Por Dante Liano
“Es de hombres bien nacidos, el ser muy agradecidos”. Durante años, esta frase de mi padre me persiguió (con su lección implícita) y me persiguió también la falsa atribución a Cervantes. La usé en una reunión de literatos, algunos expertos del Quijote, pero como nadie sabe de memoria los dos libros de la obra maestra española, tuvieron que ir a investigar para contarme que la frase no pertenecía al ilustre escritor castellano, sino que era un proverbio leonés. Mi padre solía distribuir esa sabiduría condensada en sentencias, pequeñas bombas de memoria diseminadas a lo largo de añejas conversaciones. “Se puede más con miel que con hiel”, era una de sus favoritas, y reflejaba no solo su predilección por el aforismo, sino una regla de vida. Entre la persuasión y el castigo, prefirió la primera, y ninguno de sus hijos conoció la afrenta de la bofetada o del latigazo. Desilusionar a ese hombre honesto, al cual todos reverenciaban, era peor que un castigo físico. Lo reverenciaban porque había descendido al infierno de la oficina de recaudación de impuestos sin quemarse. Sin número las veces que un anciano, al reconocer mi apellido, comentaba: “Su padre, el hombre más honesto que he conocido”. Pesada herencia. Le tomábamos el pelo por sus frases célebres, tomadas de la literatura. Había actuado como el Comendador, en el Don Juan Tenorio del pueblo, y cuando había berrinche, recitaba: “Me hacéis reír, don Gonzalo. Venirme a provocar a mí /es como amenazar a un león con un mal palo”. El berrinche se acababa. O cuando íbamos a la mesa, hambrientos: “A un panal de rica miel/ cien mil moscas acudieron/ que por golosas murieron / presas de patas en él”. Y había más.
Una revista de nociva difusión y peores costumbres resumía artículos y libros (¡lesa majestad!) para un público de alfabetizados recientes y polvorientos bolsillos. Tenía una sección titulada “Frases célebres de hombres célebres”, en donde propinaba las supuestas frases atribuidas a personajes famosos. Me gustaría abrir una sección, en algún lado, que se llamara “Frases célebres de hombres no célebres”, pues los hay, gente de calle y bar, que de vez en cuando son iluminados por un chispazo de ingenio, o, peor, se les sale una boutade de la que se arrepentirán toda la vida. El príncipe de tales frases célebres e involuntarias es el justamente desconocido general Ponce Vaides, que heredó la dictadura del general Jorge Ubico, y puesto que el cargo de Presidente de la República le correspondía por ser el vicepresidente de un presidente fugo, inició su discurso al Congreso con las siguientes palabras, grabadas en el mármol de la insensatez: “¡Nunca creí, jamás pensé!”. Ya he citado, en otra parte, la ocurrencia de aquél condenado a muerte, en El Señor Presidente, quien, ante la oferta de yacer con una prostituta el día antes de la ejecución, responde: “No, gracias, señor Fiscal. Para hijos de puta, basta con los que hay”. También he citado una anécdota contada por Luis Cardoza, cuando en el gabinete de ministros del presidente Árbenz se discutía la compra, por varios miles de dólares, de la editio prínceps de La verdadera historia… de Bernal. Saltó el Ministro de la Defensa, opuesto al despilfarro: “¡Con ese dinero nos podemos comprar un caza militar de campanillas!”
Entre los visitantes de la casa de mi infancia había variopintos personajes que alegraban la pequeña comunidad. Uno de ellos era un paisano de Chimaltenango, que desgastaba las calles de la ciudad mientras vendía los folletos impresos por mi padre, folletos que contenían un resumen de las últimas leyes fiscales. Daban un buen servicio: los contadores, en lugar de tener que revisar todos los números del Diario Oficial, tenían esa selección a mano. Esos folletos eran un modesto best seller, y el vendedor, cuyo nombre se pierde en el olvido, al preguntársele por el resultado de la jornada, respondía: “¡Pin, pin, utz, utz!”. En lengua caqchikel, idioma de mis ancestros, significaba: “Bien, pero muy bien”.
Todo ello no obsta para que haya auténticas frases célebres de hombres y mujeres célebres. Ejemplar la del mexicano Benito Juárez, que debería estar impresa en el dintel de las Naciones Unidas: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. En esa sentencia, están concentrados volúmenes y legajos de derecho nacional e internacional. Aguda observación, porque habla de mi derecho desde el punto de vista del otro. ¿Dónde terminan mis derechos? Allí donde comienzan los de los otros. Menos ejemplar la ingenuidad de María Antonieta, cuando sabe que el pueblo se ha rebelado porque no hay pan. “¿Y por qué no comen brioches?”, pregunta que ilustra el abismo entre aristocracia y pueblo. No está registrada en ninguna parte, pero la orden: “¡Quemad las naves!”, habrá sido pronunciada por Hernán Cortés. Lo dice bien Dino Buzzatti en El desierto de los tártaros: hay un momento, en la vida, en la que se cierra a nuestras espaldas un portón de acero. Atrás de ese portón, se queda nuestra juventud, nuestra irresponsabilidad, y nuestra inconsciencia. Por delante, está la vida adulta. Sólida como una piedra la observación de Simone de Beauvoir: «No nacemos como mujer, sino que nos convertimos en una».
Borges, que no perdía ocasión para burlarse de los clásicos, apostrofaba de mal gusto a Gracián, porque en su afán conceptista de escribir con retruécanos y calambures, había escrito esta dudosa metáfora de las estrellas: “Gallinas de los campos celestiales”. Para devolver a Baltasar Gracián su grandeza, hay que recordar su maravilloso elogio de la brevedad: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno; lo malo, si breve, menos malo”. La óptima Rosa Luxemburg esclarece el concepto de libertad: “La libertad es siempre libertad para quien piensa diferente» y no deja de ser cínica la observación de Greta Garbo: «La vida sería tan maravillosa si supiéramos qué hacer con ella». Me quedo con la frase de Ely Schlein, cuando habla de la aparición de la mujeres en la política contemporánea: “No se dieron cuenta [los hombres] de que estábamos llegando”.
De Borges recordamos su aversión por escribir, en los programas de literatura, una lista de libros por leer. “La belleza no es obligatoria”, sentenció, y con esa sentencia sepultó siglos de autoritarismo literario. Nadie está obligado a leer ni a escuchar música o a contemplar pintura. Son momentos de alta humanidad que deben llegar como un regalo agradecido. Cervantes puso en boca de Don Quijote una gran cantidad de frases para recordar, y de discursos memorables. Delante de la jaula de los leones, al aterrorizado Sancho que lo conmina a no acometerlos, Don Quijote responde: “¿Leoncitos a mi?” y parte lanza en ristre. Menos mal que eran de circo, y desdentados. Julio César pasó a la historia por exclamar, siglos antes de Cortés: “Alea jacta est!”. Siglos de sabiduría oriental, la sonriente imagen del Buda sereno y rechoncho en la impavidez del nirvana, los 7 libros de Dzyan recopilados por la fervorosa Madame Blavatsky, el cuarteto de Liverpool a la búsqueda de la paz interior en la calurosa selva de la India, tratados y lecciones sobre la ausencia del deseo y del cuerpo, las nebulosas montañas místicas del Nepal y sus monjes calvos e ingenuos, y lamentable, el Dalai Lama será recordado en los siglos venideros por acuñar un deplorable: “¡Chúpame la lengua!”.
Publicado originalmente desde el Blog de Dante Liano