Por Dante Liano
El sol de marzo derrama una huacalada de calor sobre los presos que se protegen con sombreros de petate, sombreros de tela, gorras de baseball, gorras del mercado, gorras que parecen boinas, boinas que parecen gorras, con la visera para adelante o para atrás, también aquellos gorritos redondos de todos los colores que ni visera tienen y hasta hay quienes se han hecho un sombrero de papel con el periódico, a falta de plata para comprarse algo más decente. Menos mal que el patio donde salen a tomar el aire es de tierra, que si fuera de cemento no se podrían ni parar, les fundiría las suelas de hule como si fueran huevos estrellados en sartén con aceite, y si fuera de asfalto se derretiría como los frijoles negros colados con que se hacen los volteados. Son los presos comunes, desperdigados como hormigas desorientadas después de un zapatazo. Nada que ver con los mareros, que están en otra cárcel, compactos en su rabia de asesinos, desfigurados por los tatuajes en donde hay barcos, dragones, mujeres vestidas, mujeres desnudas, vírgenes de la Asunción, de la Concepción, Auxiliadoras, de las Siete Espadas, cruces, aviones, efigies del Che, de Lennon, de Hitler y de Tata Dios, un ojo encerrado en un triángulo. No, estos son unos niños de pecho, en comparación. Hay ladrones, rateros, de los que llaman chicharreros, algunos majes y otros fulastres, entre la broza hay de todo, y, de ese todo, sobre todo hay cábulas, algún pendejo por ahí, mucho chavo y algún que otro ruco, pero es mara inocente en comparación con la mera mara de otras cárceles.
El preso que me está hablando es un hombre delgado, casi desnutrido, como suelen ser algunos flacos: no se sabe si lo son de nación, de vocación o de inanición. A veces, las tres. Con el calor que hay, anda con una camiseta de basquetbolista, azul profundo con los bordes que serían blancos si no estuvieran sucios de comida, de pintura, de tierra, de grasa, de rozones con la pared. Tiene un emblema redondo, en donde destaca un puente de oro sobre fondo del color azul que domina esa ropa, y el nombre del equipo: Warriors, que debe ser alguno gringo, y la camiseta venida en esos bultos de ropa que llaman “pacas”, al decirlo me doy cuenta de que hispaniza el inglés “packs”, así como “trocas” viene de “trucks”, y “lonche” de “lunch”. Nuestros emigrantes como adalides de la lengua española: los mil cachorros sueltos de Rubén Darío. Los ricos, en cambio, llegan a los Estados hablando un inglés perfecto, aprendido en las universidades norteamericanas, que nunca faltan en cada país. Los ricos se ríen de los que dicen “pacas”, cuentan el chiste de la señora que fue a una tienda en Miami y pidió un “electric fuck” porque quería cambiarle el foco a su lamparita. Los ricos, siempre del lado del imperio, cualquiera que sea el imperio.
El hombre que me está hablando parece haberse inventado para ilustrar la palabra “esmirriado”, que, a su vez, ilustra casi vocalmente la condición de flaco, desguachipado, descolorido, desalentado. Los pantalones de lona le quedan grandes, le bailan alrededor de los huesos, le dan esa apariencia de precariedad que solo tienen los enfermos y los locos. Como los locos, se amarra esos pantalones con una cuerda blanca, aquí no les importa si los presos andan con lazos o cuerdas, si se ahorcan mejor, una boca menos un pan más. Esta hora de aire debería de llamarse hora sin aire, porque el calor de marzo ahoga en la mañana, cae como una sábana marrón que lo arropara a uno contra su voluntad, y reverbera en el suelo de tierra del patio de la prisión. El hombre que me está hablando no tiene todos los dientes, y los que tiene son de ese color amarfilado, oscuro, crepuscular, dientes de pobre, puras piezas arqueológicas destinadas a irse cayendo pronto, sarro, caries y bacterias de la suciedad. Está lleno de pelos, el hombre, hirsutos en la cabeza, no muchos, y pedregosos en las mejillas, puntas de cerdas que asoman en la piel enjuta, ralo bigote de mestizo bajo la nariz derecha, cejas como brochas, vello en las ventanas. Pelos hasta en las manos, impecablemente sucias.
