Por Dante Liano
Cuando se contempla el Moisés de Miguel Ángel, siempre llama la atención que el patriarca bíblico posee dos cuernitos en la frente. Muchas otras representaciones del héroe presentan la misma característica. Uno podría preguntarse cuál es el origen de ese detalle, no indiferente para la cultura occidental. ¿Qué ignoto símbolo esconden las dos breves protuberancias taurinas? Que se sepa o que lo digan las Sagradas Escrituras, nada hay en la historia conyugal de Moisés como para autorizar habladurías. La lectura de un gustoso libro sobre las erratas y su influencia en la cultura me ha desvelado el misterio. El libro se llama El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia, y sus autores son Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme (México, Fondo de cultura económica, 2024). El misterio desvelado tiene que ver con una de las primeras erratas de la historia de la imprenta. Y con el primer libro impreso por Gutenberg, la Biblia. La versión publicada fue la llamada “Vulgata”, versión en latín elaborada por San Jerónimo (que, dicho sea de paso, se convirtió en patrón de los traductores). Pues bien, según la versión original del texto sagrado, Moisés, al descender del Monte Sinaí, tenía una expresión calificada como keren or, esto es, “radiante”. Pero, en cuanto el hebreo no tiene vocales, la traducción fue un inexplicable “con cuernos”, que permaneció en la Vulgata por muchos años. Lo que emanaba la frente de Moisés eran rayos de luz, no cuernitos, pero venció el equívoco.
También el título del libro alude a una errata. En efecto, cuando Pablo Neruda escribió su “Artes poéticas”, en Fin de mundo (1969), escribe: “Como poeta panadero / preparo el fuego, la harina / la levadura, el corazón / y me complico hasta los codos / amasando la luz del horno, / el agua verde del idiota / para que el pan que me sucede / se venda en la panadería…” Por más que Neruda haya sido uno de los exponentes del surrealismo, al inicio de su carrera, de todos modos esa “agua verde del idiota” chirría bastante cuando se lee el poema. Sobre todo, porque el poema discurre con una cierta suavidad soñolienta, y, además, todas las palabras se desprenden del “panadero” original, de modo que el lector no puede menos que respingar ante la bizarra expresión. Como se habrá adivinado, hay un error de imprenta. Lo que Neruda escribió fue “el agua verde del idioma”. Ya que el agua fuera “verde” resulta extraño, pero que pertenezca a un idiota es el remate final. Digamos que dicha errata es, hasta cierto punto, inocua. En cambio, atroz y descomunal la ocurrida a Machado de Assis. El gran escritor brasileño había publicado sus Poesías completas, y había pedido, como suele ocurrir, que un amigo le escribiera el prólogo. Sólo que el autor ya no quiso publicar ese prólogo, porque le pareció demasiado elogioso (cosa insólita en la historia de la vanidad de los escritores). No quería, escribió el buen Machado de Assis, que el afecto del amigo “cegara el juicio” del lector. Y aquí fue donde el diablo metió su pezuña: por error de imprenta, la “e” del verbo “cegar” se transformó en “a”, con los desastrosos resultados que se pueden imaginar. Puede imaginarse la aflicción del autor y de sus editores cuando se descubrió el gazapo. Recogieron los ejemplares no vendidos, rasparon la “a” y escribieron, a mano, la “e” inicial. Otros tiempos, otras sensibilidades.
