Por Dante Liano
Miguel Ángel Asturias murió, en un hospital de Madrid, el 9 de junio de 1974. Había sido estudiante rebelde y burlón en los años 20 del siglo XX; bohemio, poeta y flâneur en el París de Carpentier, Breton, Uslar Pietri y James Joyce; alumno aprovechado de Georges Raynaud, en la Sorbona; diputado del dictador Jorge Ubico, de regreso; dipsómano abismal, primero y abstemio rigoroso, después; exiliado en México por servir al dictador; intelectual de punta de la Revolución del 44; agregado cultural en la Buenos Aires de Neruda y García Lorca; embajador en El Salvador; exiliado eterno por servir a la Revolución; conferencista en Francia e Italia; Premio Lenin de la Paz en la Unión Soviética; Premio Nobel de Literatura; devoto católico de la iglesia de la Parroquia; polemista con glamorosos escritores del jet set; solemne y ceremonioso embajador en Francia; vecino playero de Camilo José Cela en España; adversario de todas las dictaduras de su país, Guatemala, en donde era acusado simultáneamente de varios ismos, a comenzar por el infaltable comunismo; y todo lo anterior no habría tenido importancia si Asturias no hubiera sido, como lo fue, uno de los más grandes escritores nacidos en América Latina, autor de novelas memorables que, todavía ahora, son lección de escritura e imaginación.
Al contrario de la torrencialidad y chisperío de su prosa, Asturias era taciturno y meditabundo. Así lo retrata Luis Harss en Los nuestros, un clásico de la crítica hispanoamericana. Casi no hay anécdotas en las que dispense agudezas o boutades, al contrario del catálogo de ingenio atribuido a Tito Monterroso, su compatriota. Sé de una, que me contó un historiador: encontrábanse ambos en Rumania, Asturias de escritor invitado, el historiador de joven becario entusiasta. Cuando éste supo de la presencia del maestro en Bucarest, se presentó a una cena y para agradar al escritor, se vistió con una chaqueta típica del país, de esas de lana que ostentan, en la espalda, dos grandes quetzales estilizados, y el resto son grecas y ornamentos de la imaginación maya. Asturias, por supuesto, lo reconoció, y le dijo: «¿Y en dónde dejó la marimba, usted?» Se refería al numeroso instrumento de melancólica música nacional. Otras historias no conozco.
Conozco, en cambio, que Asturias está en la base de la narrativa hispanoamericana contemporánea, aun la más actual. Si los más jóvenes pueden concederse el lujo de no conocerlo (quizá la ignorancia puede ser incluida en el catálogo de lo suntuario) no así los escritores de las generaciones sucesivas a la suya. Asturias, con otros como los ya mencionados Carpentier y Uslar Pietri, abrió las puertas de la vanguardia narrativa en la América Hispana. Su estancia en París fue una temporada que, medida en el tiempo, fue breve; medida en los resultados y aprovechamiento: valió por decenas de estudio y lección. El joven poeta venía del regionalismo y del modernismo. Este último había cancelado la distinción entre prosa y verso: el Azul chileno de Rubén Darío demostró que se podía crear poesía sin someterse a la métrica: torrentes de lírica brotaban de sus escarceos aristocráticos y lúdicos. José Martí hizo vibrar el castellano en una prosa militante y libertaria: lujo de idioma que arrastra una pasión civil. Ese modernismo se difundió por toda América y también arrasó en España, porque mostró que la leña de Lope y de Cervantes ardía de nuevo con el fuego americano. El regionalismo, en cambio, adoptó el lenguaje y el estilo del realismo y del naturalismo francés: la selva sudamericana florece con exuberancia en La vorágina, de José Eustasio Rivera; la épica de la llanura en Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, con estrictas referencias a la explotación de los oprimidos, una constante no solo literaria en América Latina. No era poco el bagaje literario que Asturias y sus coetáneos llevaban a París. Ese bagaje se enriqueció con el hallazgo del surrealismo y con las técnicas narrativas de Joyce y Virginia Woolf: el stream of consciousness casaba perfectamente con las propuestas de Cocteau o de Louis Aragon. Las investigaciones del Dr. Sigmund Freud se difundían en el ambiente con la misma velocidad con que los poetas asumían el fantasmagórico ajenjo, fumaban mariguana y organizaban sesiones espiritistas. Tener 20 años y estar en ese París de torbellino debió de ser una experiencia alucinante.
