Por Fabián Campos Hernández
De acuerdo con la Universidad Johns Hopkins, hasta el jueves 28 de mayo más de 5 millones 700 mil personas se habían infectado de la COVID-19 alrededor del mundo. De ellos, casi 360 mil habían muerto. Para enfrentar la pandemia los gobiernos han recurrido al aislamiento con un objetivo que socialmente no ha sido asimilado: esta medida no pretende otra cosa que evitar el colapso de los sistemas de salud. Es decir, el quedarse en casa y evitar las aglomeraciones no busca impedir que las personas se contagien, sino administrar el ritmo de la infección para evitar escenas en las que la gente muera por millares a las puertas de hospitales públicos y privados incapaces de darles la más mínima atención.
La duración de este “tiempo suspendido” ha sido motivo de acres debates. Gobernantes, especialistas y medios de comunicación han discutido en diversos tonos la cantidad de muertos “aceptables” antes de que colapse el sistema económico mundial. Con un índice de mortandad, hasta ahora, menor al 10%, hay voces que claman por una inmediata relajación de las medidas impuestas. Para este sector, ese porcentaje de decesos no justifican que hasta ahora se haya reducido en más del 30% el comercio global. Existen otros que, por lo contrario, piden el alargamiento de este tiempo suspendido, pero se enfrentan al problema de que ningún Estado cuenta con los recursos suficientes para brindar techo, comida, educación y salud de manera sostenida a una sociedad que está dejando de producir.
El mismo 28 de mayo, América Latina ya era el centro de la epidemia con el mayor número de contagiados. Esto no brinda un panorama alentador para la región. La CEPAL, en una estimación bastante conservadora, prevé que la COVID-19 aumentará cerca del 3% la pobreza y pobreza extrema en América Latina. Es decir que para finales de año uno de cada dos latinoamericanos (48% o 300 millones de personas) vivirá en pobreza o pobreza extrema. Si a ello le sumamos la reducción de las remesas internacionales -uno de los ingresos más importantes de los países latinoamericanos, 93 mil millones de dólares en 2019-, más del 60% de la actividad económica recae en las pequeñas y medianas empresas, los despidos por el cierre de negocios, las reducciones de salarios y de horas de trabajo en el sector formal y que, según la OIT, el 53% de los latinoamericanos laboran de manera informal podemos tener un panorama más cercano a los impactos que tendrá la COVID-19 en la región.
Durante los tres meses que ya lleva la pandemia, el sector más dinámico del capital se ha afanado para reconfigurarse mediante el uso de las tecnologías digitales. La más importante es la aplicación masiva del teletrabajo. Empleados que desde su casa y usando su computadora, celular, luz e internet, puedan mantener el ritmo de abastecimientos para la industria, ventas y servicios al cliente, en tanto se logra una automatización de la producción mediante el uso de robots y programas computacionales supervisados por obreros altamente capacitados, son las apuestas que se están claramente perfilando como la nueva forma del capitalismo post-pandemia. Llevarla a cabo implicará la consolidación de aquellas empresas que cuenten con los recursos necesarios para lograr la transición, mientras que la mayoría sucumbirá porque sus recursos y capacidades quedaron obsoletos de un día para otro.
Esta nueva forma del capitalismo tendrá impactos en una América Latina donde poco menos de la mitad de la población vive en zonas rurales, presenta grandes índices de analfabetismo digital y no tiene acceso a las nuevas herramientas indispensables para la forma de producción más dinámica que se está inaugurando. Habrá países como Argentina, Brasil, Uruguay, México, Colombia o Chile que, al contar con mayor infraestructura, saldrán mejor librados. Pero no así los países centroamericanos y caribeños, con excepción de Cuba y Costa Rica, en donde los efectos serán devastadores. Por ejemplo, en Guatemala uno de cada cinco hogares cuenta con una computadora y solamente el 17% tiene acceso a internet. Además, esta nueva etapa del capitalismo requerirá menos mano de obra, por lo que un porcentaje importante de aquellos latinoamericanos que apenas libraban la barrera de la pobreza se incorporarán al desempleo, la informalidad y la precariedad que se torna irreversible.
Otra arista de este futuro son las industrias históricamente obsoletas latinoamericanas que se sustentan en la precarización del trabajo y que difícilmente entraran de lleno al teletrabajo y la automatización. Para ellas, paradójicamente, el escenario es más prometedor. El aumento considerable de la fuerza laboral de reserva les permitirá continuar sus labores puesto que, a pesar de que allí se concentrarán la mayor cantidad de muertes por la Coivd-19, tendrán a millones de personas dispuestas a morir infectados antes que de hambre e inanición.
Finalmente se encuentra el campo latinoamericano. Pobre y empobrecido históricamente, marginado del desarrollo industrial y tecnológico, el pequeño y mediano propietario luchará por sostenerse con base en sus milenarias formas de socialización. Mientras que la gran agroindustria nacional e internacional verá crecer la extensión de sus tierras y disminuir sus costos salariales y de producción. La COVID-19 vino a profundizar y perpetuar las históricas formas de producción, distribución, desigualdad y dominación.
Y, con todo ello, desde sus casas, la mayoría de los privilegiados que pueden acatar las medidas dictadas por los gobiernos piensan que en unos meses regresaran a su “vida normal”. La “nueva normalidad”, de acuerdo con diversos especialistas, será la apertura de las actividades económicas y sociales con medidas restrictivas, como la “sana distancia”. Las sociedades latinoamericanas estaremos, por lo menos hasta que se consiga una vacuna contra la COVID-19, y eso no ocurrirá en al menos un par de años más, entrando y saliendo de cuarentenas cada vez que se presente un nuevo brote que ponga en riesgo el sistema sanitario de los países. Para finales de 2020, América Latina estará sumida en la pobreza, desempleada, ahogada en sus deudas, sin acceso a empleos que cuenten con seguridad social y con Estados incapaces de garantizarles ni siquiera el derecho a la vida. Esa es la “nueva normalidad” latinoamericana.
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