Por Dante Liano
Lo primero que nos llamó la atención fueron los baños turcos. Estaban alineados uno al lado del otro, separados por una breve pared, alta para no ver al compañero de infortunio pero no tanto como para no oírlo. A los lados del agujero del baño había dos hormas en donde apoyar los pies y, en la pared, unas asas de cuero que tenían doble función: sostener al doliente mientras se aliviaba y, visto el esfuerzo de aferrarse, empujar la segura eliminación. En nuestra vida de jóvenes fronterizos entre la clase media y la burguesía, habíamos visto excusados en el campo: esas champas de madera mal cerradas que albergaban un pozo ciego, en donde como papel higiénico se usaban cuadrados de periódicos cuidadosamente recortados, o naturales y ecológicas hojas de la vegetación adyacente. Más frecuentemente, los inodoros standard de amplia taza, que, cuando se oprimía la palanca del tanque de agua, daban lugar a un embarazoso remolino cuyo vórtice era lento y cuya desaparición violenta era una especie de triunfo, de eliminación de las pruebas del crimen sin lugar a remisión. Habíamos visto esos sistemas, pero los baños turcos del Internado Salesiano Don Rúa, en El Salvador, eran una novedad. El primero en usarlos fue el Flaco, a quien el viaje había estimulado esas funciones, junto con otra paralela y opuesta: un sueño invencible que lo hacía dormirse donde quiera. Se despertaba solo a la hora de las comidas que le infundían más sueño todavía. “Vos, Flaco”, le dijo el Mono. “Vos veniste solo a tres cosas: comer, dormir y cagar”. La brutalidad del Mono era frecuente y le había ganado más de un enemigo en nuestro país, en donde la extrema cortesía impide la comunicación directa.
Habíamos ido a El Salvador para asistir a una reunión de exalumnos salesianos. Alcanzamos esa condición el año anterior, cuando nos graduamos con un título pomposo e inútil: Bachiller en Ciencias y Letras. En el último año de estudios, los viajeros habíamos sido miembros del exclusivo “Club de Domingo Savio”, destinado a los alumnos sobresalientes de ese curso. El Mono, Chema, el Flaco y yo fuimos inmediatamente catalogados, por los otros compañeros, como “culebras”, mote destinado a los más estudiosos, pues se suponía que uno estudiaba para quedar bien con los profesores, no por afán de saber. Sacar buenas notas implicaba el sobrenombre viperino, pues en la concepción del mundo cerreramente masculina de los estudiantes del colegio, un hombre macho debería ser muy mal estudiante, pues el conocimiento disminuía la virilidad. De ese modo, nos convertimos en reptiles. Ahora estábamos en El Salvador, junto con otros centroamericanos de nuestra misma calaña. Recuerdo a uno de los representantes de Nicaragua porque contaba muy buenos chistes. Era simpático el chaval. Lo recuerdo, también, porque, un par de años después, supimos que había sido fusilado durante la revolución sandinista. Esas cosas de Centroamérica.
El viaje de una capital a otra duraba tres horas, cuatro con la obligada parada en un restaurante perdido en la carretera, donde uno se detenía a comer pollo frito y a beber cerveza. El camino era nada y, en efecto, no tengo ningún recuerdo del trayecto. Llegamos por la tarde, estacionamos el Taunus del Mono en el patio del internado y subimos corriendo las gradas hasta el último piso del edificio. Como era época de vacaciones, las largas hileras de camas de los internos estaban a nuestra disposición. Las camas y los baños turcos. “Que no te vaya a dar diarrea con estos inodoros”, me dijo Chema, “porque la cosa se pondría difícil”. Una vez que dejamos maletas y chunches, fuimos a conocer la ciudad, que nos pareció, entonces, del tamaño de un barrio de la nuestra. Por supuesto, visitamos una pupusería y probamos el plato típico de El Salvador, junto con la cerveza nacional, que, si mal no recuerdo, se llamaba “Pilsener”. Me acuerdo de que mi padre, quien había visitado ese país una vez, se deshacía en elogios hacia la cerveza salvadoreña, y era tal la expectativa que cuando la probé no me supo a nada. Las comidas y bebidas tienen el sabor del cuando y del con quien. Yo solo sabía que, cuando mi padre probó la “Pilsener”, había acompañado al equipo de fútbol del pueblo en una serie de encuentros amistosos. Probablemente fueron muy amistosos.