A propósito de diablos, nos refieren los autores del libro que, en la Edad Media, antes de la aparición de la imprenta, todo tipo de errata se atribuía a un demonio específico: Tutivillus. La mano de Tutivillus habrá estado detrás de otro caso referido por González y Araya. En 1631, los tipógrafos reales Robert Baker y Martin Lucas publicaron la versión inglesa de la Biblia, llamada “King James”. Esa edición estaba destinada a llamarse “la Biblia maldita” por la omisión de una sola palabra, omisión fatal que arrojó a sus impresores a la ruina. Resulta que, al escribir los diez mandamientos, Baker y Lucas (o un tipógrafo suyo) omitieron la palabra “No” en “No cometerás adulterio”, por lo que la prohibición se trocó en mandato: “Cometerás adulterio”, lo cual despertó la furia del rey y la eterna proscripción del texto. De pasada, se señala que hay otra errata blasfema. En lugar de escribir “The Lord our God has shown us his glory and greatness”, se lee “The Lord our God has shown us his glory and great-asse”. (Dios, Señor nuestro, nos ha mostrado su gloria y grandeza; Dios, Señor nuestro, nos ha mostrado su gloria y su gran trasero).
No podía faltar, en un libro sobre errores tipográficos, la alusión a los numerosos gazapos en las obras de Cervantes y Shakespeare. Más que al demonio, habría que atribuir esos errores a las condiciones materiales de la impresión, en la época. Piénsese que la imprenta tenía poco tiempo de existir y que eran tantas las manos por las que pasaba un manuscrito que difícilmente se salvaba de la errata (cuyos nombres son, nos informan los autores, múltiples y variados: gazapo, gato, pastel, gralha, coquille, mochuelo, etc.). En el siglo de Cervantes, el escritor entregaba su autógrafo a un amanuense, un verdadero especialista en la edición de textos, que corregía la ortografía, la puntuación, el ordenamiento en párrafos, de modo que el manuscrito “original” fuera legible a los tipógrafos y, sobre todo, a los censores, de cuyo nihil obstat dependía la impresión de la obra. De las manos del amanuense la obra pasaba a la de los cajistas, que podían ser tres, o cuatro o cinco. La posibilidad del error se multiplicaba, incluso porque los tipógrafos no se preocupaban tanto de la fidelidad filológica, sino de que el texto cupiera en las cajas que tenían a disposición. No era rara, entonces, la supresión de líneas con tal que entraran en la página. González y Araya explican, a través del lente de aumento de la errata, los numerosos despistes que aparecen en la primera edición del Quijote, como un “Burgillos” en vez de “Burguillos” y como la macroscópica pérdida del burro de Sancho, desaparecido en un capítulo y resucitado en el siguiente, tan campante, como si nada hubiera pasado. O los nombres atribuidos a la esposa de Sancho, que cambian según Cervantes la va olvidando.
Otras erratas hay que se convierten en datos positivos. Como la leyenda que relata el origen de la casa editorial que publica el libro. Como todos sabemos, la revolución mexicana, una vez institucionalizada, apuntó mucho de la construcción de la identidad nacional a la cultura. Al proceso de alfabetización, que aun hoy hace de México un país con un gran cantidad de lectores, se sumó la idea de fundar una casa editorial cuyos libros fueran accesibles a la mayoría de la población. Se fundó así el “Fondo de cultura económica”. Se dice que, originariamente, la editorial debió llamarse “Fondo de cultura ecuménica” pero que un gazapo convirtió en barato lo universal. La historia tiene el carisma de la ficción, pero igualmente no está mal como idea. Más profunda es la historia de la “b” invertida en el letrero de entrada al campo de exterminio nazi de Auschwitz. El letrero repite y sume en la ignominia un viejo dicho alemán: “Arbeit macht frei”, que de inocente pasó a ser el símbolo de todo mal. Significaba, en principio, un enunciado banal: “El trabajo hace libres” y lo convirtió, por ser la puerta de un infierno, en la configuración del horror. Pues bien, la forja de ese letrero fue encargada a un grupo de prisioneros polacos, cuyo jefe era Jan Liwacs. Debemos a esos hombres un testimonio de rebeldía, aun en el aciago dominio del campo de concentración. En efecto, escribieron la “b” di “Arbeit” invertida, como silenciosa protesta, inadvertida rebelión, humano signo de dignidad, y ese deliberado error se conserva aún. El libro de González y Araya es una de esas publicaciones necesarias, de grata lectura y, en las cuales, la atracción del contenido comporta, también, una buena reflexión.