21 de diciembre de 2018
El título del presente texto puede llevar a equívocos: ¿acaso la soberbia tiene ideología? En un sentido, como todo concepto perteneciente a un marco determinado de valores: sí. Pero en tanto acción humana común a todos los mortales, por supuesto que no, pues no es ni de izquierda ni de derecha en términos políticos. Es, según el Diccionario de la Real Academia Española, la “Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros”. Está en el mismo ámbito semántico que la petulancia, la altanería, la jactancia; en otros términos: el menosprecio del otro a partir de la supervaloración de sí mismo.
Ahora bien: el hecho de presentarla a través de esa provocativa pregunta tiene una finalidad muy precisa: abrir el debate en torno al porqué de su marcada persistencia en el campo amplio de lo que llamamos izquierda (entendiendo por tal aquella postura que es crítica, en mayor o menor medida, con lo establecido, que intenta construir algo novedoso y superador a partir de lo dado).
Tradicionalmente, para la cosmovisión cristiana dominante en Occidente, la soberbia es considerada un valor negativo, un vicio, un puente con lo demoníaco (el diablo no se somete a dios –al poder– por soberbio). Incluso, constituye un pecado mortal, según la Iglesia Católica. De hecho: el primero y principal. Una conducta correcta, en tal sentido, debe alejarse de una postura soberbia, la cual sirve, sin más, como puerta de acceso a todos los otros pecados capitales: lujuria, pereza, gula, ira, envidia y avaricia, aquellos promulgados por el Papa Gregorio Magno en el siglo VI. La antítesis de este ignominioso proceder sería la humildad. En esa lógica, los humanos debemos ser humildes, porque somos finitos, creados, limitados; sentirse soberbio (agrandado, ilimitado, omnipotente) es creerse como el Sumo Creador, lo cual constituye un pecado, acercándonos a Lucifer. (De acuerdo a esa teología, somos polvo –“Polvo eres y en polvo te convertirás”– y para recordarlo humildemente, cada año los católicos marcan sus frentes con ceniza en Semana Santa).
Para una visión psicoanalítica del fenómeno humano, podría decirse que la soberbia es un efecto del narcisismo que a todos nos constituye y nos habita, en tanto amor a sí mismo. El reconocimiento de la Ley, de los códigos socialmente establecidos que nos humanizan y nos permiten acceder a un mundo donde no solo existo yo, es lo que nos salva de la locura, de creernos realmente soberbios. La soberbia es el exceso de ese narcisismo, que nos pone más en el ámbito de la locura (psicosis), alejándonos del reconocimiento del otro como un igual (para la soberbia el otro siempre es un estúpido, equivocado, inferior a mí, y por tanto despreciable, pues vale menos).
La soberbia, en definitiva, anida en todos nosotros, y según los vericuetos de nuestra siempre dificultosa y problemática humanización, de nuestra entrada en los códigos sociales que nos hacen uno más de la serie, tendrá más o menos preeminencia en nuestra estructura de personalidad.
La izquierda, en general con una posición bastante voluntarista, propia del sentido común dominante –aún aristotélico-tomista–, posición que en estos aspectos de lo humano no se ha apropiado enteramente todavía de los avances de las ciencias sociales, especialmente del Psicoanálisis, sigue viendo en la voluntad una prominente virtud descollante. Es por la “buena voluntad” y apelando a un llamado a la humildad –según ese esquema explicativo– que podemos superar la soberbia. Pareciera, sin embargo, que la dinámica es más compleja, puesto que ese llamado no produce mecánicamente la reducción de la soberbia en cada cuadro de izquierda; y si es un cuadro intelectual –con mayor acceso a información que otros, por tanto, con mayor cuota de poder social– esa soberbia puede ser realmente insoportable a veces.
Si el poder fascina (siempre, en todo contexto, sea de derecha o de izquierda), es porque remite a esa condición de ilimitado. Y ser ilimitados (sin falla, absolutos, sin ninguna carencia), nos torna dioses. La soberbia implica ese “ser más que otro”, y no un simple eslabón más de la cadena. Pero eso tiene costo: si no hay límites a la soberbia, entramos al campo de la locura (por eso Freud llamó a las psicosis “neurosis narcisistas”).
Quizá la buena voluntad no alcanza para “corregir” conductas criticables, lo cual abre una discusión que no es pertinente en este breve texto (¿hasta qué punto hay voluntad, libre albedrío? ¿Qué antropología se nos abre con la idea de inconsciente?). Pero sin dudas, la soberbia “cae mal”, porque quien es objeto de una actitud soberbia inmediatamente se siente disminuido, cosificado, denigrado. El soberbio se siente dios, y actúa como tal; quien recibe esa mirada, es ¿despreciable? Por supuesto, nadie quiere sentirse despreciado, empequeñecido, denostado. Por eso el soberbio –de izquierda o de derecha– es insufrible.
