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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 5 minutos

Por Dante Liano

En vista de las muchas y variadas experiencias que la profesión implica, no debería extrañar que muchos médicos hayan cultivado el placer de la literatura. Si el médico es bueno, tiende a escuchar el relato de sus pacientes, que confunden clínica con confesionario y que vierten, en una sesión de consulta, penas, preocupaciones e imaginaciones. El doctor Baldizón era uno de esos médicos a la antigua, con un consultorio de anticuariado sobre la Avenida Bolívar, una de las principales entradas a la ciudad. El portón de la casa era inmenso y no había timbre, sino un tocador en forma de león que, golpeado sobre su base de hierro, retumbaba en el zaguán de la entrada, oscuro y misterioso como todos los zaguanes. Allí estaba el automóvil de la familia, un Packard de lujo con veinte años encima, pero que se conservaba reluciente y admirable porque casi nunca lo usaban. Cuando lo sacaban a la calle, la gente se volteaba a ver, admirados de que esa nave transatlántica circulara todavía en la realidad y no sólo en las películas viejas. El consultorio del doctor Baldizón estaba inmediatamente a la izquierda, después de entrar. No había sala de espera, sino una banca de madera que reposaba delante del patio colonial. La casa del doctor tenía el trazado que llevaron los españoles de Andalucía. Era un siete perfecto, con dos patios y, al centro de cada uno, la pila refrescaba el ambiente y el espíritu con el rumor del agua. En los corredores, las plantas de abundante verde rebosaban de las macetas y sobresalía el diente de león que vertía sus ramas como si fueran de agua, desde lo alto de las vigas. Mientras esperaba su turno, el paciente se recreaba con la exuberancia vegetal o se distraía con los pajaritos que saltaban en el patio, de la pila a las plantas, de las plantas al techo, del techo al cielo.

El doctor Baldizón era bajito, calvo, con un bigote fino de gigoló caribeño. Enfundado en su bata blanca, sonreía con mesura cuando el enfermo, real o imaginado, entraba en su clínica. Ya solo verlo iniciaba el proceso de curación. “¿Qué me cuenta de nuevo, de bueno y de extraordinario?”, preguntaba, consciente de que sus parroquianos eran portadores de banalidades infinitas. El paciente desplegaba el pergamino de sus dolencias y el doctor reposaba las manos en la mullida panza, como si acogiera los males del mundo.  Una vez terminada la lista de quebrantos, Baldizón ordenaba: “Acuéstese, que lo ausculto”. El idioma español ha conservado ese elegante verbo latino como sinónimo de “examen”: auscultar. El doctor Baldizón pasaba sus manos regordetas por el cuerpo del paciente, y eran manos cálidas y taumatúrgicas. Con el índice y el medio empujaba hacia adentro. “¿Le duele?”. Luego, con los mismos dedos, martillaba el tórax y el estómago como si tocara un tamborcito de Livingston. Los orígenes de Baldizón no estaban lejos de ese lugar, porque era del Petén.  Sus familiares se habían enriquecido con la madera fina de los bosques de ese lugar; Baldizón se había empobrecido con el ejercicio honrado de su profesión. Cobraba casi nada por las consultas. Mientras procedía con el examen (auscultaba siempre a sus pacientes, aun si habían estado la semana anterior) el doctor Baldizón conversaba sobre temas parroquiales (todos se conocían en el barrio), nacionales (el doctor era muy crítico con los políticos en el poder) e internacionales (el doctor leía todos los periódicos, que eran tres, uno matutino y dos vespertinos). Los voceadores del barrio pasaban casa por casa y metían el periódico debajo de la puerta. Si llovía, sopa de periódico. Una vez repasada la parte anterior, el doctor sacaba el estetoscopio y pasaba a la espalda, también esta tocada como tamborcito y luego examinada con ese lente de aumento auditivo. Luego, escuchaba de nuevo las lamentaciones del supuesto enfermo y para ahondar en el diagnóstico, preguntaba: “¿Cómo está su papá?” “Me lo saluda, por favor”. “¿Y su mamá?” “Me la saluda, por favor”. En círculos concéntricos, llegaba hasta el afectado allí presente, y este, a ese punto, no estaba en condiciones de negar nada y, por tanto, confesaba todo. Solo entonces, casi una hora después de haber entrado, escuchaba el veredicto del médico, que en general abundaba de diminutivos y eufemismos. Cuando el doctor daba su diagnóstico y escribía, con garabato de galeno, la receta, el enfermo ya estaba curado y tenía ganas de abrazar a Baldizón.

