En las tierras secas del oriente de Guatemala, donde el sol implacable y las lluvias erráticas dictan el destino de la cosecha, el maíz sigue siendo más que un simple cultivo. Es la esencia de la vida para las comunidades indígenas Ch’orti’, una conexión profunda con sus ancestros y con la tierra que, a pesar de las adversidades, aún les provee.
Por Norma Sancir y Nathalie Quan
En la comunidad de El Rodeo, en Camotán, Chiquimula, Nery Pérez Oloroso vive una realidad que combina la tradición con los desafíos del presente: el cambio climático. Desde pequeño, aprendió de sus padres y abuelos a leer los signos de la naturaleza a través del tiempo, la luna y las lluvias, que dictan el ritmo de la siembra del sagrado maíz.
“En oriente esperamos la lluvia en mayo; de febrero a abril empezamos a guatalear, como decimos aquí en la comunidad”, dijo Nery Pérez.
Este año, sin embargo, la naturaleza desafió las expectativas. El invierno se atrasó, obligando a la comunidad a postergar la siembra hasta el 15 de junio. A pesar de un verano prolongado, las constantes lluvias trajeron consigo una mejora en las cosechas. “En septiembre comenzamos a despuntar, preparando la tierra para la siembra de frijol”, agrega.
Uno de los desafíos más grandes para la familia de Pérez Oloroso ha sido preservar las semillas nativas, que han sido cuidadosamente protegidas a través del conocimiento ancestral. “El maíz se debe guardar”, explica. “Seleccionamos las mazorcas en el campo para el consumo familiar y guardamos la mejor semilla para la próxima siembra. Aún conservamos cuatro variedades de semillas, amarillo, blanco, rojo y negro”, indica.
La familia sabe que la clave para una buena cosecha está en la calidad de la semilla, tal como explica el agricultor maya Ch’orti’: “Las semillas transgénicas no siempre dan fruto. Si no se abonan bien, no hay cosecha. La gente no tiene la información; lo mejor es la semilla nativa”.
El cultivo del maíz es una labor que involucra a toda la familia, quienes se apoyan mutuamente en cada etapa del proceso. “Mis papás trabajaban en las fincas, juntaron su dinero para comprar los terrenos. Mis hermanas también siembran. Cuando levantamos la cosecha compartimos y preparamos tamalitos de elote, elotes cocidos y atol de elote. Lo demás lo guardamos para consumo familiar”, relata con orgullo.
Sin embargo, el cambio climático es una preocupación constante. “Si siguen las sequías nos pasará como hace tres años: perderlo todo”, advierte Pérez Oloroso, consciente de que el equilibrio natural del que depende la cosecha está en riesgo.
La escasez de tierra y la persistencia de la tradición
Para Pascuala Alonzo de la comunidad de Tituque, del municipio de Olopa, la situación es diferente, buscan mantener vivas sus tradiciones en medio de la escasez de recursos.
Alonzo es artesana de la fibra de maguey y banano y autoridad indígena del Consejo Indígena Maya Ch’orti’ de Olopa. Heredó un pequeño terreno, el cual ha tenido que repartir entre sus hijos e hijas a medida que forman sus propias familias.
“Ya no tengo más tierra para sembrar maíz, por eso tengo que comprar para el consumo”, relata. A pesar de esto, Pascuala se aferra a lo que le queda, utilizando una parte de su terreno para mantener un equilibrio entre sus actividades artesanales y la preservación de la naturaleza.
Entre los árboles que adornan su terreno, destaca un amate de 90 años, cuya sombra y frescura son un alivio en los días calurosos. “El árbol de amate es para hacer sombra, da aire y jala agua. Por eso los cuidamos y conservamos. Ahí tengo café y las ramas que se van cayendo nos sirven para dar leña. El banano lo uso para la fibra de mi artesanía”, dice Pascuala.
A pesar de la limitación de espacio, la artesana de Olopa no deja que la falta de tierra la aleje de una de las costumbres más queridas de su comunidad: la siembra del maíz. En junio, cuando comenzaron las lluvias, decidió sembrar algunas matas de una variedad de semilla grande. “Aunque no tenga suficiente tierra para sembrar maíz para el consumo, lo poco que cosechamos lo compartimos en familia”, comenta con una sonrisa mientras recuerda con cariño cómo los niños de la casa se emocionan al ver los elotes cocidos.
Para la autoridad, la primera cosecha del año es un momento de celebración, donde el maíz y los frijoles que siembra en su pequeño espacio se convierten en un festín familiar. “Tenemos poquito espacio, pero no queremos perder la tradición de comer de la primera cosecha de maíz y frijoles”, concluye.
El desafío del cambio climático
De acuerdo a Ubaldino García, agricultor maya Ch’orti’, la conservación de las semillas no solo depende de la herencia cultural, sino también del conocimiento colectivo de la comunidad en cuanto al manejo del suelo y el rechazo de los agroquímicos.
“Nosotros sembramos en las fechas que el pueblo Ch’orti’ siempre ha sembrado”. Sin embargo, la incertidumbre del clima ha generado nuevos desafíos. Este año, el invierno se atrasó, provocando que la comunidad temiera por la pérdida de sus semillas. Pero contra todo pronóstico, la lluvia llegó 20 días después de haber sembrado, permitiendo que la semilla germinara y creciera.
García y su familia han adoptado el sistema milpa, una práctica agrícola tradicional que combina la siembra de maíz, frijol y calabaza y yerbas comestibles en el mismo terreno. “Usamos la madre cacao para hacer barreras vivas y abonar el suelo con nitrógeno”, señala. Esta forma de manejar la tierra nos permitió cosechar y no perder la semilla”, asevera
Para Ubaldino García, la siembra y cosecha del maíz no es solo una actividad agrícola, sino un acto profundamente espiritual. La conexión entre la tierra y el pueblo Ch’orti’ se refleja en sus ceremonias, donde el chilate, una bebida tradicional a base de maíz, es ofrecida a la tierra como muestra de respeto y gratitud.
Este vínculo espiritual con la tierra es lo que ha permitido a estas comunidades resistir los embates del clima.
A medida que el cambio climático continúa alterando los patrones de lluvia y las condiciones de cultivo, la sabiduría ancestral de agricultores como Ubaldino García se vuelve más crucial que nunca. Sus prácticas sostenibles y el respeto por la tierra son un ejemplo para todas las comunidades que buscan mantener sus tradiciones vivas frente a un futuro incierto.