Antes de acostarnos, cantamos algunas canciones y contamos algunos chistes. El Mono había llevado su acordeón y el Flaco tocaba la guitarra. Estábamos cansados, de modo que nos acostamos temprano. Ya habría modo de trasnochar, pensamos. Lo que no sabíamos era que teníamos el desvelo asegurado. En efecto, como a las cuatro de la madrugada nos despertó una música que venía de la calle. Una música y unos cohetes. Corrimos a la ventana: abajo, un trío de profesionales cantaba boleros delante de la ventana de una segura novia. Tocaban muy bien y nosotros, aprendices, quedábamos admirados ante el virtuosismo del músico del requinto. No nos molestó el despertón. Al contrario, cantamos en voz baja junto con los músicos, mientras las dramáticas canciones se elevaban desde la ventana floreada hasta nuestro salón de camastrones estoicos. Desvelados y en ayunas, estábamos en la condición ideal de conmovernos cuando entonaron “Nuestro juramento”: “y si los muertos aman/ después de muertos amarnos más”. No podíamos saber que ya lo había dicho, y mucho mejor, don Francisco de Quevedo, muchos años antes.
Fue la mañana del intento de asesinato del Padre Campos. Era éste un sacerdote hondureño que nos daba clases de Física, en los últimos años de secundaria. No sabía nada de la materia pero, con gran valentía, se enfrentaba a las fieras y se inmolaba en su desesperada ignorancia. Llevábamos un libro de texto que proponía problemas y, en un apéndice final, daba las soluciones. El sacerdote hondureño no tenía más que memorizar ese apéndice y luego llegar a clases a demostrar su sabiduría. En una de esas, se puso delante de la pizarra y desarrolló una larga ecuación. Todo iba muy bien, pero sucedió que el cura, en uno de los pasajes, se equivocó de signo (lo traicionó la memoria) y aunque el resultado final era exacto, el signo estaba cambiado. En lugar de “más” era “menos”. Poco quisieron los salvajes para hacerle notar al reverendo su error. Inmutable, en medio de las carcajadas de sus alumnos, Campos exclamó: “¡Pues se cambia el simno!” Por un inexplicable switch de su cerebro, el Padre Campos no podía pronunciar “gn” y lo sustituía con “mn”, y todo tenía un irrefrenable efecto cómico. O, cuando se dio la guerra entre Salvador y Honduras, y el Padre Campos iniciaba las clases cantando, patriótico, el himno hondureño, o interrumpía una explicación para perorar que todos los salvadoreños eran ladrones, y cantaba un estribillo compuesto para la ocasión: “Se cayeron de la moto los guanacos / por ladrones/ y por cacos”. Y nosotros nos moríamos de la risa, ajenos al patriotismo obsceno que había llevado a ambos pueblos a la guerra.
Al bajar a recoger el automóvil, nos esperaba una sorpresa. Una niebla cegadora había caído sobre la ciudad y no se veía nada a un metro de distancia. Niebla en El Salvador es igual que decir nieve en el Amazonas, palmeras en Moscú, camellos en Londres. Sin embargo, era niebla y niebla espesa. Daba igual, no había nadie, así que el Mono puso la palanca en retroceso y se lanzó a toda velocidad hacia el centro del patio. En ese mismo instante, un microbús estaba recogiendo a los salesianos que iban al congreso. Y por esas casualidades inscritas en las intersecciones del azar, nuestro vehículo se dirigía, como un cohete supersónico, directo al centro del micro, en el mismo instante en que el Padre Campos estaban por subir a él. Nosotros ni nos dimos cuenta. Solo escuchamos el estruendo del choque. El Mono, que era chofer sin mancha, se quedó estupefacto de haber tenido un accidente. Oímos una voz vagamente reconocible que gritaba: “¡Por poco me matan!” Minutos después, mientras se examinaban los daños a los vehículos, el Padre Campos nos contó que estaba por subir al microbús cuando oyó el motor del Taunus y pegó un brinco hacia un lado. Estaba pálido y temblando. “Si no doy el brinco, me hacen tortilla”, concluyó. Quién sabe por qué, quizá por los nervios, en lugar de apenarnos nos dio un ataque de risa. Y todavía hoy, cuando recordamos el atentado contra el Padre Campos, en lugar de remordimiento nos reímos, quizá porque le habíamos cambiado el simno al destino.