En la derecha, o más aún: en la ideología capitalista dominante, que pone su acento en el “triunfo individual” y entroniza el tener sobre el ser (tener objetos, muchos objetos; léase: consumismo desaforado), la soberbia no deja de ser un “vicio”…, pero vicio tolerado (o aplaudido incluso, quizá por lo bajo, pero aplaudido al fin). Más aún: el ideal capitalista, su ramplona y mediocre moral, ve en el “triunfador”, el que “es más que el otro”, un valor encomiable. La solidaridad, la humildad, la auténtica fraternidad, más allá de las pomposas declaraciones de algún discurso insulso, no son precisamente las notas distintivas de su ideario, de su tabla axiológica. La ética del tener (tener mucho, y cuanto más se tenga: mejor, porque evidencia que se es “más” triunfador) es un punto de llegada deseado.
Ahora bien: ¿qué pasa en la izquierda con todo esto? Los militantes de las fuerzas de izquierda, antes de abrazar los ideales socialistas y solidarios, son seres humanos construidos en la lógica dominante. Por tanto, la fascinación por lo ilimitado (digámoslo claramente: por el poder, por la ausencia de carencia, por la sensación oceánica de eternidad y omnipotencia) sigue estando presente. Y ninguna “buena voluntad” la quita. En todo caso, la restringe, pero siempre en una dinámica de equilibrio inestable.
Si así no fuera, no reaparecería con tanta frecuencia. ¿Por qué en la izquierda no es raro –o por el contrario: es bastante común– esa falta de humildad, ese despliegue de soberbia? Aclárese rápidamente: la soberbia en la ética capitalista es exhibir que “se es más que el otro” porque se dispone de mayor cuota de poder cuantificable en bienes, en cosas materiales, en dinero (mercancía universal que compra todas las cosas). En esa lógica, el portero de la empresa es “menos” que el gerente; y ese gerente es “menos” que Donald Trump, que tiene un capital de mil millones de dólares; y Trump es “menos” que Rockefeller, que tiene un patrimonio de 600,000 millones de dólares… ¿Quién está más cerca de dios? O, dicho de otra manera, ¿quién es “más”? Pues el que más tiene.
En la izquierda hay otra ética, puesto que no está en juego el tener (el apropiarse) de cosas, de bienes materiales, de dinero. Pero no deja de haber soberbia. Allí cuenta el saber. ¿El que más sabe es el “más” revolucionario?
“El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error”, formuló a modo de crítica el ex presidente de Ecuador Rafael Correa. Apreciación correcta, pertinente. En buena medida la teoría revolucionaria se transformó en “verdad revelada”; los expertos del cenáculo profetizaban. Se pontifica en las iglesias, pero ¿qué pasa cuando se pontifica en el campo popular, en el ámbito donde se quiere inventar un mundo nuevo?
Visto desde la ética de la derecha, en el mundo hay mucho que perder: para la clase dominante, justamente su dominio y todo el sinfín de cosas que esa privilegiada posición le permite acumular. Por eso, como clase, más allá de las diferencias existentes –que las hay, obviamente, a veces enormes– en los momentos en que puede peligrar su situación de dominio, se une monolíticamente. Está más que claro cuál es su enemigo: la clase explotada. Para el individuo aislado, siguiendo esa ideología, el peligro es perder cualquier propiedad privada (su mísera casa, o su automóvil, o la licuadora que tanto esfuerzo produjo para comprarla).
Pero en el campo popular, representado por la ideología de izquierda, “no hay nada que perder, más que las cadenas” de la esclavitud asalariada. Esto puede explicar que aquí se asista a una división casi interminable de grupos, pequeños grupos, partidos, división de partidos, células, mini-células, etc., etc. La fragmentación parece perpetua, inagotable. ¿Quién es el más revolucionario? ¿Quién recita mejor el catecismo? La relación con el saber, endiosado como bien supremo en una visión racionalista, funciona como “el” objeto lujoso, el punto de llegada. El “más” revolucionario, al menos eso pareciera en las interminables discusiones, es el que “más” sabe.
Es patético, pero es una cruel realidad. La derecha se une porque tiene mucho que perder. La izquierda no. Y ahí aparece la soberbia. Lo que está en disputa no es la tenencia de los mejores y más costosos bienes (el automóvil Ferrari, el reloj Rolex de oro, el whisky escocés añejo, las bolsas Louis Vuitton) sino quién sabe más. El mito del saber absoluto funciona como el objeto preciado. La descripción hecha por Rafael Correa es precisa.
Esta es una característica sumamente arraigada en la izquierda, que no siempre se ve con facilidad, y mucho menos se está dispuesto a autocriticar. Pero es imprescindible insistir sobre estos puntos, pues si no se están repitiendo modelos que solo servirán para repetir errores (¿otra vez el Comité Central plenipotenciario y el Gulag para quien equivoca una coma en el catecismo?) Nadie está libre de la soberbia, pues eso anida en nuestra humana constitución. Solo sabiéndolo podremos buscar los antídotos, que no serán solo acciones voluntarias de “buena fe” sino, seguramente, procesos más complejos.
“Fue la soberbia la que convirtió a los ángeles en demonios” pudo decir San Agustín en el siglo IV. Algo similar, en otro contexto, nos enseña el refrán: “De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”. Nadie lo sabe todo; creérnoslo es altamente peligroso, y sin autocrítica podemos ser fácilmente demonios… o ridículos. ¡Y la izquierda no puede ser ridícula! La izquierda no debe pontificar, pues si no, deja de ser izquierda.