Quizá de la misma calaña que Baldizón era el señor Chigüichón Culebro, curandero de imaginación inventado por Miguel Ángel Asturias en Hombres de maíz. La historia relatada por Asturias comienza con Goyo Yic, el Tatacuatzin, un hombre ciego que se gana la vida pidiendo limosna en las ferias de pueblo. El apodo le viene porque la gente imagina que su nahual es un Tacuazín, la zarigüeya en lengua k’iché. Un día, o más bien una noche, al regresar de la feria a su casa, Goyo Yic la encuentra completamente vacía. No hay nada. No hay muebles, no hay artefactos, no hay leña en la cocina. Y sobre todo, no está su mujer, la María Tecún, ni están sus hijos. La escena es una de la más dramáticas y mejor logradas de la novela. Con angustia desesperada, el ciego da tumbos contra las paredes de su casa, mientras grita el nombre de su mujer. En vano. La María Tecún no aparece y con ello inaugura un nombre y una tradición: las “tecunas” serán, de ese momento en adelante, las esposas que abandonan a sus maridos. De allí en adelante, la vida de Goyo Yic estará destinada a buscar a su mujer. Para saber si la encuentra o no, hay que leer la novela.

Lo que nos importa es el episodio de la curación de la ceguera. Goyo Yic se informa y va a buscar al curandero Culebro, para recuperar la vista. El lugar, por la descripción asturiana, parece una granjita bucólica en medio de los bosques. Hay un río, hay un puente, hay árboles y hay pajaritos. Don Chigüichón Culebro interroga al enfermo, para verificar su efectiva voluntad de curación. Y una vez resuelto este protocolo, procede a la ceremonia médica, que poco tiene de mágico. Después de una noche ascética de purificación, muy temprano, en la madrugada, Culebro rasga, con una hoja filosa, las cataratas que cubren los ojos de Goyo Yic. La operación es muy dolorosa y el enfermo cae desmayado. Culebro aplica gotas de agua de golondrina (que parece metáfora y en cambio procede de la antigüedad indígena, según notifica Sahagún) y venda las heridas con un emplasto de hojas vegetales. Pocos días después, Goyo Yic puede quitarse la cataplasma y poco a poco recupera la vista. Este episodio es una muestra de la excepcional capacidad narrativa de Asturias. Según una teoría inaugurada por los formalistas rusos, clave de la literatura es lograr que el lector admire la realidad como si la viera por primera vez. Esto hace Miguel Ángel Asturias cuando describe el descubrimiento de la naturaleza por Goyo Yic, quien antes conocía sonidos y texturas, pero no tenía la experiencia visiva. Goyo Yic ve un mundo nuevo, prístino, original y es como si nosotros, los lectores, también tuviéramos la misma experiencia, como si descubriéramos el río cristalino y el puente que lo adorna, y los pajaritos que bajan a picotear migas de pan, y las cortezas de los árboles, cuyo color corresponde a la rugosidad de su textura. Médico y taumaturgo, el señor Chigüichón Culebro acompaña todas las fases de la curación con elaborados discursos rituales y quién sabe si esos discursos no son también parte del proceso terapéutico.

Las ciencias médicas han descubierto, desde hace algunos años, una nueva rama, llamada “Medicina narrativa”, que se ha difundido intensamente en hospitales y centros de estudio. Consiste en la verificación de que un paciente, cuando se presenta delante del médico, elabora una narración que describe y relata su malestar. Del mismo modo, el médico, por más breve y sucinta que sea su respuesta, también narra al paciente una diagnosis y una terapia. El relato del paciente transcurre en el pasado; el relato del médico transcurre en el futuro. En el presente, las dos narrativas confluyen, se enfrentan y quizá, dialogan entre sí. Estudiar esas narrativas constituye esta nueva rama de la medicina, que, naturalmente, es una nueva rama de la literatura. No todo el mundo sabe narrar, pero se puede aprender a contar historias, sobre todo en un espacio tan delicado como el de la enfermedad y su representación. En el campo literario, el análisis de la narrativa y sus mecanismos puede aplicarse también en el sector de la medicina, con el rigor y la precisión con que se estudia una novela o un cuento. Hay muchas aplicaciones prácticas del análisis narrativo en medicina y esas aplicaciones pueden ser de gran beneficio para los que sufren por una enfermedad y para los buenos médicos, como Baldizón y Culebro, que establecen una relación humana con el paciente.

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