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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano 

Jeremiah Porter estaba escribiendo su sermón del domingo cuando adivinó la silueta de su esposa, en la puerta. Le pasaba desde niño: su concentración en una lectura era tan intensa que entraba en algo así como un trance hipnótico. Todo desaparecía, a su alrededor. Casi lo asustó la presencia de la mujer. Ella le dijo, suavemente:
–       Tienes visita
No pudo disimular la molestia. Imperceptiblemente, frunció los músculos de la cara.
–       ¿Quién es?
–       La señora Jarvis.
–       Que pase -dijo, y permitió que su esposa percibiera el fastidio.

Ella encogió los hombros y se hizo a un lado. Entró una mujer robusta, madura, con paso decidido. Al pastor le pareció un pasaje inesperado: en un segundo estaba frente a él. De vez en cuando, tenía esos trastornos de percepción. Era como si hubieran cortado la escena de una película. Notó el sombrero casi infantil de la señora Jarvis. Después de los saludos, la Jarvis fue al grano. La gente de West Virginia era bastante directa. En la iglesia metodista de Grafon, de la que Jeremiah Porter era responsable, no eran una excepción. Los que venían del sur se quejaban: les parecía una grosería ese modo de ser.

–       Reverendo Porter – eran directos, sí, pero respetuosos. – Usted sabe que mi madre murió hace tres años.
–       Lo sé, era bastante devota – Porter pesaba los adverbios.
–       Y sabe también que fue una mujer distinguida.

Porter recordó las luchas de la madre de Ana María Jarvis. Ann Reeves, maestra de escuela en uno de los barrios más difíciles de Grafon, no se había limitado a la enseñanza. Desde la iglesia y el instituto, había realizado vigorosas campañas para defender el derecho a la educación de los niños, sobre todo los más pobres y también había exigido el derecho a la atención médica para las enfermedades infantiles más difundidas. Quizá, pensó Porter, que la madre de Jarvis no desahogara la frustración de haber perdido a siete de sus once hijos por sarampión, difteria, varicela y otras infecciones de los niños. En todo caso, era una invencible campeona en el reclamo de los derechos de la infancia. El año de 1905 la había visto enfermar y, rápidamente, fallecer de una infección respiratoria. No era demasiado mayor. Ahora, tres años después, su hija Ana María había tenido una idea.

–       Quisiera recordar a mi madre con una fiesta – dijo, con una rara sonrisa.
–       ¿Una fiesta? – se extrañó Porter.
–       Sí. En lugar de hacer una ceremonia fúnebre, quiero celebrar la vida de mi madre.
–       Si usted lo quiere así, está bien. Pero, ¿qué tiene que ver la iglesia?
–       Si no hago la fiesta en la iglesia, no la hago en ninguna parte -sentenció la mujer.

Cuando Ana María Jarvis se fue, el reverendo Porter no pudo concentrarse de nuevo. La ocurrencia de celebrar a la madre no le parecía inoportuna. Lo que le incomodaba era una cierta exageración. En efecto, Jarvis no solo quería conmemorar a su difunta progenitora. Quería celebrar a todas las madres del mundo Quería celebrar a “la Madre”,  como si existiera una divinidad universal, un arquetipo, un paradigma materno. Una especie de Soldado Desconocido en versión femenina.  “Quiero festejar a todas las madres por el imparejable servicio que han prestado a la humanidad”, había dicho Ana María. Bueno, no dejaba de tener razón, pensó Porter. Solo el hecho de generar, independientemente de cualquier circunstancia, era un acto heroico.

Habrían de pasar muchas primaveras, como aquella en que celebraron en la pequeña iglesia de Grafon el Día de la Madre, para que Jeremiah Porter reflexionara que, a veces, un pequeño gesto puede desencadenar una avalancha. Ahora, en cambio, una semana después de la conversación, nada anunciaba lo que iba a suceder después. Se corrió la voz entre los feligreses y todos se dispusieron, con una cierta ambigüedad, a seguir la iniciativa de Ana María Jarvis. Esta, a su vez, escribió a mano algunas tarjetas que distribuyó de casa en casa. Lo que más impresionó a los demás, ese domingo de sol y perfumes vegetales, fue que Jarvis compró quinientos claveles blancos, como símbolo de ese día especial, y los regaló a los asistentes a la función dominical. Agradó tanto que se prometieron repetir la ceremonia un año después.

Un año después, ya se había difundido la historia de la iglesita que celebraba a las madres del mundo. Se difundió, también, el ejemplo. En muchas iglesias de la zona se organizaron ceremonias conmemorativas para las madres, y en todas se distribuyeron claveles blancos, el emblema inventado por Ana María Jarvis. Como es natural, también en la iglesia de Grafon se repitió el evento, esta vez organizado por el reverendo Jeremiah Porter, quien intuyó la popularidad de la iniciativa. Un mes antes se reunió con Jarvis, y le dijo:
–       Este año repetimos el Día de la Madre, Ana María.
–       Ya lo había pensado, reverendo -le respondió la mujer.
–       Habrá visto que nos han copiado la idea.
–       Sí. ¿Le molesta?
–       Al principio sí. Luego me sentí orgulloso.

Algunos años más tarde, la ceremonia se había regado por todos los Estados Unidos. La misma ciudad de Grafon se paralizaba, ese domingo de primavera, y todo el mundo había inventado nuevos festejos en honor de las madres. Además de los claveles blancos del principio, los hijos llevaban todo tipo de flores a las agasajadas, y hubo algunos que comenzaron a comprarles regalos. Otros hacían circular postales emotivas, como solo puede ser emotivo y empalagoso un homenaje a la propia progenitora. Jeremiah Porter compartió, con su parroquiana Ana María Jarvis, un espléndido estupor cuando las principales tiendas de la región comenzaron a hacer publicidad al Día de las Madres, y, como es obvio, aprovecharon la ocasión para vender toda clase de productos, con el pretexto de obsequiar a las progenitoras. Puesto que la fiesta se había extendido a toda la nación, en todo el país ese día se convirtió en un enorme negocio. En 1914, el presidente Woodrow Wilson la hizo fiesta nacional.
Casi veinte años después de su primera conversación, Ana María Jarvis volvió a tocar a la puerta del reverendo Porter.
–       Reverendo, creamos un monstruo.
–       Su idea se ha vuelto un mercado, Ana María. ¿Usted ha leído la novela de Mary Shelley?
–       ¿Frankenstein?
–       Sí. Como el Dr. Frankenstein, hemos perdido el control de nuestra criatura.
–       No, reverendo. Ahora voy a luchar por suprimir esa fiesta. ¿Se da cuenta? El precio de los claveles blancos ha crecido en un dos mil por ciento.

Con una suerte de escéptica melancolía, el reverendo Porter observó, en los años sucesivos, los esfuerzos de Ana María Jarvis por anular el Día de la Madre. La mujer trató de demostrar que la idea de los claveles blancos era de su propiedad y quiso que se cancelaran esas flores como símbolo del Día de la Madre. Luego, veintiséis veces llevó a los tribunales a diferentes negocios y tiendas y veintiséis veces perdió los juicios emprendidos. Por último, en 1943, ya muy anciana, promovió una petición para anular esa fiesta como día nacional. Tampoco tuvo éxito. También anciano, el reverendo Porter pensó que Ana María Jarvis había dedicado la primera mitad de su vida a promover una idea, y, la segunda mitad, a anularla. A veces, reflexionó, nuestros mayores éxitos son, también, nuestros mayores fracasos.
(Debo los datos históricos de esta historia a la newsletter “Elissi”, di Valerio Bassan. Los datos de ficción los debo a mi imaginación).

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