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Créditos: Desinformémonos
Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Fabián Campos Hernández

26 de julio 2019

México tiene una profunda veta racista, misma que ha sido negada y enmascarada por las políticas integracionistas y nacionalistas heredadas del priismo. Formas elaboradas han permitido mantener un discurso que se enorgullece de las culturas prehispánicas junto con una permanente negación de la raíz negra de nuestra cultura.

Pero también mecanismos burdos que reivindican “el encuentro de dos culturas” para encubrir los deseos de una parte de los mexicanos de ser españoles, europeos, occidentales, “cultos”. Negados los caminos para entrar a la modernidad anglosajona se propagó entre esos mexicanos un sentimiento antiestadunidense que les ha servido para poder hacer uso de la puerta trasera, que representa enorgullecerse de la pretensión de formar parte de una de las culturas más retrogradas del continente europeo, para asumirse como modernos.

De sobra hay testimonios entre los migrantes centroamericanos de que la parte más difícil  de su camino rumbo a Estados Unidos se encuentra en territorio mexicano. Desde la década de 1980 se tuvieron que enfrentar a las policías y autoridades migratorias mexicanas corruptas, quienes les quitaban su dinero, los golpeaban, asesinaban y violaban a las mujeres.

Después, iniciados los años dos mil un creciente poderío del narcotráfico, coludido con las mismas autoridades, continuó y recrudeció los padecimientos del viacrucis de los migrantes. La incorporación forzada a las redes de tráfico de drogas, de personas y de trata de personas, así como los secuestros, extorciones y masacres fue el escenario cotidiano de 12 años de “combate al narcotráfico”. Autoridades municipales, estatales y federales, así como sus cómplices en el crimen organizado amasaron cuantiosas fortunas de la explotación de los centroamericanos.

En los últimos años, en esa mezcolanza de orgullos, fobias, disfraces, autoridades corruptas y crimen organizado ha influido el racismo de un sector de la población estadunidense representada por Donald Trump y sus medidas antiinmigrantes.

Cuando en el huracán Matthew de 2016  llevó a miles de haitianos a radicarse en las ciudades fronterizas de Baja California empezaron a surgir manifestaciones de xenofobia y racismo en contra de ellos. Los manidos argumentos de que eran violadores, ladrones y delincuentes produjo muestras de rechazo y violencia. Pero apenas era el principio. Estaba despertando el racismo mexicano.

Las caravanas que se organizaron durante 2018 llevaron a miles de centroamericanos a recorrer con riesgos reducidos lo que antes era un camino lleno de peligros. Pero su masividad produjo reacciones que nadie ha querido ver y documentar hasta ahora.

En las comunidades fronterizas de Chiapas, las mismas que durante los años ochenta cedieron parte de sus tierras comunitarias para el asentamiento de miles de guatemaltecos que huían del genocidio y varios de cuyos integrantes se integraron y formaron redes familiares binacionales, empiezan a mostrar rechazo hacia los nuevos migrantes. Se empieza a construir un sector de indígenas y ladinos racistas y xenófobos en la frontera sur.

Pero ese fenómeno no es único. En diversas poblaciones y comunidades que forman parte de las rutas tradicionales de la migración centroamericana ilegal, en las mismas que hasta ahora eran muestras de orgullo porque establecían albergues y redes de solidaridad, son cada vez más visibles aquellos sectores que hasta entonces habían preferido mirar para otro lado.

Recientemente, moradores de las calles adyacentes al albergue “La Sagrada Familia”, ubicado en Apizaco, han colocado vallas para impedir el tránsito de los migrantes centroamericanos por lo que consideran “sus calles”. Los reclamos por la “suciedad” y el “mal aspecto” de los que siguen el camino hacia los Estados Unidos, así como denuncias contra la iglesia y el sacerdote que encabeza este esfuerzo humanitario, junto con una disminución de las donaciones y de voluntarios, son los primeros síntomas de que algo está pasando entre la población de Apizaco. Sin que hasta el momento hayan llegado a muestras ostensibles de agresión, son las primeras evidencias de que en Tlaxcala también está brotando el racismo mexicano.

Esto, evidentemente, es una consecuencia de las políticas de Donald Trump. En su afán de satisfacer las demandas de su electorado racista, está generando un discurso antiinmigrante que está nutriendo el racismo mexicano.

Pero, sobre todo, está siendo nutrido por una fallida política pública de las autoridades municipales, estatales y federales mexicanas. Marcelo Ebrard dobló las rodillas ante Trump y empeñó al gobierno federal en la tarea de impedir la migración centroamericana. Hace unos días decidió revocar el acuerdo de que México se convirtiera en “Tercer país seguro”. Eso era evidente, México no cuenta en la actualidad con la infraestructura, ni los recursos ni los mecanismos legales para asimilar a los miles de guatemaltecos, salvadoreños y hondureños que siguen cruzando el territorio. Sin embargo, tampoco está haciendo nada para poderlo hacer en el futuro. Políticas erráticas, sin sentido, ni otro objetivo que cumplir las demandas de Trump alimentan la hoguera de la xenofobia mexicana.

Fuente: http://www.lajornadadeoriente.com.mx/tlaxcala/trump-ebrard-y-el-racismo-mexicano/

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