20 de diciembre de 2018
Mi abuela dijo esa frase alguna vez. La dijo convencida de que alguna vez habíamos sido ricos. Nunca le dije que no, que no había sido sino la falsa idea de que teníamos muchos, exaltada nuestra imaginación por la decoración art deco kitsch de las casas en donde ella vivió y nosotros también.
Roma no me habló de esclavitudes modernas, ni de luchas de clases, ni siquiera de la suciedad de las familias “bien” escondida en las casas y limpiada día a día.
Me habló más bien de cuando creíamos que éramos ricos. Esas épocas doradas en las que un médico que trabaja en el IGSS (o su equivalente mexicano en la película) podía pagarse dos carros, dos mucamas, un chofer, un perro y una amante.
Las vacaciones se pasaban en las fincas de los amigos “pudientes”, en donde había un ala completa de habitaciones para los mozos, y sus familias hablaban inglés (o alemán) y quemaban el dinero en fuegos artificiales y armamento.
El cine era tan lujoso como el teatro, los hospitales del seguro social se decoraban con murales de artistas famosos, se podía ignorar la pobreza que crecía en las zonas marginales junto con las milicias urbanas precursoras de las maras.
Los colegios desfilaban con música marcial mal ensayada, las manifestaciones se reprimían sin problema y los niños hablaban con naturalidad de cómo los soldados habían matado a un niño sólo porque les tiró una bomba de agua.
Al final, Cuarón, que dice haber ofrecido a Libo (persona que inspira el personaje de Cleo) una compensación por su historia —aunque esta, asegura, se negara a aceptarla (la compensación, no su historia…)—, no deja de ser como mi abuela: un nostálgico de la época en la que cada uno sabía su sitio y su lugar en México (o Guatemala, o el país latinoamericano que usted quiera) y se soñaba con crecer económicamente y poder pasar sus vacaciones sin tener que compadecerse de una Cleo, porque al final, ellas también son de la familia y las llevamos a todos lados aunque sea para que ayuden con los niños y recojan la mierda de perro.
Roma, para mí, es la fotografía de donde sale el votante de Bolsonaro: el profesional que sueña con lo que tuvieron sus padres y a lo que él ya no logró acceder, todo por culpa de esos que no aprendieron a quedarse en su lugar.