Por Jesus González Pazos
Despuntaba el alba cuando la comunidad se disponía a enfrentar una nueva jornada en la que el objetivo, como todos los días, era simple, pero enormemente difícil: conseguir el sustento básico para dar continuidad a la vida. Sin embargo, este día esa vida se complicaría más aún, pues con los primeros rayos del sol llegaron también excavadoras, camiones y trabajadores ajenos a la comunidad. Todos ellos, ante las miradas sorprendidas de la población que se desperezaba, atravesaron el pueblo y se dirigieron hacia el barranco y otras áreas cercanas al río. Ese que proveía de agua al pueblo, saciaba la sed del escaso ganado y, sobre todo, regaba las terrazas donde las gentes de la comunidad tenían sus pequeñas huertas.
Nadie antes había llegado a ese rincón del territorio informando sobre plan alguno; la autoridad competente no era conocida en esa parte del país, salvo por el hecho de que aparecía una vez al año para cobrar unos impuestos que nadie sabía para qué o para quién eran. Desde luego, lo cierto era que no repercutían en el bienestar de esta comunidad.
En los comentarios que se hacían en los corrillos de la plaza central alguien recordó que meses atrás habían estado allí dos hombres desconocidos que dijeron representar a una empresa preocupada también por el bienestar de la comunidad. Se habían reunido a solas con el alcalde y, según este último dijo después, hablaron sobre los posibles grandes beneficios del desarrollo y lo importante que era el crecimiento económico para el país. Ese país que nunca se había asomado por su comunidad; el mismo que les ignoraba cuando se llegaban a la cabecera municipal a pedir que se enviara alguna maestra y médico, o que se solucionara el problema del camino, intransitable cuando llovía.
Ahora parecía que el país y el desarrollo, que seguían sordos a esas demandas, habían decidido que encerrar el río con una gran pared, embalsar tras ella el agua y generar electricidad para la lejana capital y no se sabe bien qué polos industriales, era urgente y necesario. Nadie les había consultado, nadie les había pedido permiso, pero allí estaban los camiones, excavadoras y trabajadores, dispuestos para obedecer al patrón, que ahora se llama Cobra S.A. y traía ingenieros y directivos extranjeros. Estos ni tan siquiera conocían el territorio más que por abundantes fotografías aéreas que les habían permitido ubicar el lugar más oportuno para construir la nueva represa y la consiguiente central hidroeléctrica, también por dónde abrirían la carretera de acceso y, sobre todo, cuántas tierras necesitaban apropiarse para todo ello. Por supuesto, tampoco sabían nada de los pueblos a los que se quitaría el acceso al agua y las tierras, de su cultura ancestral, de sus autoridades, de sus formas de vida.
Todo lo anterior no importaba, pues Cobra S.A. simplemente había llegado a un acuerdo con el gobierno del país, convenientemente incentivado, para construir la central y obtener los beneficios correspondientes por ello y por la energía eléctrica que luego allí se generaría. Esa central se conectaría a una amplia red que ya tenía en el resto del país y que, entre otras, vendía la electricidad, generada a costa de las comunidades que perdían el río y seguían en la oscuridad, a grandes mineras, complejos turísticos en la costa y agroindustrias que a velocidad de vértigo estaban en los últimos años ocupando y esquilmando los principales bienes naturales del país. Pero, insistían, todo era por el desarrollo y el crecimiento económico.
Así, en dos años de trabajos desde aquella mañana en la que aparecieron, la presa estaba construida y entraba en funcionamiento. Ahora se retiraban las excavadoras y camiones, y se hacía cargo otro personal de Cobra S.A. que había llegado hacía poco, también del exterior. Por cierto, en su sede central, decían que esta empresa tenía otro nombre. Allí se la conocía como ACS y cuentan que pertenecía a un señor muy importante, que tenía un palco aun más importante en su campo de futbol desde el que controlaba gran parte de sus negocios y de las decisiones políticas que se tomaban en ese país para alcanzar, allí también, el desarrollo y el crecimiento económico. Así, a costa de las comunidades que perdían tierras y aguas en muchos lugares del nuevo continente, este último país saldría de una crisis en la que algo de una burbuja inmobiliaria o de una guerra en la que se había enfrascado en los últimos meses la vieja Europa, no estaba claro, les había metido. Por otra parte, la comunidad sentía, tal y como contaban las abuelas y abuelos que, una vez más, se repetía la historia y eran ellos y ellas con sus bienes naturales quienes pagaban una crisis que desconocían, o quienes proveían el desarrollo, ahora sí, de países muy, muy lejanos.
A la comunidad le habían dicho que esta vez también allí el progreso iba a llegar y que habría trabajo, la cobertura eléctrica aumentaría, se abrirían tiendas y el mercado crecería pues llegarían personas de otras comunidades a vender allí sus productos. Sin embargo, nada de esto sucedió. Si contrataron temporalmente a unos pocos hombres, también dieron trabajo a alguna mujer como limpiadora de las oficinas de la compañía, pero cuando la obra acabó y la central se puso en marcha, el flujo eléctrico siguió sin llegar a la comunidad y del desarrollo prometido nunca más se supo. Una vez más las promesas de progreso habían sido mentira.
Cierto es que una parte de la asamblea comunitaria nunca se dejó engañar, dijeron que aquello no solo no traería el famoso desarrollo, sino que, incluso, empeoraría sus condiciones de vida al cerrarles el acceso al río y a muchas de sus tierras. Y ahora, consciente que lo que decían los “cuatro locos antiprogreso” era verdad, la comunidad se organizó, presentó propuestas, hizo demandas, pero el país, de nuevo, había desaparecido. Como en las décadas anteriores, eso que se llamaba a veces Estado, a veces la autoridad competente, no aparecía ni tan siquiera para escuchar las reclamaciones sociales. Se intentó también hablar con Cobra S.A. pero ese si que era otro mundo lejano, inaccesible, inalcanzable. Se le demandaba por no haber consultado a la comunidad, tal y como dicen los tratados internacionales, antes de construir la represa, pero, en vez de responder por ello, envió unas camisetas del equipo de futbol del que era presidente el dueño.
Esta historia podría haber ocurrido en el siglo XX y, de hecho, ocurrió mil veces en muchos puntos del planeta. Pero lo duro, es que en pleno siglo XXI seguía ocurriendo. Cobra S.A. seguía aumentando sus beneficios, las masas iban al futbol los domingos sin preguntarse qué se cocía en el palco, las crisis económicas en el mundo desarrollado se repetían periódicamente, el planeta perdía Vida y las comunidades seguían levantándose con el alba para enfrentar la nueva jornada y buscar su sustento, pero, cada día era más difícil, y la autoridad competente seguía sin aparecer por allí, salvo a castigar y encarcelar a quienes se atrevían a reclamar derechos para la naturaleza y para las personas y pueblos. A pesar de todo ello, la protesta crecía.
Por cierto, todo esto, que puede parecer un cuento, no es sino una historia muy real que ocurre en los últimos años en el territorio Q’eqchi’, en Guatemala, y el proyecto hidroeléctrico se llama Renace. Qué poco apropiado un nombre así para un proyecto que solo trae violaciones de derechos para muchos y muchas e ingentes beneficios económicos para unos pocos.