Por Dante Liano
La idea de originalidad en el arte representa uno de esos tópicos que la modernidad ha impuesto a los creadores. En cambio: nadie es único, nadie es un universo cerrado, nadie vive ajeno a los demás. Somos la continuación de quien nos ha precedido y los que vienen prosiguen nuestro trabajo. Vivimos sumergidos en una alteridad que nos influye, nos condiciona y nos subyuga. Parece increíble: Leonardo, Miguel Ángel y Rafael vivieron en la misma época y en la misma ciudad. Antes de ser considerados maestros, fueron aprendices. Leonardo, del Verrocchio; Miguel Ángel, del Ghirlandaio; Rafael, del Perugino. Algunas veces, trabajaron en el mismo proyecto. Otras, no pudieron dejar de observar lo que hacían los demás. Los treinta años que separan a Rafael de Leonardo fueron suficientes como para que el más joven asumiera el célebre sfumato que el más anciano imprimía a los retratos. Los verdaderos artistas dialogan entre sí a través de las técnicas que se prestan. Dialogan, también, por la constatación del admirado arte ajeno. Mozart no existiría sin Bach. Balzac habla, célebre, de la existencia de una suerte de francmasonería, por la cual los artistas se reconocen entre sí a través de un leve gesto, un ademán, una alusión. Cuando llega a Guatemala, prófugo de la ayuda a Siqueiros, Neruda busca a Miguel Ángel Asturias. Un artista sabe el arte de sus iguales.
Por eso, nada hay de extraño en la conversación de Arnoldo Ramírez Amaya con Magda Eunice. Hay obsesiones compartidas: los tecolotes de Ramírez Amaya dialogan, de alguna manera, con los gatos de Magda Eunice. La secreta amenaza de las garras que aferran el soporte se corresponde con la inocente agresividad implícita del felino. Búhos y gatos son bellos, casi perfectos, y, al mismo tiempo, inquieta la súbita agresión posible, escondida detrás de ronroneos o cantos nocturnos. Heraldo de la muerte, el búho remueve ancestrales temores, predica el final insoportable, avisa del pasaje inminente. Socarrón y cínico, el gato conlleva arcaicas tradiciones, prospera bajo las esfinges sagradas, oculta y protege. La pureza del dibujo de Ramírez Amaya se encuentra, de modo natural, con la línea impecable de Magda Eunice. Las mujeres de cabellos aireados, en Magda Eunice, con miradas de estupor e inocencia, hallan una versión de inquietud y desazón en las versiones con que Ramírez Amaya las recuerda. Las bailarinas de Magda flotan en un espacio imaginario, onírico a veces; Ramírez Amaya las vuelve telúricas, consistentes, alucinadas. Hay continuidad y regreso, reconocimiento y reciprocidad, ilusión y realidad en ambos artistas.
Probablemente, el rasgo común es la plena percepción del arte. Hay, en Arnoldo Ramírez Amaya y Magda Eunice, una exigencia absoluta, irrenunciable, total, de ese acto que llamamos, de alguna manera, el acto estético. Con celo exigente, ambos reconocen donde está el arte y, también, donde no está. Todo ello implica una disciplina de trabajo rigurosa, un hacer y rehacer la obra, una agotadora búsqueda de perfección, un rechazo de lo fácil y halagüeño. Uno piensa en la severidad de los antiguos talleres florentinos, en donde se forjaron los maestros. Maestra del dibujo, implacable consigo misma, imbuida de una concepción de la vida en donde la imperfección no podía admitirse, Magda Eunice creó una obra compleja y, al mismo tiempo, llena de la sencillez que nace del dominio del oficio. Ramírez Amaya elabora homenajes a sus pares, y, en ese diálogo, construye y continúa el misterio inexplicable de la obra de arte.
(El martes 3 de septiembre inicia la exposición conjunta de Magda Eunice y Arnoldo Ramírez Amaya, en la Galería El Túnel (Obelisco) de Guatemala, desde las diez de la mañana).