Por Dante Liano
Se dice que, para los norteamericanos, América Latina es el lugar en donde se realizan utopías, sueños, transgresiones. ¿Cuál de todos estos llevó a Robert Hinshaw a visitar Guatemala, en 1961? En realidad, no le interesaba el país, sino un fragmento: las orillas del lago de Atitlán, en especial, la ciudad de Panajachel. Imaginamos que era muy joven y que llegaba influido por su maestro, un antropólogo de nombre esotérico y de creciente fama: Sol Tax. Este había escrito algunas obras fundamentales con nombres atractivos. Por ejemplo, El capitalismo del centavo, una descripción de la vida de los mayas en el célebre lago, en modo particular de su economía de subsistencia en los años treinta del siglo veinte. Tax enseñaba en la Universidad de Chicago y fue asesor de la tesis de doctorado de Hinshaw. Pero no solo la universidad ligaba al joven estudioso con el ignoto país centroamericano. A principios de siglo, sus abuelos, misioneros cuáqueros, habían estado en el oriente del país. De alguna manera, el nieto proseguía esa labor. Y proseguía también la de Sol Tax, pues la tesis de Hinshaw se inspiraba en los estudios del maestro: Panajachel: A Guatemalan Town in Thirty-year Perspective.
Cuentan que el lago de Atitlán, como la ciudad de Antigua, constituye uno de los centros magnéticos del planeta. Esa posición mística confiere al visitante una paz inusitada, una serenidad despaciosa, una lenta plenitud inexplicable. Puede ser. También puede ser que la contemplación de la belleza, abundante en ambos lugares, determine la armonía. Puede ser que Hinshaw haya sucumbido a la gallardía de Atitlán, sobre todo porque en 1961, Panajachel no era todavía un centro turístico devastado por grupos de extraños que caen sobre la ciudad y le quitan el aliento. Era un pueblo maya de dura vida bucólica, entretenida en la pesca sobre los cayucos que recorrían los doce pueblos con nombres de apóstol: San Marcos, Santiago, San Pedro, San Mateo, hasta el lejano San Lucas, con vocación costeña. Lo cierto es que el antropólogo norteamericano se apasionó por Panajachel y transcurrió sus veranos académicos en el pueblo. De esas estancias intermitentes deriva su colaboración con Sol Tax y Flavio Rojas Lima para la publicación de un volumen: Los pueblos del lago de Atitlán, en 1968. También, un esfuerzo de narrativa antropológica de considerables dimensiones: dos novelas de cuatrocientas páginas cada una cuya ambición es describir la historia de los pueblos mayas de la orilla de Atitlán, desde finales del siglo diecinueve hasta los años setenta del veinte. El primer tomo tiene un título insostenible: My Lake at the Center of the World. El segundo es mucho mejor, aunque repetido: The Rape of the Hope.
Hablemos del primero. Es el único traducido al español, gracias a Esmeralda Cajas y a Juanita Busch. El primer trabajo de traducción es el admirable cambio de título. Del nombre en inglés se pasa a uno de indudable atractivo: Los coyotes tienen suerte. En la historia de la literatura, hay títulos estupendos y otros meramente descriptivos. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha es una novela en sí; mientras que los nombres enumerados por Shakespeare no dicen nada de su contenido: Hamlet, Macbeth, Otello. Más sugerente: Sueño de una noche de verano, Bien está todo lo que bien acaba, Sueños de amor perdidos. Muchas veces, el título es parte de la obra, irrenunciable: Cien años de soledad condensa todo lo que vendrá después,. Singular el origen del título de El Señor Presidente, de Asturias. Se encontraba el joven escritor en la ciudad de México. Hizo una penosa peregrinación entre los mayores editores de ese país. Su novela se llamaba Tohil, en alusión al dios maya de la guerra. Un rosario de negativas acogió la obra. Uno de los editores le devolvió el manuscrito y le dijo: “¡Tenga su señor presidente!”. Con ello, por lo menos le regaló el título. Ulises no dice nada de la genialidad de Joyce, pero Retrato del artista adolescente está lleno de sugerencias, así como Finnegans Wake. La historia de la literatura podría escribirse con los nombres de las obras que la componen.
