que Audiard desconoce la lengua española. Si así fuera, es como si un autor nuestro ambientara una película en París sin saber el francés. En cambio, es cierto que toda la película se rodó en la capital de Francia. Cierto: Federico Fellini filmaba sus películas en sets cinematográficos, pero era Fellini. Lo artificioso era parte de su estética. En la película de Audiard, en cambio, lo artificioso impregna toda la obra: la trama, los personajes, los diálogos y las olvidables canciones. Una América Latina de bambalinas, con escenografía de cartón elaborada en París. Una América Latina para europeos, que, no casualmente, gustan mucho de la película, porque ven en ella el reflejo de la propia mentalidad. He leído, en alguna parte, que la mayor simpleza de la película no es tanto el tratamiento simplicista de temas americanos, sino que estriba en las ideas que propone. ¿Cuál es, entonces, el mensaje central? Es, de veras, simple. El malvado asesino Manitas del Monte se convierte en una buena persona cuando se vuelve Emilia Pérez. El cambio profundo en su cuerpo provoca un cambio profundo en su alma. Es un antiguo concepto: si quieres cambiar el mundo, cámbiate a ti mismo. No estaría mal, si no fuera porque la transformación de Emilia Pérez, en el plano de sus actividades sociales, consiste en fundar una ONG: ¡tremenda revolución! O sea: cambia el sistema, pero no tanto. Haz la revolución, pero no te salgas del plato. La idea de que los cambios en una sociedad se basan en cambios individuales es, en el mejor de los casos, una concepción rosa (o, en términos del que fue Distrito Federal, una concepción “fresa”) del mundo. Es el boleto para que gane una gran cantidad de premios Óscar, porque invita a combatir las injusticias del mundo sin tocar los privilegios de los poderosos. Ya lo dijo Tommasi di Lampedusa, en El Gatopardo… “Si queremos que todo se quede como esté, hay que cambiarlo todo”.