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Créditos: Prensa Comunitaria
Tiempo de lectura: 4 minutos

Por Marcelo Colussi

Reflexionar sobre si el ser humano es “bueno” o “malo” es un maniqueísmo simplista, casi pueril. Hoy día, con el desarrollo de las ciencias sociales, quedarse con esa visión espiritual-religiosa es, cuanto menos, ingenuo, cándido. Por no decir disparatado. La dinámica humana es infinitamente más compleja que esa simplificación.

Todas las civilizaciones, a lo largo de la historia, de algún modo se plantearon este problema ético; las respuestas fueron diversas, pero siempre se movieron en esta lógica binaria. Hoy podríamos decir que la cuestión se ve con ojos más abarcativos: el reduccionismo bipolar no alcanza para dar cuenta de esta situación, de nuestra humana condición.

Preguntarse si la presunta “maldad” es instintiva, de orden natural, nos lleva por callejones sin salida. La agresividad humana (la posibilidad de infringir daño a otro, cualquiera sea: físico, psicológico, moral, etc.) está siempre presente. Cualquiera, en nombre de lo que sea (ideales políticos, religiosos, etc.) puede empuñar un arma y matar a otro. O simplemente, puede participar de un espíritu colectivo que lo lleva a ser, por ejemplo, machista, o racista. La bondad suprema, inmaculada, encarnada en la figura de algún santo (¿madre Teresa de Calcuta?) no es sino fantasiosa elucubración, no más.

El psicoanálisis, aún a riesgo de ser considerado pesimista, abrió otro camino para dimensionar lo humano: ni buenos ni malos, en todo caso una intrincada combinación de amor y odio. “Mientras que la humanidad ha logrado continuos progresos en el sojuzgamiento de la naturaleza, y tiene derecho a esperar otros mayores, no se verifica con certeza un progreso semejante en la regulación de los asuntos humanos”, decía, quizá amarga, pero realísticamente, Freud.

Profundizando eso, Lacan verá la causa de la agresividad en las representaciones inconscientes que tenemos de nuestro propio cuerpo (imágenes de castración, descuartizamiento, dislocación corporal) generadas en el proceso de construcción del yo como imagen totalizante a partir de la imagen de otro. Cuando nuestra madre nos hace creer que somos “el/la bebé más lindo/a del mundo”, quedan sentadas las bases para ese narcisismo primario que estará siempre listo para hacer explosión ante cualquier obstáculo que se le interponga. Por supuesto, no hay ningún bebé “más lindo del mundo”; pero ¡qué bello es creérnoslo! Siempre somos “los mejores” y el otro, que no es “tan bueno como yo”, rápidamente puede pasar a la categoría de enemigo. Es por eso que, dadas las circunstancias -la agresividad siempre como telón de fondo- cualquiera puede ser el “malo de la película” a combatir. El otro distinto, el que no comulga conmigo, el que simplemente me contradice en algo, puede ser ya un motivo de discordia. Esa plataforma básica es la que permite, de acuerdo al contexto, que se lo elimine, lo neutralice, lo aborrezca.

Si esa plataforma es una condición de nuestra construcción -repitámoslo: construcción, no herencia genética-, todas y todos podemos ejercer (o ejercemos sin percatarnos de ello) una cuota de violencia. Nadie es esencialmente “bueno” o “malo”. En todo caso, somos una compleja mezcla. “Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre… La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera”, se lamentaba Álvaro Mutis. Podemos ir más allá y preguntarnos por las relaciones humanas en su totalidad a través de la historia: el esclavismo, los sacrificios humanos, el patriarcado, las recurrentes invasiones, las sistemáticas violaciones a mujeres, las torturas, la corrupción, las interminables luchas de poder, los asesinatos y toda esa larga cantidad de expresiones absolutamente humanas jalonan nuestro vivir. No son obra de “locos enfermizos” sino elementos de nuestro paisaje social normal. Provocativamente podemos preguntar: ¿por qué el día que hubo un excedente en la producción ya con la agricultura, ese plus-producto no fue repartido igualitariamente entre todos los miembros del grupo, sino que dio lugar a la apropiación de algunos (primera clase social diferenciada) sobre una mayoría que quedó desposeída?

Eso permite dejarse llevar por la tentación de encontrar ahí una condición natural. Recontextualizándolo: ¿por qué fue tan fácil en la Unión Soviética, con propiedad estatal, volver al individualismo y la propiedad privada? ¿Acaso alberga en nosotros ese gen del egoísmo? “¿Cómo transformar entonces a los seres humanos sin utilizar la compulsión coercitiva?”, se preguntaba Freud al ver la Revolución Bolchevique de 1917, entendiendo que en ese “ensayo de un experimento social” se podía generar un sujeto nuevo. Su respuesta fue lacónica: “No sé”.

Esa es la gran pregunta: ¿es posible crear un sujeto nuevo, distinto del actual? “¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?”, se preguntaba Voltaire en la Francia dieciochesca. Similar pregunta podríamos hacernos hoy, en el país galo o en cualquier rincón del planeta. Los humanos, a veces somos “buenos”, solidarios y generosos. Y muchísimas veces no (insistamos: todos podemos ser machistas y/o racistas, que son otras tantas formas de ejercer violencia, aunque no usemos armas y nos sintamos “correctos”). Dar limosna puede parecer muy altruista, pero ¿no es una forma descarnadamente patética de inferiorizar a quien la recibe?

El socialismo, en tanto esperanza de un mundo mejor, parte de un supuesto: hay que construir el “hombre nuevo”. Menuda tarea. Freud no sabía cómo hacerlo. Tal vez nadie lo sepa, y eso haya que ir descubriéndolo en la marcha. La idea de propiedad privada, por ejemplo, de la que se desprende el patriarcado, nació en algún momento. Por tanto, podrá desaparecer. El experimento socialista a eso apunta: a cambiar todo. En el primer momento de la Revolución Rusa -momento de gran florecimiento cultural, de debates, de creación de novedades y revisión de ancestrales prejuicios- se comenzó a caminar esa senda. Las granjas colectivas (koljoses) -de las que los kibutz israelitas de antaño son un ejemplo- marcaron un camino: sitios donde hay solo una colectividad sin dueños y los niños se crían colectivamente. Es posible buscar algo que supere el sujeto que conocemos. Hoy palmariamente enseña la realidad que en la izquierda -el fermento de cambio de la humanidad- también siguen repitiéndose muchas de las características que señalaba Voltaire. Sin dudas, queda mucho camino por recorrer. Paraíso no habrá en ningún lado, pero sí una mundo menos asimétrico y despiadado que el actual. ¿Quién dijo que el cambio es fácil?

Marcelo Colussi

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