La síntesis toda latinoamericana entre regionalismo, modernismo y surrealismo se enriqueció con las raíces mayas de Asturias. Se había inscrito al curso de “Mitología y religiones de Mesoamérica”, de Georges Raynaud, tanto para pasar el tiempo y para justificar, delante del padre, la renta que recibía mensualmente. Dicen que, cuando Miguel Ángel Asturias ingresó al aula, Raynaud paró la clase y, señalando al recién llegado, exclamó: “He aquí a un verdadero descendiente de los mayas”. Asturias quedó sorprendido, porque nadie le había hecho notar que su perfil coincidía asombrosamente con el de los monarcas esculpidos en la piedra de la estelas de Copán y Quiriguá. Con juicio, asumió ese parecido, y de allí en adelante las fotografías que se tomaba preferían el perfil. En el curso de Raynaud descubrió el Popol Vuh, libro sagrado de la gran civilización de sus ancestros y ese descubrimiento lo llenó de entusiasmo. Fue como si, de sus pies, se desprendieran raíces que llevaban al centro de esa tierra de lagos y volcanes de la que provenía. Como si, escarbando debajo de la superficie, hubiera encontrado el mítico reino de Xibalbá, poblado de héroes, de señores malvados y de consejas de abuelas y abuelos. Se recordó de las leyendas que había escuchado, en las frías noches de Ciudad de Guatemala, en el patio de la tienda de sus padres, de las voces soñolientas de los arrieros que venían del altiplano y antes de caer dormidos con párpados de adormidera, contaban patrañas y quimeras de tiempos que se eternizaban en el pasado.
Escribió, entonces, Leyendas de Guatemala, libro maravilloso de sueños y recuerdos, de sueños recordados y de recuerdos soñados. No se sabe si son “leyendas de Guatemala” o “leyendas de Miguel Ángel”. Algunas son antiguas historias hispánicas que todavía ahora se cuentan en el país, en esas noches heladas cuando se enciende la lumbre en pequeños braseros de barro de Totonicapán. Se habla de la Tatuana, del Sombrerón, de la Siguanaba, del Cadejo. Otras se emparentan con un aliento que viene de la Biblia y del Popol Vuh, de la fundación del mundo en medio de terremotos y huracanes, con letanías primigenias: “los cuatro que venían en el agua, los cuatro que venían en el viento” para fundar un pueblo que dará origen a las generaciones. No solamente hay magia en lo que se cuenta, sino magia en cómo se cuenta. La lengua española de Asturias es una lengua que se enrevesa con los conjuros oscuros de la penumbra de la semivigilia, de la sombra. Parece un castellano remozado por las aguas subterráneas del inconsciente: “¡El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos!” “Los güegüechos de gracia José y Augustina, conocidos en el pueblo con los diminutivos de Don Chepe y la niña Tina, hacen la cuenta de mis años con granos de maíz…” “Agarrándome una mano con la otra, bailo al compás de las vocales de un grito ¡A-e-i-o-u! ¡A-e-i-o-u! Y al compás monótono de los grillos”. Es solo el portal de cuentos remozados por el tamiz imaginativo de Asturias. El Cadejo, de perro guardián pasa a hombre-adormidera que pretende seducir a una monja y por tal blasfemia es arrastrado por la trenza-serpiente-demonio hacia los infiernos, convertido en animal largo, con cascos de chivo, oreja de conejo y cara de murciélago. La Tatuana, mujer acusada de brujería, que, inocente, dibuja un barquito en su celda, se monta en él y escapa navegando. El Monje, que se enamora sin remedio de una pelotita que cae del otro lado del muro, y enloquece. El mundo fantástico de Miguel Ángel Asturias se abre con esas leyendas y se ensancha con novelas clásicas de nuestra literatura: El Señor Presidente, Hombres de maíz, Mulata de Tal. Una auténtica refundación de la literatura latinoamericana en su mayor densidad, en su mayor profundidad.