La explicación de Los coyotes tienen suerte está en las primeras páginas de la novela. El protagonista, Rodolfo Luis Ajcojóm Yach, maya kaqchikel, presenta sus nahuales: un pez gigante y un coyote. En la tradición alemana, existe la leyenda del doppelgänger, el doble malvado de cada uno nosotros, ese “otro yo” que encierra las pulsiones negativas escondidas en el inconsciente, con frecuencia pulsiones de muerte. En la tradición maya, en cambio, se llama tonal a un animal que se constituye como mi gemelo en la naturaleza y cuyas virtudes poseo. Lo que le pasa al animal me pasa a mí y viceversa. Ello conlleva un gran respeto de la naturaleza, pues atacar a un animal o herirlo significa hacerlo con su doble humano. Naturalmente, todos piensan en animales prestigiosos para su doble: tigres, águilas, leones, cóndores. En realidad, mi doble podría ser una rata, o un piojo, o un mosquito. Cada ser tiene su dignidad. Con frecuencia, se confunde el tonal con el nahual. Este último es el animal en el que un aj’quij (persona que guía a la comunidad) se puede transformar para defenderse de sus enemigos, o para recorrer caminos negados a los seres humanos. El protagonista de la novela tiene, pues, un doble, que es el coyote. “Los coyotes tienen suerte”, dice. “Son inteligentes y astutos”. De aquí el adivinado nombre de la novela. El prólogo, además, revela otros aspectos del relato. Uno de los más importantes, el lugar en donde se desarrolla la acción. Quizá por necesidades de ficción, Hinshaw desplaza los sucesos de Panajachel a Santa Catarina Palopó, un pueblo adyacente. Por último, una joya sobre las fronteras entre imaginación y realidad. Con notable ingenuidad, el narrador declara, en estupenda paradoja: “…los protagonistas y los eventos en nuestras historias son reales, excepto cuando no lo son”.
En verdad, no se trata exactamente de una obra de ficción, sino de la elaboración narrativa de los estudios antropológicos de Robert Hinshaw, esto es, material documental escrito y oral, sobre todo oral. Al haber vivido entre los mayas de Atitlán, el antropólogo norteamericano atesoró una gran cantidad de información, en cuenta tantas historias que contar. Por ejemplo, hay un capítulo que habría podido ser más largo: la narración del viaje de los señores de Panajachel hacia la capital, para entrevistarse con el presidente Ubico. El episodio, con toda su épica, ocurrió en realidad y fue objeto de estudio. Resulta que, a principios de los años treinta, el futuro dictador emitió una ley, según la cual los indígenas que no podían probar haber trabajado durante el año tenían que servir gratuitamente en las fincas de los grandes propietarios. Esa barbaridad se llamó “ley contra la vagancia”. Los principales del pueblo decidieron pedir a Ubico una rebaja en la cuota de trabajo forzado. Bien podrían haber tomado un autobús, pero pensaron que el tirano se habría impresionado más si ellos hacían el trayecto a pie. De este modo, caminaron del lago hacia la capital los 145 kilómetros que separan ambos lugares. Tres días tardaron: el primero durmieron en Godínez, el segundo en El Tejar y el tercero llegaron a la ciudad por la tarde. Admirado del esfuerzo, Ubico les concedió el favor solicitado.
El relato se va desgranando en la narración de la saga de la familia Ajcojóm, y alterna momentos de descripción histórica con otro tipo de descripción, relacionada con el conocimiento profundo de las costumbres de los mayas del altiplano de Guatemala. A la primera corresponde el despojo de las tierras comunales con la Reforma Liberal de 1871 y la fundación de las haciendas cafetaleras, con la explotación de la mano de obra indígena. El mecanismo, de todos conocido, era simple: los grandes propietarios prestaban dinero a los indígenas del altiplano, a través de sus agentes en el lugar; llegado el momento del cobro de la deuda, esta se pagaba con trabajo en la cosecha. Los indígenas vivían endeudados y sus obligaciones con los patrones eran infinitas. A la segunda, en cambio, historias relacionadas con las creencias de los mayas. Por ejemplo, las enfermedades provocadas por “el susto”, en algunas partes llamado el “acuás”. En un episodio, una mujer sorprende a su marido con otra. El descubrimiento le provoca un trauma (que sería el otro nombre del “susto”) y todos los esfuerzos de la familia se encaminan a curarla del espanto. Más en general, el relato de Hinshaw nos descubre que los indígenas vivían espantados por su cercanía con la naturaleza. También revela las ceremonias que se elaboran para superar ese miedo. En sus 400 páginas, la novela contiene todos los aspectos de una saga familiar: amistades, odios, rencores, sexo (bastante recatado), violencia (no muy frecuente), sudor (a ríos, porque los protagonistas trabajan hasta el cansancio) lágrimas (porque la vida de los mayas es dura, excesivamente dura) y, como es natural, una buena dosis de humor. Un esfuerzo insólito que supera el mero dato antropólogico para consignarnos el amor de un científico por la tierra que estudia y hacia cuyos habitantes siente un afecto profundo y entrañable.