“Yo trabajaba en un condominio”, dice, con una voz que no corresponde a su aspecto: es voz de viejo muy viejo, algo gangosa, incierta y lenta. “Pero no de esos que están por aquí, cerca de la cárcel. Yo trabajaba en un condominio de ricos. Los de ustedes (¿por qué yo?) son planos, son chatos, son máxime dos pisos; en cambio mi condominio estaba en la zona 14, tenía diez niveles, puro aluminio y vidrio, se iba al cielo. Lujo de condominio. Allí solo había gente de plata. Ya ve, yo orgulloso de trabajar para gente bien, más me hubiera valido uno de Carretera, por ejemplo, más humilde pero con gente menos escandalosa. Mi condominio tenía, en la planta baja, un club, un gimnasio, una sauna, una piscina. La gente bajaba de su apartamento directamente a bañarse. Y otra cosa, usted, allí no había lugar para ladrones, porque el ascensor se abría solo con la huella digital de los condóminos, y uno podía solo ir al piso en donde vivía. Si se equivocaba de nivel, las puertas no se abrían.
“Mi trabajo era el de guardián, pero como los inquilinos me tenían confianza, también hacía trabajitos de electricista, de plomero, de albañil, de jardinería. Me llamaban a los apartamentos y sabían que yo podía entrar y hacer la chamba que les cobraba barato. Como eran ricos, siempre me regateaban. Yo conocía muy bien el interior de cada uno: televisores del tamaño de la pared, chineras con cristales deslumbrantes, lámparas de oro que se mecían con el viento, sirvientas con uniformes y su cufia blanca en la cabeza: parecían disfrazadas para el carnaval. El domingo las muchachas salían con su traje regional. Creo que se veían mejor así que con uniforme. Arreglaba el desperfecto, me pagaba y me iba.
“Mi chamba era muy sencilla, como la de los otros vigilantes. No nos tenían vestidos de policía, menos mal, pero sí teníamos uniforme. Camisa blanca y pantalón negro, con nuestro nombre en una grafeta que nos daba la empresa. Era aburrido, porque no había lugar para ladrones. No había lugar para ladrones pero sí para secuestradores. A falta de entrar en el edificio, los chavos se ponían a vigilar a los habitantes del condominio. Los seguían por días, hasta que uno de ellos les caían, en plena calle, y desde su propio teléfono llamaban a la familia: “Mil dólares dentro de una hora o nos quebramos a su pariente”. Mil dólares no era mucho, la gente iba, daba el dinero y lograban el rescate. Casi una rutina, como la nuestra de ir apuntando en un registro las salidas y entradas de la gente que llegaba al condominio. A mí me arruinó uno de esos visitantes. Era el hijo de unos gringos que estaban en el décimo nivel. Todos decían que tenía cara de loco y se le veía muy nervioso, que miraba a todos lados como en las películas. Nunca supe cómo se llamaba. Mostraba su pasaporte norteamericano, aunque por aspecto y hablado era del país, y luego subía a ver a sus papás. Yo no le di importancia hasta que llegó la policía y me apresó. Los juras me dijeron que ese muchacho me había denunciado a través de un cuento. “¿Un cuento?”, les pregunté. Creí que me estaban hablando de un trasto, de un chunche, de un mueble, de un cachivache. En cambio no. Me dijeron que un cuento era una cosa publicada en un periódico. En ese cuento, el hijo de los gringos decía que yo era la mente de los secuestros. Yo les dije que no tenía nada que ver, que era honrado y decente. Pero entre creerme a mí y creerle al hijo de los gringos, no había ni discusión. Me dieron diez años. No hay día que no me acuerde de lo que apuntaba cuando el hijo de los gringos venía al condominio, todo asustado, como si lo persiguiera el Cadejo. Yo había preguntado de qué vivía. De escribir, me dijeron. Y yo apuntaba siempre: “10.30 a. m. Entra el señor que escribe”.